Recuerdo de Ray Bradbury (1920-2012)

El universo tiene desde el martes una nueva estrella. Si es cierto, como afirmaba Arthur C. Clarke, que por cada hombre que ha vivido brilla una estrella, un sol, el cuerpo celeste de Ray Bradbury centellea en algún punto entre la Tierra y Marte, la cuna de sus sueños y el hogar de sus fantasías. Natural de Waukegan (Illinois, EE.UU.), donde vio la luz un 22 de agosto de 1920, Bradbury fue uno de tantos niños que sufrió las penurias de la Gran Depresión. Hijo de un matrimonio humilde y criado en un entorno rural, el pequeño Ray no tenía más medios para desarrollar sus inquietudes literarias que la biblioteca pública de su pueblo. Allí, entre el olor a tinta y el tacto del papel, empezó una formación autodidacta que le llevó a sumergirse en las aventuras de Julio Verne, H.G. Wells, Poe y Burroughs, autores a los que siempre consideró sus padres literarios. Sin saberlo, guiado por su instinto y sensibilidad, aprendió el oficio de escritor de la mano de los mejores visionarios del género fantástico.

La familia Bradbury se mudó en 1934 a Los Ángeles, ciudad que se convertiría en su residencia definitiva. Allí se aficionó a la literatura pulp, los fanzines, las tiras cómicas de los periódicos, los seriales radiofónicos de ciencia-ficción y cuanto material literario relacionado con la fantasía caía en sus manos. Como muchos otros espíritus humildes que han conocido alguna clase de privación, Bradbury encontraba refugio en las estrellas. Miraba al cielo para olvidar. Y en su deambular halló la esencia del alma humana, perdida en los rincones más alejados del cosmos. Como un moderno Prometeo, Ray la tomó en sus manos, tan luminosa que ardía, y se la entregó a los hombres en una serie inolvidable de novelas y relatos cortos que emanan poesía, lirismo y humanidad. Bajo su mirada, la ciencia-ficción y la fantasía trascendieron el mero ejercicio de género para convertirse en instantáneas de nuestras emociones y sentimientos.

Tras colaborar en diversas revistas, vendió su primer cuento en 1941, y en 1950 publicó uno de sus títulos más populares, Crónicas marcianas, colección de relatos que fabulan acerca de una hipotética llegada del hombre a Marte. El argumento, como sucede en el resto de sus obras, es lo de menos. A Bradbury le interesa traducir en palabras el aliento de la vida, que impregna sus páginas de inocencia, amor, ternura, soledad y melancolía. También de muerte, horror y desolación, porque si bien Bradbury era ante todo un optimista incurable, a veces hasta ingenuo, en sus narraciones nunca olvidó que la luz tiene sentido porque existe la oscuridad, otros mundos tenebrosos que arrinconan la existencia en un pozo de olvido.

Estas constantes arraigan, crecen y se multiplican con gozosa inspiración en toda su obra posterior. Inmediatamente escribe El hombre ilustrado (1951), acaso su mejor colección de cuentos, y su novela más recordada, Fahrenheit 451 (1953), llevada al cine por Truffaut en 1966, tremenda y muy actual distopía en la que el trabajo de los bomberos consiste en quemar libros. Carta de amor a las letras, y por tanto al conocimiento y la sabiduría, en esta obra Bradbury refutaba una de los pilares de la posmodernidad: el cínico rechazo de la tradición bajo la excusa de que sus valores no sirven para explicar una dinámica de cambios constantes. Fahrenheit alerta de los peligros del pensamiento acrítico, el aburguesamiento intelectual y la mediocridad de quien antepone datos a ideas. Es, en este sentido, un libro tan peligroso como los que incineran los siniestros bomberos.

Muchos críticos consideran que Bradbury agotó su mejor prosa en estos años. Un juicio ligero, cuando no abiertamente capcioso o ventajista, si tenemos en cuenta que de su imaginación aún tenían que desprenderse las semillas que fructificaron en series de relatos como Remedio para melancólicos (1960) o Las maquinarias de la alegría (1964), y novelas tan magníficas como El vino del estío (1957), La feria de las tinieblas (1962) y Cementerio para lunáticos (1990). De éstas, las dos primeras constituyen uno de los mejores retratos que se han escrito acerca del tránsito de la adolescencia a la primera madurez, cuando la inocencia, el gozo y el asombro diarios se difuminan ante el encuentro de la muerte. Douglas Spaulding, el chaval de 12 años que descubre cuál es el verdadero significado del vino estival en el ciclo de la vida, es uno de los personajes más memorables de Bradbury, que no en vano volcó en él su propia infancia en Illinois. Un arcadia de sensaciones, olores y sabores que el maestro describió con metáforas memorables, y que guarda muchos puntos de contacto con el torrente sensorial de El árbol de la vida. El azar, o las estrellas, quisieron que su penúltima novela fuera El verano de la despedida (2006), emotiva continuación de El vino del estío, que no tuvo ni la distribución ni el reconocimiento merecidos. La última fue la profética Ahora y siempre (2009), en realidad, dos novelas cortas plagadas de referencias autobiográficas que Bradbury destila mediante un rico imaginario simbólico.

Rendir homenaje a la figura de Ray Bradbury sería un ejercicio incompleto si no mencionáramos, siquiera brevemente, su relación con el cine, medio que amaba casi tanto como la literatura. Su colaboración más importante fue la escritura, junto con John Huston, del guión de Moby Dick (1956), experiencia intensa y por momentos traumática que años más tarde exorcizó en la novela Sombras verdes, ballena blanca (1992). También escribió numerosos episodios para distintas series de televisión, como Alfred Hitchcock presenta (1956-1962) y The Ray Bradbury Theater (1985-1992), que tomaba como referencia sus propios relatos cortos. A excepción de la ya mencionada adaptación de Fahrenheit 451 y de una miniserie ochentera sobre las Crónicas, la obra de Bradbury no ha tenido mucha suerte en su traslación a la televisión y a la gran pantalla. Ahora su muerte puede abrir una puerta a la reivindicación de su legado por parte de cineastas declaradamente enamorados e influenciados por su trabajo, como Steven Spielberg. Las atmósferas de E.T. y Encuentros en la tercera fase son pura esencia del imaginario bradburiano.

Me resulta complicado —y doloroso— señalar los defectos de un escritor al que amo. No quiero hacerles hueco en un texto que pretende ser un homenaje al hombre que llenó tantos ratos de soledad y melancolía. Un soñador que, como Arthur C. Clarke y Asimov, me enseñó a buscar en las estrellas el lugar que no encontraba en la tierra. Cada escritor dice cosas distintas a sus lectores. A mí Bradbury me ha susurrado que el aliento del mundo es largo, tibio y lento, y que siempre hay motivos para levantarse, asomarse a la ventana y comprobar que hay un tiempo para la vida y la libertad. Esta noche buscaré su estrella, señor Bradbury, en algún punto entre la Tierra y Marte. Y sonreiré agradecido.