Abraham Lincoln: Cazador de vampiros

América se forjó a hachazos

I

Secuencia temprana de El caballero oscuro (The Dark Knight. Christopher Nolan, 2008). Debate en comisaría sobre la identidad secreta de Batman. «Nuestra lista de sospechosos es alentadora», bromea uno de los presentes. Y dirige nuestra mirada hacia tres fotografías: Elvis Presley, el Bigfoot, Abraham Lincoln.

Más allá de su función informativa (Bruce Wayne sigue a salvo), el gag pone de manifiesto la ambición de Chris Nolan. Reverdecer el imaginario del hombre murciélago. El carisma de una estrella del rock, el poder de la sugestión, el aura moral del decimosexto presidente de los Estados Unidos.

Presidente que, en opinión de un sucesor, Franklin Roosevelt, «fue un hombre triste porque no pudo conseguirlo todo de una vez». Como le sucede a Batman. Nolan equipara a mandatario y superhéroe en tanto abocados ambos a coyunturas críticas en las que resultan imprescindibles. Y a las que deben sacrificar lo más auténtico de sí mismos.

Visión minoritaria, centrémonos en Lincoln, dada la estatua literal y metafórica en que se ha petrificado al presidente por el bien del orden narrativo, ideológico, de la Historia. Lincoln ha sobrevenido depositario granítico de perezosos lugares comunes en torno a los derechos civiles y la idea sacrosanta de la Unión.

Como reflexiona el propio gobernante en Abraham Lincoln: Cazador de vampiros: «La Historia prefiere la nobleza a la brutalidad, los discursos a los hechos, las leyendas a los hombres».

II

En espera de lo que ofrezca Lincoln (Steven Spielberg, 2012), cabe afirmar que el cine ha contribuido a este reduccionismo.

Hablando de imprimir la leyenda, El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln. John Ford, 1939) aparentó plasmar al presidente en sus años mozos, ajeno a un futuro en la Casa Blanca. Pero, como subrayaba su último plano, la ficción entera moldeó las bondades y habilidades del honesto Abe de cara a un destino manifiesto: «Me sentí como si interpretase a Jesucristo» (Henry Fonda).

En la otra aproximación canónica, clásica, al sujeto, Lincoln en Illinois (Abe Lincoln in Illinois. John Cromwell, 1940), el presidente encarnado por Raymond Massey prefirió hacer gala sin disimulos de su vertiente mítica. Cada anécdota estaba labrada por la luz y el montaje en mármol.

El joven Lincoln y Lincoln en Illinois continúan emitiéndose en las televisiones norteamericanas cada 12 de febrero, efeméride del nacimiento del presidente.

III

Tras escribir sobre cine porno y de terror, Spider-Man, los gazapos de George W. Bush, a Seth Grahame-Smith, autor de la novela en que se basa Cazador de Vampiros y de su guión, le ha dado por intervenir en artefactos atrapados igualmente en los pedestales erigidos por la alta cultura y la historiografía. Sus  útiles creativos, la basura desprejuiciada del hoy. El resultado, una suerte de goticismo postmoderno con probable fecha de caducidad.

Pero de interés, tanto da si lo adscribimos a Lacan y Derrida o a «un mundo sin orden moral ni cultural [que disfruta] evidenciando los defectos de los originales venerados […] El mito desmitificado» (Vicente Verdú). En Orgullo y prejuicio y zombies, Grahame-Smith devolvió a Jane Austen el bromazo que gastase la escritora británica en su día con La abadía de Northanger. En Sombras tenebrosas (Dark Shadows. Tim Burton, 2012) dialogó con un pionero de lo que practica, Dan Curtis.

IV

En Cazador de Vampiros —la novela—, operó por infiltración. Un supuesto diario secreto de Abraham Lincoln nos descubre la existencia de vampiros en América. Vampiros tan poderosos entre 1607 y 1865 como para ser actores decisivos en la esclavitud, los conflictos entre Estados, la Guerra Civil.

Fiel en el tono a la época retratada, Grahame-Smith describe las cuitas sentimentales y políticas de Lincoln tal y como nos las ha legado la tradición. A la vez, sus batallas hacha en mano contra los chupasangres.

Con ello, el autor no solo compone alegorías y reflexiones sobre el vampirismo y la explotación del hombre por el hombre. Nos fuerza a pensar al mismo nivel el discurso humanista, pragmático, que rige en Occidente desde hace dos siglos con incoherencia creciente, y el discurso primigenio, irreverente, que hemos aprendido a disfrutar en los subterráneos del régimen como vía de escape lúdica y culpable. Cuando constituye el sostén para la credibilidad y la pervivencia del anterior: «La democracia americana no surgió de sueños teóricos ni de leyes escritas. Nació en las selvas vírgenes del país, renovando sus fuerzas cada vez que franqueaba viejas barreras y encontraba otras nuevas» (Frederick Jackson Turner).

El Abraham Lincoln imaginado por Grahame-Smith concilia los rasgos de Tom Doniphon y Ransom Stoddard pasados por el filtro de Edgar Allan Poe, que aparece por cierto en la novela y protagonizó hace pocos meses El enigma del cuervo (The Raven. James McTeigue, 2012).

V

Cazador de Vampiros, la película, opta en cambio por un contraste formal extremo entre las actividades diurnas, apolíneas, oficiales de Lincoln, y sus andanzas nocturnas, dionisiacas, no autorizadas. Las primeras están filmadas con un atildamiento irónico, propio de cualquier drama artesanal aspirante al Oscar. Las segundas abundan en travellings vertiginosos, paisajes románticos, explosiones de fuego y sangre, trenes y caballos desbocados, ballets imposibles de cuerpos y de miembros amputados.

Estrategia del director Timur Bekmambetov menos sutil que la aplicada en su novela por Grahame-Smith. Fiel al espíritu que ya animase Guardianes de la Noche (Nochnoy dozor. 2004) y Wanted (íd. 2008). Películas marcadas asimismo por el recelo hacia la configuración de lo real —«¡Vosotros los luminosos, los amables, que os habéis arrogado el derecho a proteger el mundo de la oscuridad!» (Guardianes de la Noche); «Todo lo que te han contado es mentira» (Wanted)— y su subversión mediante prácticas audiovisuales que imponen a los formulismos narrativos el rapto de los sentidos.

Esta disparidad entre lo que propugnan realismo y fantástico adquiere resonancias aun más profundas en Cazador de vampiros. Escena clave de la película, ausente de la novela: El Abraham niño es testigo mientras escribe su diario de cómo su madre sucumbe a un vampiro. Dos universos se disputan a partir de entonces su mente. El del cuento de hadas, conjurado secretamente por él mismo sobre el papel, que impulsa «una conducta moral no a través de conceptos éticos abstractos, sino de lo tangiblemente correcto y, por tanto, lleno de significado» (Bruno Bettelheim). Y el positivista, que le obliga a transigir, negociar, medrar, relativizar. A «no mirar, no hacer tonterías, no inmiscuirse», como le recomienda su padre.

Abraham Lincoln le demostrará a Abraham Lincoln que no mirar, no hacer tonterías, no inmiscuirse, lleva a la extinción de los valores que se alega defender. Cada vez que en nombre de la paz personal o política, de los compromisos, Abraham se da la espalda a sí mismo, a ese niño sabedor de que los negreros son en efecto vampiros, y que también lo son los posaderos y los drogueros y los herreros que con su pasividad o connivencia perpetúan un sistema injusto, la providencia se cebará en él y los suyos.

Esta idea eclosiona en otro gran fragmento de metraje: Lincoln como estadista medroso en el Despacho Oval, incapaz de guarecer bajo sus alas al pequeño Willie, menos su hijo que el recuerdo del guerrero que fuese él antaño. A la postre, un arma de juguete que Willie adoraba será tan determinante como todo un ejército para combatir la amenaza que se cierne sobre la Unión.

Los mandobles de Lincoln devienen trazos de su escritura diarística. Una copa derramada por el líder de los vampiros, Adam, define el cruento escenario de Gettysburg en un mapa. Sangre humana delinea en los créditos finales la silueta de los actuales Estados Unidos. Timur Bekmambetov deja claro que empuñar las armas para combatir a los vampiros continúa siendo tan obligado en 2012 como lo fuese en 1818. Porque si la letra ha dejado de estar permeada por la sangre, no cala en el ánimo ni aporta nada de valor auténtico. Los vampiros quitan y dan la vida.

América se forjó en las calles, nos recordaba otra parábola ambientada en la Guerra de Secesión, Gangs of New York (íd. Martin Scorsese, 2002). Abraham Lincoln llega a similar conclusión. Más aun, proclama con arrojo que, si desea continuar haciendo honor a sí misma, América —nosotros, por qué no— ha de seguir recurriendo a la calle. Entendida no como escenario constreñido por directrices adultas, civilizadas, carentes hace tiempo de verdadero sentido; sino como espacio libre para el juego de las fuerzas de la imaginación. Para la fábula. «El sentido de mi vida mora en los cuentos que me leyeron en la infancia. Mucho más que en la realidad fruto de la experiencia» (Friedrich Schiller).