Corrupción en Miami

Nieve en la costa

Atrapados por la música de lo que parecen percusiones y guitarreos. Playas de blanca arena y agua cristalina, una windsurfista refresca su cabeza en el mar con un quiebro de columna, jais en bikini, jai alai en la pista, galgos y bugas a la carrera, lanchas también, mega-apartamentos en primera línea de costa, la cámara tragando mar, la noche cae sobre la ciudad. Un rótulo ha rezado Miami Vice, una voz en nuestro país ha recitado «Corrupción en  Miami». Actualmente los openings de las series son clones de algo supuestamente muy artístico y muy genial. Hace treinta y pico años se fabricaban a base de fanfarrias icónicas y gente acercándose con una sonrisa a nuestro televisor para que supiéramos como se llamaban. El arranque de Corrupción en Miami (Miami Vice, Anthony Yerkovich, 1984-1990, NBC) nos mostraba un aparente mundo de lujo, recreo y satisfacción, acompañado por esa sintonía trepidante que prometía emociones fuertes. Pero el título de la serie agoraba el lado putrefacto de tanto destello. Sutil en cierto modo, difícilmente más efectivo.

Dice la leyenda que el asunto nació cuando la NBC encargó al guionista y productor Anthony Yerkovich una teleserie que partiera del concepto “polis de la MTV” (la verdad es que en EGB me mandaron redacciones con puntos de partida aún más absurdos). Yerkovich, que venía de escribir en una de las mejores series policíacas de la época, Canción triste de Hill Street (Hill Street Blues, Steven Bochco y Michael Kozoll, 1981-1987, NBC) aprovechó para desarrollar el contexto de la trama sobre un tema que le había llamado recientemente la atención: el empleo por parte de las fuerzas del orden de algunos bienes confiscados a narcotraficantes procesados. Ello le permitiría contar con unos simples agentes de policía que se movían en un mundo de lujo, coches deportivos, yates y ropa de diseño. Sin despreciar todo lo anterior como una de las señas de identidad del proyecto, es difícil no considerar la participación, también en labores de producción, de Michael Mann como el elemento que acabaría dando al asunto su auténtica personalidad y la capacidad de influencia que tendría en otras series y en algunos thrillers cinematográficos coetáneos o posteriores.

Con experiencia anterior como guionista de Starsky y Hutch (Starsky and Hutch, William Blinn, 1975-1979, ABC) y creador de Las Vegas (Vega$, Michael Mann, 1978-1981, ABC), series que por estructura o por ambientación tendrían cierta influencia sobre Corrupción en Miami, Mann entró en el proyecto como productor ejecutivo y showrunner. Su impronta sería evidente. De hecho, podemos afirmar que cada uno de los episodios llevaría la firma de Michael Mann sobre el último plano. El cineasta dio continuidad a una idea de policíaco hiperestilizado y de tono nihilista que ya había trabajado en su debut como realizador para la gran pantalla, Ladrón (Thief, 1981). Contó de hecho con Mel Bourne para trabajar como asesor visual de la serie, en labores similares a las realizadas en el mentado film. Era época de thrillers urbanos marcados por una estética caracterizada por noches de contaminación lumínica, sol abrasador, acción a ritmo de videoclip y música de sintetizadores. Cierta ubicación entre lo onírico y un realismo hiperbolizado que sentaba muy bien a esos relatos nihilistas que destapó en parte Walter Hill con Driver (1978) y continuaron el propio Mann con Hunter (Manhunter, 1986), Paul Schrader con American Gigolo (1980), Brian de Palma con la mayestática El precio del poder (Scarface, 1983) —Tony Montana bien podría haber sido un villano de Corrupción en Miami— o William Friedkin con Vivir y morir en Los Angeles (To Live and Die in L.A., 1985). Esta última incluso se enfrentó a una infructuosa demanda por plagio a cargo de Mann.

Una de las bazas, una de las grandes virtudes de Corrupción en Miami, es su capacidad para dejar una permanente huella visual en el espectador: una lancha rápida cortando el tapiz marítimo, un Ferrari cual depredador merodeando en el asfalto nocturno, el sol quemando las calles de una fantasmagórica zona de lujo que se recreó paradójicamente en la deprimida área de South Beach, la noche y sus luces artificiales…  El trabajo de fotografía de toda la serie es decididamente magistral y sumado a la mítica selección musical legó imágenes iconográficas y de una fuerza brutal, como aquella en que los dos protagonistas van en busca de la violencia a lomos de su falso Daytona bajo los acordes de In the Air Tonight, cuando Phil Collins paría maravillas como ésa o One More Night, antes de volverse un plasta. Los fotogramas casaban especialmente bien con determinados temas musicales, lo más tristes y melancólicos: Wonderful Tonight de Eric Clapton, Brothers in Arms de Dire Straits, I Want To Know What Love Is de Foreigner, el Crockett’s Theme de Jan Hammer —más reivindicable que su archiconocido tema para la cabecera— o el Freefall de su sustituto, Tim Truman.

Pero es especialmente destacable como ese envoltorio enriquecía una de las series más violentas, desencantadas y, como decía anteriormente, nihilistas, que se podían ver en su momento, con permiso de La piovra (Damiano Damiani, 1984, RAI) y sus continuaciones. Los policías de Metro-Dade no parecían creer en el sistema penal y acababan la mayoría de sus casos a golpe de pistola. Aquellos que les rodeaban no acostumbraban a correr mejor suerte que los criminales. Miami parecía una eterna verbena con la trastienda llena de mierda. El trabajo de infiltración conllevaba secuelas morales y de confusión de identidad que constituirían uno de los pilares dramáticos y de cierta, sutil, continuidad en una serie que, como todos los procedural de la época, contaba con episodios autoconclusivos sin que existiera una bien definida línea argumental a mayor escala. Uno de los elementos que más me llamaron la atención durante la primera emisión en España era la forma abrupta en que terminaban muchos de sus episodios, con el caso policial sin posibilidad de resolución o con un repentino coste en vida humana que dejaba al espectador un amargo sabor de boca.

En líneas generales, Corrupción en Miami tenía una estructura típica de «pareja de polis resolviendo casos», explotando el contexto geográfico no tanto por su supuesto exotismo como por la ya mencionada coyuntura de lujo y consiguiente crimen/corrupción que parecen atraer las ciudades de costa que empiezan por «M». El peso específico del reparto lo sostenía un Don Johnson que, con su voz rota y sus pintas de chulo piscinas, daba vida a James “Sonny” Crockett. ¿O quizás era a Sonny Burnett? El conflicto interno del personaje, siempre en el límite de lo legal, lo moral y lo cuerdo fue el motor de algunos de los mejores episodios: El corazón de la oscuridad (Heart of Darkness, 1984) Evan (1985), Venganza (Payback, 1986) o la saga que componen los capítulos La imagen en el espejo (Mirror Image, 1988), Toma de poder hostil (Hostile Takeover, 1988) y Redención sangrienta (Redemption in Blood, 1988), cuando la línea entre las dos personalidades se rompió en un demencial viaje a los infiernos. Veterano de Vietnam, como todos los buenos de la época, Crockett se ajusta al estereotipo de policía duro, divorciado y mujeriego, agarrado de forma perenne a una botella de Jack Daniel’s o sucedáneos. El cigarrillo fue despareciendo paulatinamente. Su divorcio le empuja muy desde el inicio a vivir la vida su alter-ego Burnett, en un velero con un caimán llamado Elvis (puro Nicolas Cage, como los policías con cacatúa o los camioneros con chimpacé). Johnson también sería víctima del éxito del personaje. Limitado pero solvente actor, como demuestran sus trabajos en Tiro mortal (Dead Bang, John Frankenheimer, 1989) o la infame Machete (Robert Rodríguez, 2010), no pudo sacudirse de encima a Crockett y tuvo que refugiarse en la también policíaca y televisiva Nash Bridges (Carlton Cuse, 1996-2001, CBS). La realidad casi copiando a la ficción.

El compañero de Crockett es Ricardo “Rico” Tubbs (Philip Michael Thomas en modo funky-soul), policía de Nueva York que llega a Miami en busca de venganza por la muerte de su hermano en el excelente doble episodio inicial El guardián del hermano (Brother’s Keeper, 1984). A pesar de que la química con su compañero funcionaba a la perfección, Tubbs estuvo siempre a la sombra de Crockett, reservándose muy pocos momentos de cierto peso que casi siempre se relacionaban con su vida sentimental: El regreso de Calderone (Calderone’s Return, 1984) o Hijos y amantes (Sons and Lovers, 1986), quedando su personaje no del todo definido y pareciendo tener menos importancia sus dilemas como agente infiltrado. De ese modo, Tubbs acaba estando algo desprovechado, pese a protagonizar algún capítulo más que notable, como Papeleo (Red Tape, 1987).

En las primeras entregas, la Oficina contra el Crimen Organizado de Metro-Dade estaba comandada por el teniente Lou Rodriguez (Gregory Sierra). Aunque siempre encontré que el teniente Rodriguez tenía un tira y afloja con Crockett que merecía ser más explotado, el personaje fue letalmente sustituido por el también teniente Martin «Marty» Castillo, con el hierático y lunar rostro de Edward James Olmos. «Como un Charles Bronson pasado por La Habana», en acertadas palabras de Tubbs, Castillo es un personaje de cierta influencia trevaniana. Antiguo agente de la DEA en el sudeste asiático, se convirtió en uno de los personajes más carismáticos de la televisión. Olmos logró hacer de lo impasible un arte, con geniales y muy sutiles toques que humanizaban su rol. Al éxito del personaje ayudó también ese misticismo oriental y dominio marcial explotados en El triángulo dorado (Golden Triangle, 1985) o La derrota del guerrero (Bushido, 1986), además de algún buen relato donde ganaba protagonismo, como Borrasca (1988).

El resto de la unidad policial, y del reparto, lo conformaban las muy vistosas Gina Calabrese (Saundra Santiago) y Trudy Joplin (Olivia Brown) —que protagonizaban fantasías domésticas y catódicas junto a Morgan Fairchild y Ana Alicia— además de Stanley «Stan» Switek (Michael Talbott) y Lawrence «Larry» Zito, contrapunto cómico que se evidencia en sus mismos apodos. Relegados prácticamente a la figuración, gozaron de esporádica importancia dramática. Calabrese en concreto vive también en sus carnes las durezas del trabajo de infiltración en Quien poco da, poco recibe (Give A Little, Take A Little, 1984) y Sangre y rosas (Blood And Roses, 1988). Mientras Trudy llevó el peso de algún episodio poco destacable, Switek y Zito tuvieron su momento de gloria en el sobresaliente y trágico Cuenta atrás (Down For The Count, 1987). Pulularon por allí otros personajes secundarios recurrentes. Los confidentes «Izzy» Moreno (Martin Ferrero) y «Noogman» Lamont (Charlie Barnett) añadían más leña cómica, aunque a mí sólo me hacía gracia el marielito «Izzy». Caroline Crockett (Belinda Montgomery) y Caitlin Davies (Sheena Easton) fueron las sucesivas esposas de Crockett, mientras que la policía de NY Valerie Gordon (Pam Grier) vivía una guadianesca y complicada relación con Tubbs. También hubo archivillanos que volvieron al lugar del crimen: Esteban Calderone (Miguel Piñero), Frank Mosca (Stanley Tucci) o Al Lombard (Dennis Farina), que protagonizaría el memorable Mundo de problemas (World Of Trouble, 1989).

A lo largo de sus cinco temporadas, Corrupción en Miami ofreció auténticas joyas de ficción policíaca. Algunas se han mencionado más arriba, otras son La ley del contrabandista (Smuggler’s Blues, 1985) y El hijo pródigo (The Prodigal Son, 1985) —cuyas tramas en combinación servían de base para la obra maestra que supuso la adaptación cinematográfica que Mann firmó en 2006— además de En el cementerio de coches (Out Where The Buses Don’t Run, 1985), El horno holandés (The Dutch Oven, 1985), Definitivamente Miami (Definitely Miami, 1986), Golpe Mortal (Killshot, 1986), el pseudo-western de El viejo (ídem, 1986), La calle era su hogar (Streetwise, 1986), El deber y la dignidad (Duty And Honor, 1987), el brutal Los Vikingos motorizados del Infierno (Viking Bikers From Hell, 1987), Desacato (Comptent of Court, 1987), La dama y la muerte (Death and the Lady, 1987) o Líbranos del mal (Deliver Us From Evil, 1988), que contenía un bellísimo plano final, puro nihilismo. Otras entregas dejaban clara la influencia que Corrupción en Miami legó, más allá de series como Los caballeros de Houston (Houston Knights, Michael Butler, 1987-1988) o la evidente continuidad en el trabajo de Mann en sus posteriores thrillers televisivos y cinematográficos. Una sombra en la oscuridad (Shadow In The Dark, 1986) prolonga lo expuesto por Mann en su adaptación de Thomas Harris Hunter, Amor a primera vista (Love at First Sight, 1988) parece un borrador de Melodía de seducción (Sea of Love, Harold Becker, 1989) y La celda interior (The Cell Within, 1989) anticipa de forma muy sospechosa la premisa de Saw (James Wan, 2004).

La serie se prolongó durante toda la segunda mitad de los 80 y llegó a su fin con ciertos síntomas de agotamiento, con algunos giros un tanto desorientados y otros que elevaban su interés de forma magistral, aun rozando lo absurdo. Es el caso del conocido como ciclo Burnett, antecedente claro de ideas propuestas por David Cronenberg en Promesas del Este (Eastern Promises, 2007) o Ed Brubaker y Sean Phillips en el cómic Sleeper (DC/Wildstorm, 2003-2005). El doble episodio final, Caída libre (Freefall, 1989), cierra la serie con un clímax que remite al mejor heroic-bloodshed y con un broche en forma de videoclip recopilatorio acompañado de un réquiem con las notas del Tell Me de Terry Kath, que ya cerrara una joya del nihilismo como La piel en el asfalto (Electra Glide in Blue, James William Guercio, 1973).