The Amazing Spider-Man

Grandes poderes, grandes responsabilidades

En el ya clásico ciclo argumental llamado «La última cacería de Kraven», tras ser enterrado en vida por Sergei Kravinoff, que había asimilado su personalidad arácnida y le había sustituido como Spiderman, Peter Parker encontraba las fuerzas para abrirse camino fuera de la tumba gracias a una idea: que lo que le definía como superhéroe no eran sus poderes, sino su propia personalidad, su sentido de la responsabilidad, su necesidad de ayudar a los demás. Y ésa es la idea principal alrededor de la que Marc Webb, con el apoyo de un guión muy bien equilibrado de James Vanderbilt, Alvin Sargent y Steve Kloves, articula The Amazing Spider-Man (Id., 2012). Se ha comentado mucho que sus diferencias con respecto a la trilogía de Sam Raimi radican en que, en esta ocasión, se ha querido adaptar, más que la versión del personaje del Universo Marvel clásico, la del Universo Ultimate, pero lo que en general se ha obviado es que la mayor parte de las divergencias introducidas en su momento por el equipo formado por Brian Michael Bendis y Mark Bagley eran variaciones respecto al original que no alteraban lo esencial: que lo que siempre ha interesado a los lectores del personaje no es su máscara, ni sus poderes arácnidos, ni siquiera su (impresionante) galería de supervillanos… Lo importante ha sido siempre Peter Parker, y su figura como héroe proletario, al margen de grupos superpoderosos y vengadores endiosados y financiados por el gobierno –o fundaciones de cualquier tipo–.

Vaya por delante un detalle importante: soy un spidermanófilo de pro, y llevo leyendo cómics del personaje desde mi más tierna infancia, ya sean los orígenes a manos de Stan Lee y Steve Ditko o las relecturas como la que hizo Todd McFarlane en los 90. Adoro al superhéroe y a lo que representa, y cuando algún autor ha errado al tiro y lo ha llevado por donde no debía –cfr. el propio McFarlane, la «Saga del Clon» o la reciente etapa de J. Michael Straczynski– soy el primero en hacer chirriar los dientes y quejarme abiertamente. Y puedo asegurar que, pese a los que digan los agoreros o aquellos que sólo conocen al personaje por las películas de Raimi y algún episodio de sus adaptaciones animadas –que alguno habrá que, para más inri, será capaz de hablar al respecto como un auténtico experto–, los cambios introducidos por Webb y sus colaboradores para modernizar a Peter Parker, para acercarlo al público más joven, no sólo dejan incólume la columna vertebral de la franquicia, y de su protagonista principal, sino que además consiguen algo que, la verdad, le faltaba a la anterior trilogía: auténtico peso dramático, una cierta gravedad respecto a los hechos traumáticos que marcan su trayectoria. Quizás el mejor ejemplo sea la muerte de su tío Ben: no es sólo que Martin Sheen le dé un peso específico al personaje, una honestidad y un aire de dignidad que no aportaba, pese a sus esfuerzos, Cliff Robertson, sino que además al simplificar la situación –y marcar de forma mucho más evidente su relación causa-efecto, y la irresponsabilidad del comportamiento de Peter–, también la hace mucho más intensa, e infinitamente más triste.

Ésa es, para mí, una de las virtudes que brillan especialmente en The Amazing Spider-Man: su capacidad para quitar la paja del cómic original, de pelar capa tras capa de detalles innecesarios –de ahí que no aparezcan ni J. Jonah Jameson ni la redacción del Daily Bugle, o que el proceso de invención del traje característico se resuma con un divertido guiño a los orígenes de Batman– hasta dejar el espinazo del conflicto que Webb ha intentado esbozar, sin aditivos ni colorantes. Igual que, en su momento, Stan Lee reflejó en el personaje, a través de sus característicos diálogos floridos y coloristas, esa juventud esperanzada y positivista de los Estados Unidos previos al asesinato de Kennedy, el Peter Parker que aborda con espléndida vulnerabilidad Andrew Garfield viene a reflejar a la adolescencia de los tiempos que corren, gente perdida, carente de auténticas referencias morales, y sin perspectivas de futuro, que debe afrontar una realidad traumática, agresiva respecto a los más jóvenes –la de la crisis económica global, pero también la de la decadencia de las instituciones–, y que ansía una figura paternofilial que le proporcione una mínima guía, que le permita heredar una determinada visión del mundo. Tanto Sheen como Rhys Ifans y Denis Leary –atención al detalle, en absoluto baladí, del parecido físico de éste con Campbell Scott, que interpreta al desaparecido padre del superhéroe– acogen al joven Spiderman, e intentan orientarle, pero el sentido de la narración no es la de buscarle un padre sustitutivo, sino llevarle al reconocimiento de su propio camino, a la aceptación de sus defectos, sus errores y sus deberes… ¿Acaso no debería nuestra sociedad hacer un ejercicio de autocrítica similar? ¿No deberíamos buscar nuestro lugar en el mundo más allá de nuestros políticos?

Claro que, viniendo del autor de (500) días juntos –(500) Days of Summer, 2009–, uno de los intereses principales de este film era ver cómo Webb trataba el romance adolescente entre Peter y Gwen Stacy… Y hay que decir que es capaz de crear una magia, una química especial entre Garfield y una Emma Stone asombrosa –¿cuándo se le va a reconocer de una vez la fantástica actriz en que se ha convertido?–, que transmiten con exactitud milimétrica la inseguridad, los arranques de timidez y los galanteos furtivos que caracterizan a esa etapa de la vida romántica del ser humano. Su historia de amor es realista, cercana y cálida, y es casi imposible reprimir una sonrisa al ver cómo la chispa entre ambos crece, se alimenta, y va desarrollándose de forma mucho más sutil y menos verborreica que en la versión de Raimi. Sólo esa sonrisa final de Stone, y todo lo que la misma significa, resume en un gesto simple lo bien que entiende el director la idiosincrasia teenager, con lo bueno y lo malo, lo positivo y lo amargo, que marca de forma tan evidente el comportamiento de los primeros pasos de Peter Parker como superhéroe.