Black Mirror 1×02: Fifteen Million Merits

Pedalead, pedalead, malditos

Sin duda, la ciencia ficción es ese género que permite una visión alegórica de nuestros días a través de unos elementos que funcionan como paráfrasis. Todo relato fantástico ambientado en un futuro incierto es digno de interpretarse de esta manera, y el espectador tiene la obligación de tender esos puentes, atisbando las similitudes entre su realidad y la representada.

Sin embargo, los ejemplos de ciencia ficción no pueden ser considerados un género en sí mismos, sino que se define por sus elementos. Es por ello que en sus argumentos deben recurrir a formatos como la aventura, el drama, el western o el policiaco —a veces ambos a la vez, como en Blade Runner (Id., Ridley Scott, 1982)—. Pero en ellos siempre se sospecha una lectura ideológica —incluso política— que normalmente advierte sobre los peligros hacia los que se encamina la humanidad, tales como la alienación o el abuso del poder, aspectos intrínsecamente relacionados. Esta condición es quizás la apuesta más atractiva de Fifteen Million Merits (Id., Euros Lyn, 2011), el segundo segmento de la miniserie creada por Charlie Brooker Black Mirror.

Dentro del subgénero de las distopías que desarrollan alguna forma de hipercontrol social, Fifteen Million Merits estaría más cerca de aquellas obras literarias o cinematográficas que exponen la estética de una sociedad aséptica —de Un mundo feliz (Brave New World, Aldous Huxley, 1932) a La fuga de Logan (Logan’s Run, Michael Anderson, 1976), por ejemplo— que de aquellas de realidades frías y duras en su deshumanización —como 1984 (Id., George Orwell, 1949) o THX 1138 (Id., George Lucas, 1971)—. Aunque bien es verdad que, en ambos casos, lo que se oculta tras lo evidente no deja de ser una apariencia, escondiendo lo visible una verdad sucia y difícil de digerir para sus protagonistas.

“¿Cómo proteger a la gente cuando las corporaciones tienen habilitaciones de seguridad superiores a las nuestras?”, se preguntaba un miembro de la autoridad institucional en el episodio piloto de Fringe (Al límite) (Fringe, J.J. Abrams, Alex Kurtzman & Roberto Orci, 2008-…). Y es que en pocas décadas se ha abandonado el exacerbado miedo a los poderes omnímodos de los estados absolutistas y sus aparatos de represión que ponen en peligro la individualidad de los miembros libres de la sociedad. Un aspecto éste cimentado en la denuncia de los abusos que se practicaba en países no democráticos normalmente adscritos a la órbita soviética, pero también repartiendo mandobles tanto hacia las dictaduras parafascistas —por ejemplo, en la América Latina de finales de los setenta y principios de los ochenta— como a órganos de coacción institucional —el Comité de Actividades Antiamericanas de Estados Unidos, la política del apartheid en Sudáfrica, la tortura policial y militar practicada en los cinco continentes contra el terrorismo, etc.—. Hoy en día, y sobre todo desde el advenimiento de la Gran Recesión, los terrores cabalgan sobre los vientos que soplan desde los poderes fácticos, inaprensibles y de intereses bastardos, ligados con la maximización de los réditos de la inversión privada. Su poder se observa como un peligro constante, como una amenaza de primer orden, pues incluso la autoridad de los representantes políticos es incapaz de contener sus ínfulas de poder, basado éste en la ambición desmedida y en el desprecio hacia la dignidad ajena.

En este punto podemos evocar la angustia existencial que atenazaba al ciudadano del cambio de milenio. Su trascendencia ha permitido que su mensaje y sus advertencias hayan sobrevivido hasta nuestros días, actualizando la percepción basada en la alienación de los sentidos que perviven desde la caverna de Platón y que fueron llevadas hasta el paroxismo por Descartes y, anteriormente, Calderón de la Barca. Al citar un producto como Matrix (The Matrix, Andy & Lana Wachowski, 1999) podemos advertir el gran impacto que causó en su momento y que, por herencia, todavía hoy podemos apreciar, pues actualmente permite reconocernos como seres en estado de hibernación, habitantes de un plano existencial que se soporta a través de la saturación de los sentidos, devorando estímulos que permiten que la rueda del consumo no deje de girar: el ser humano como motor de un sistema perverso.

La imagen de individuos dispuestos en racimos, siendo su energía ordeñada por máquinas, conecta la obra de los Wachowski con este episodio televisivo que estamos tratando. Aquí, los habitantes de un macrocentro habitacional están destinados a pedalear en bicicletas estáticas, siendo recompensada su fatigosa generación de electricidad con unos créditos virtuales que les permiten alimentarse, consumir pornografía —acción con la que, a su vez, obtienen bonificaciones, entendemos que por su componente alienatorio— y, como hito vital, obtener el preciado pase ante un jurado que valore sus aptitudes artísticas en el mundo del espectáculo y que les permita liberarse de su yugo laboral.

Que las referencias visuales nos lleven a pensar en los programas de máxima audiencia del llamado «formato Idol» —franquicia extendida a nivel universal, con casi setenta países en emisión, desde Estados Unidos a Etiopía, e incluso con varios canales compitiendo con el mismo formato en un mismo país, como en España: Operación triunfo de TVE, ¡Tú sí que vales! de Telecinco, El número uno de Antena3, etc.— es tan evidente que, detrás de ello, puede que se esconda un enunciado de lectura más siniestra: el público, formado por los avatares de otros aspirantes, representan fielmente el distante aislamiento de cada miembro de nuestra sociedad, encerrados en confortables y asépticos cubículos con un mundo virtual al alcance de la mano, reforzando el carácter de alienación ya expresado con anterioridad.

La rebeldía contra este estado impuesto es el motor vital del protagonista, Bing (Daniel Kaluuya), quien comienza a desplegar una visión crítica frente a un entorno basado en la agresividad y el desprecio: la gordura está mal vista, siendo relegados los habitantes con sobrepeso a tareas de limpieza, soportando estoicamente y en silencio las humillaciones de aquellos otros miembros productivos; la sexualidad está desprovista de sentimientos, restringiéndose el contacto humano al onanismo virtual; el ocio se basa en el consumo de videojuegos, que recompensan al usuario en la medida de su grado de violencia; etc.

Sin embargo, y como sabiamente enunció Macel Duchamp, «el sistema es capaz de fagocitar incluso aquello que lo ataca». Y es que en Fifteen Million Merits la moraleja se construye por triste oposición, pues el protagonista acaba, como en el pensamiento del fundador del dadaísmo, deglutido por un engranaje que propone la liberación a través de una esclavitud basada en los privilegios. Aquí no existe un juicio sobre el protagonista, sino que la fuerza de la reflexión final se establece sobre la perversidad de un sistema donde los individuos no pueden desarrollar sus afectos de forma normalizada, debiendo para ello recurrir a la clandestinidad. El agotamiento físico y emocional al que se les somete está en proporción directa con el énfasis en su rendición. La comparación del relato con nuestra actualidad fortalece los aspectos siniestros de ambos mundos, pero la imposibilidad de escape de Bing nos permite a nosotros aferrarnos a algo que, de momento, aún nos está permitido: contemplar la Naturaleza y al ser humano sin el tamiz de los píxeles.