“(…)vestirse sirve precisamente para esto: para que un puñado de muchachas bien formadas pero irrelevantes se transformen en diosas. No hay nada que hacer, un conjunto de hombres y mujeres desnudos, si están pálidos y en fila, me recuerda irremediablemente Auschwitz, y si están morenos y retozando por las rocas, un pueblo aborigen australiano”
Contra la desnudez. Óscar Tusquets
A lo largo de los años gran cantidad de cineastas ha perseguido la que sin duda constituye una de las metas más ansiadas, consciente o inconscientemente, por todo artista con pretensiones de perdurabilidad: que sus películas sean espejos de los tiempos en los que fueron hechas. Una categoría tan idílica como azarosa, que no guarda una relación tan estrecha con la calidad de la obra en sí, ni siquiera con la ambición o megalomanía de su responsable: hay películas modestas, incluso artísticamente insignificantes, que hoy día son capaces de representar diáfanamente la atmósfera de un tiempo señalado. Y por el contrario, otras mucho más logradas y pretenciosas, calculadas desde la primera línea de su guion para reflejar un contexto, que finalmente se han revelado incapaces para capturar algo tan complejo como es el zeitgeist de la realidad circundante.
En todo este proceso, los documentales han desempeñado un papel ambiguo y equívoco: condenados a mostrar la versión oficial de los hechos en su modalidad más tradicional, pero también portadores de no poca dosis de verdad en sus mixtificaciones y pastiches, considerablemente amplificada gracias a modalidades híbridas como el docudrama, el mockumentary, u otros subgéneros del llamado cine de no ficción. Dentro de este selecto grupo me permito incluir, por qué no, las películas de candid camera, o cámara oculta, que antes de convertirse en paja fundamental —y fundamentalmente inofensiva— de relleno televisivo en épocas estivales, tuvieron otro objeto y otro destino, llenando incluso salas de pantalla grande con voluntad discursiva o simplemente testimonial. Una función que, con la actual deriva degenerativa del concepto gracias a la citada explotación televisiva, nadie se tomaría en serio, pese a que gran parte de sus claves hayan sido actualizadas por agitadores modernos de la talla de Tom Green, Michael Moore o Sacha Baron Cohen.
Hagamos un repaso fugaz y apresurado de su historia: el concepto de cámara oculta nació en EE.UU. en 1947 y curiosamente no era una cámara, sino un micrófono escondido. Allen Funt tuvo la idea de esta sección para su programa de radio, lo que nos dio el Candid Microphone. Su éxito le lleva a desarrollar la fórmula hasta convertirlo en cámara oculta, o Candid Camera, serie creada y producida por él que comienza a emitirse en 1947 y estrena su último programa en el 2004. ¿Quiere esto decir que tenemos toda una intrahistoria de una década del siglo XX grabada en estos shows televisivos, que retratan, zarandean y ponen en evidencia actitudes, tabúes y prejuicios tan americanos como universales? Básicamente sí. Estrellas como Arthur Godfrey, Dom Delouise, Suzanne Somers o incluso la scream queen Michelle Bauer desempeñarían importantes papeles en el espacio a lo largo de las décadas. En España no pudimos disfrutar de algo similar hasta la llegada de la democracia, con Manuel Summers y su popularísima To er mundo e güeno (1982), que contaría con dos secuelas igualmente exitosas, y que no hace falta añadir que dicen más de la España de aquel entonces que el grueso de las obras de arte y ensayo que recibían los parabienes de la crítica oficial.
Aunque me guardaré mucho de afirmar que la cámara oculta representa un retrato fiel del espíritu de su tiempo —más bien su cometido principal sea reescribir la realidad estirando los hilos invisibles, poniendo en evidencia pulsiones ocultas, pero casi siempre por el tamiz del buen rollo—, no negaré que me interesa particularmente su constante tensión entre el buen y el mal gusto, y sus flirteos con la incomodidad y la vergüenza ajena. No deja de ser sintomático que un entretenimiento tan descaradamente basado en la conversión de lo privado en material de escarnio y entretenimiento público haya virado en distracción predilecta de los vuelos transoceánicos, como si se tratara de una variante trash de la música de ambiente. Está visto que el ridículo ajeno, debidamente modulado, nos ayuda a olvidarnos de la posibilidad de la muerte. Para ahondar en la dicotomía entre lo popular y lo contracultural presente hasta en la más inocente de las candid cameras, recomendaría algunas cámaras ocultas verdaderamente bárbaras venidas de Japón o Argentina, y por supuesto, profundizar en la obra de Funt como director, que es de lo que aquí se trata.
What do you Say to a Naked Lady? es la primera realización para salas comerciales de Allen Funt y data de 1970. No hay que olvidar que por estos años ya habían aparecido las primeras muestras del “cine directo”, con autores como Wiseman o los hermanos Maysles a la cabeza, cuyas principales aportaciones bebían considerablemente del concepto original de Funt. Entonces el creador de la candid camera da también el salto al cine, con una peculiarísima obra que, en esencia, funciona antes como cruda radiografía de los prejuicios sexuales del norteamericano medio tras la década prodigiosa que como divertimento amable. Diecisiete años después de la publicación del primer Playboy, veintidós desde el Informe Kinsey y sólo un año del Festival Woodstock, la película de Funt presenta una América temerosa ante la intromisión de una sexualidad secreta en la esfera de lo público. El punto de partida de Funt y su equipo era capturar reacciones de gente corriente ante la irrupción de la desnudez —mayoritariamente femenina— en ambientes y entornos cotidianos. La película no se queda ahí y abraza las texturas del mondo incluyendo largas entrevistas y testimonios, no siempre divertidos pero puntualmente reveladores. Incluso se permite jugar revolucionariamente con el metalenguaje retratando reacciones, supuestamente reales, de un grupo de espectadores que ven la propia película en la sala oscura como si se tratase de un espectáculo romano. Pocas veces uno tiene el privilegio de enfrentarse, tan a las claras, a una película reflexionando en tiempo real sobre su propio valor revulsivo.
Argumentar que las entrevistas y candid cameras de What do you Say to a Naked Lady? han perdido gran parte de su punch original resulta demasiado evidente, pero nos da pistas sobre la necesidad de encuadrar el conjunto dentro de un contexto determinado. Cierto es que Funt se acerca más a la diana cuando reflexiona o simplemente describe que cuando pretende hacer reír: su sentido del humor quizá haya envejecido más por reiteración que por la efectividad de sus engranajes. En su parte más discursiva —y amarga—, la película está más cerca de agudos manifiestos de la era post-hippie como Juventud sin esperanza (Taking Off. Milos Forman, 1971) o Groupies (Ron Dorfman, Peter Nevard, 1970) que de un programa de Objetivo indiscreto. Esto dice mucho sobre las ambiciones de Funt, que ha pasado a la historia, quizá a su pesar, esencialmente como el epítome del entertainer popular y populista. Y al hilo de su contenido contracultural, conviene resaltar que la película supuso un pequeño escándalo en su momento, sobre todo por venir de quien venía: el corte original recibió la calificación X de la MPAA, y hasta 1982 no llegaría una versión censurada con la R de rigor. En Inglaterra ocurriría algo similar, pero la temible X no se retiraría hasta 1988. Datos reveladores para una película de cámara oculta que sólo muestra desnudos en un mundo que estaba a sólo unos años de descubrir el porno chic de Gerard Damiano. Acercarse ahora mismo a What do you Say…? aún sigue despertando cierto rubor: tanto el nudismo integral y gratuito como la violación de la privacidad continúan provocándonos un incómodo malestar, como si de una invasión a nuestros miedos más íntimos se tratara. Entender esta película como una muestra obsoleta de un pasado ya superado sólo nos llevaría al lamentable error de creernos más modernos y abiertos de lo que realmente somos.