Los juegos del hambre

El juego menos peligroso

Hace unos días ocurrió un trágico suceso en Akita, prefectura de la región de Tôhoku, al norte de Japón. Al menos seis osos pardos escaparon de sus jaulas en un parque natural del área, matando a dos trabajadoras con la mala fortuna de cruzarse en su camino. Con nuestro Rey en tierras lejanas y fuera de combate, tuvieron que ser unos cazadores del lugar quienes pusieran coto a su aventura con la dosis de plomo necesaria.

En esta historia andaba abstraído vía 3G segundos antes de la proyección de Los juegos del hambre, tratando de refugiarme de los spoilers que un entusiasta grupo de adolescentes disparaba desde la fila contigua. Toda crítica debiera encerrar una autocrítica: venir al cine con la lección aprendida es signo inequívoco de adaptación, emanada de una voluntad de ascenso en la cadena trófica por encima de mi cobarde huida virtual. Una característica asimismo exigida a los protagonistas de la película que estábamos a punto de ver.

Aunque el argumento se ha comparado con Battle Royale (Batoru Rowaiaru, 2000), la célebre alternativa de Kinji Fukasaku a las becas Erasmus, el futuro distópico que describe nos remite más directamente a The Sky Crawlers (Sukai kurora, Mamoru Oshii, 2008); ambas relatan el sacrificio de jóvenes en el altar de la paz por un mundo que ha conseguido externalizar el conflicto de manera eficiente. A diferencia de la obra de Fukasaku, el mecanismo no implica un fallo del sistema, sino su avance en la racionalización de la naturaleza guerrera del hombre. En Los juegos del hambre este viejo ideal —al que, por ejemplo, se atribuye el origen del ajedrez— se ve distorsionado por la más mundana lucha de clases entre el estamento en torno al Capitolio, baluarte único de poder, y los obreros y el campesinado de los doce Distritos sometidos a éste, de donde proceden los participantes de la cruel competición que da título a la obra.

El esquematismo del orden social trasciende el recuerdo aún fresco de la decepcionante In Time (Andrew Niccol, 2011), revelando junto a otros brochazos del guión la punta del mismo iceberg creativo al que pertenecen sagas como Harry Potter o Crepúsculo. Sus universos, meros laboratorios donde pleantear nítidas (y por tanto tramposas) dicotomías, no precisan de un Douglas Trumbull o un Stan Winston para reimaginarse en la gran pantalla. Los personajes prevalecen sobre la imaginería o el contexto sociopolítico de tales mundos derivativos, un hecho evidenciado en las ya habituales polémicas sobre la inevitable desaparición de secundarios en el proceso de adaptación al cine —en el caso que nos ocupa, de la trilogía original de novelas de Suzanne Collins. Podríamos relacionar esta simplificación con la corriente escapista del blockbuster a la que aludía Roberto Morato en El rayo verde (programa del 27 de marzo de 2012), pero también con el cambio progresivo en el entendimiento de las ficciones por parte del público. Ya no basta con identificarse con el héroe a través de la simpatía que puedan despertar sus cualidades singulares. Éstas deben poder reubicarse fácilmente en las coordenadas personales del espectador, lo que implica un grado de desarraigo respecto a su propio trasfondo ficcional: el bosque sintético donde transcurre la mayor parte del metraje se halla en las antípodas de, por ejemplo, los diseños mercadotécnicos de George Lucas y sus planetas hiperpoblados e inconsistentes a cada remontaje. Nunca llegamos a abandonar Kansas, simplemente ésta es más grande e inhóspita de lo que nos habían contado.

Salvando esta deficiencia de contextualización compartida con las obras anteriormente citadas, la película se eleva sobre sus grisáceos postulados gracias a una apuesta estética y narrativa por situarse en la órbita del público al que se dirige. El director Gary Ross se adhiere a la estela Abrams con planos cortos y medios de escasa duración, movimientos ágiles de cámara y, sobre todo, un montaje conciso en oposición a la hipertrofia del guión, cuyo perezoso final abierto ya delata maneras televisivas como quien pone los pies encima de la mesa. Al coste de cierta intensidad dramática se consigue un compromiso con el presente del espectador, renunciando a macrofantasías de post-adolescente ochentero o a las historias bigger than life que han convertido a los Oscar en delirios de geriátrico.

Pese a matices negativos como los que acabo de señalar, el lenguaje prestado de la televisión nos lleva a las lecturas más interesantes de esta primera entrega de la saga, la cual explota la premisa de un concurso retransmitido a la audiencia global a modo de un Gran Hermano. Sin necesidad de orquestar una perspectiva subjetiva tan sofisticada como la de Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008) o Chronicle (íd., Josh Trank, 2012) en diversos momentos se equipara nuestra mirada a la de los espectadores de los Distritos de Panem, y en particular, a la élite que forman los ciudadanos del Capitolio. El efecto narrativo especular alcanza su clímax en la escena más romántica de la cinta, donde nos unimos a millones de voyeurs embelesados con cada contraplano entre Katniss Everdeen/Jennifer Lawrence y Peeta Mellark/Josh Hutcherson. Un hechizo que incluso desactiva al temible adversario de la pareja, prácticamente relegado al off hasta su patético speech final, depositario de las pocas migajas de crítica social que nos deja la película.

Cuál no sería mi sorpresa al contemplar cómo el grupo de fans sentados delante de mí se sumaban poco después a los aplausos de esa casta decadente, funcionarial y mal follada que retrata Los juegos del hambre. Si el director de Seabiscuit (íd., 2003) pretendía una subversiva manipulación del goce colectivo de la masa, puede entonces Fukasaku descansar tranquilo y Oshii continuar con los homenajes a su perro. Y si no, la intención es lo que cuenta. Seguramente así opinarían los únicos antisistema de aquellas fechas, de no estar ya criando fukinotô, flor típica de Akita, al norte de Japón.