El encuadre dislocado
El cine de Jaime Rosales es un cine de silencios, de pérdidas, de vacío y, según él mismo declara, de azar. Contradictorio en sus declaraciones, Rosales reivindica siempre búsquedas formales que casen ética y estética aunque en diversas declaraciones plantea que el curso de los acontecimientos modifica continuamente sus planteamientos y él permite que éste influya en rodaje y resultados posteriores. Sea como fuere, Sueño y silencio se integra completamente con la obra previa del autor, Las horas del día (2003), La soledad (2007) y Tiro en la cabeza (2008) (dejando de lado el fallido experimento aportado al proyecto colectivo Correspondencias). El suyo también es un cine de la cotidianeidad, una cotidianeidad que parece ser la excusa para sus dispositivos narrativos pero que no es, en realidad, mero pretexto sino que es la esencia que nos aproxima a su obra. Así, las dilatadas secuencias en la corsetería, eternos anticlímax, de Las horas del día, daban consistencia a una atípica historia de psychokiller en la que los asesinatos quebraban la monotonía diaria del protagonista y el visionado del espectador. En La soledad, la estrategia de la pantalla partida se revelaba más caprichosa que eficiente pero, sin embargo, la cinta funcionaba por su realismo y su crónica de unas historias que raramente se recogen en el cine. En Sueño y silencio también hay experimentación y es, a mi parecer, la ocasión en la que el cine de Rosales mejor ha aunado técnica y discurso.
De nuevo el vacío. Y en esta ocasión con cierta alevosía, tanto en cuanto a la familia rota por una pérdida se une la forzada ignorancia (¿evitación?) por parte de uno de los miembros de la muerte de otro. Rosales, púdico para con sus personajes, recoge este drama en un austero, realista, blanco y negro, en imágenes serenas ante tanta tragedia, indagando, midiendo, la profundidad de la herida aunque sin recrearse en ella. La rotura se asocia, coherentemente, a una fractura en el curso de la edición, en unos breves instantes de cinta desonorizados, mal montados, con brillos y aparentes defectos. La muerte, siempre cotidiana, está a la vuelta de la esquina y la cámara no quiere recogerla por que no es posible captarla en toda su dimensión. Un admirable montaje de planos secuencia, unos más breves, otros más prolongados, van reconstruyendo la historia: una sala de espera dónde dos personajes tratan de serenarse, un pasillo de hospital, un par de escenas en el tanatorio con el dolor a flor de piel, un entierro y, finalmente, la mirada atónita de un superviviente. Rosales nos lleva de la cotidianeidad al drama cotidiano con serenidad, recogiendo brillantemente el efecto, doloroso, sorpresivo, del golpe y, sobretodo, la persistente angustia de la pérdida, del vacío que persiste en el lugar dónde antes había un ser querido. Con la ayuda de una extraordinaria actriz, Yolanda Galocha, la cinta nos presenta el dolor en toda su extensión.
Dice Rosales que da libertad a sus actores, que las breves pautas que les marca les permiten construir frases, diálogos y escenas que no se rodarán más de una vez para mantener la frescura de la interpretación. Dice también que sus movimientos ante la cámara determinan su lugar en el encuadre o, incluso, su ausencia del mismo y que él puede sólo sospecharla de antemano pero no planearla… Declaraciones ambiguas, cuando no dudosas, a la vista de los resultados… A raíz de la tragedia, los personajes quedan borrados del plano, siendo mutilados por los límites de la imagen, captados sólo de manera breve o hablando con otros personajes que se mantienen en off. Son encuadres dislocados que no consiguen captar con precisión la imagen emocionalmente deteriorada de la vida humana. La familia está rota y es desplazada hacia los márgenes de la vida social, de la vida, siendo su situación recogida con coherencia absoluta por esta cámara, dirigida o autónoma, que no puede captar sus más íntimos temores, sus dolores, y ante la cual predominan los objetos inanimados. Una de las mejores secuencias recoge un sentido diálogo sobre la pérdida en el que se debate sobre la posibilidad que el tiempo lo cure todo tiene lugar entre una persona en off y otra cuyo cuerpo queda partido por el límite del encuadre. Allá dónde Alfred Hitchock colocaba un diálogo en plano medio de dos personajes hablando de la vida y la muerte junto al inserto de los anillos de un árbol, garantes de la supremacía temporal de la Naturaleza sobre el hombre (Vertigo, de entre los muertos; Vertigo, 1958), Rosales opta por un plano general, plano secuencia, en el que el diálogo sobre la fragilidad humana se produce ante un inmutable entorno natural, en ausencia casi total de la figura humana.
Sea un drama con coartada formal o una experimentación visual con coartada dramática, Sueño y silencio funciona como para ser la mejor de las obras de Rosales, incluso a pesar de escenas caprichosas como la breve secuencia en color o las secuencias (prólogo y epílogo) que recogen a Miquel Barceló elaborando un cuadro con una técnica casi de palimpsesto, de capas superpuestas, que culminará con la insospechada aparición de un Gólgota con sus cruces. Retrayéndose una vez más de un compromiso formal, Jaime Rosales deja el final abierto recurriendo primero a cambiantes planos de la superficie marina para, unas escenas más tarde, ofrecer una secuencia onírica con un largo travelling en steadycam que permite confiar, si más no, en que, de uno u otro modo, como se enunciaba previamente, el tiempo todo lo cura.