Edward Hopper en el Thyssen

La mirada inquietante

No se me ocurre una mejor aproximación a la obra de Edward Hopper que la capacidad de su mirada para extrañar lo ordinario y desnudar las apariencias. La tradición crítica incide en tópicos tan ciertos como la soledad de sus personajes, sus atmósferas tristes y melancólicas, la geometría de sus composiciones o los juegos de claroscuros que le permiten recrear una luz fría y desoladora. Menos habitual es dirigir el foco hacia la sutil irrealidad de sus escenas. Porque en ellas reconocemos todo lo que vemos, pero nada es como parece ser. Sus temas y motivos son físicos —personas, marinas, paisajes rurales, edificios de oficinas, habitaciones de casas y hoteles, bares y clubes nocturnos— pero su mirada nos devuelve una imagen metafísica. Hay algo que no encaja, y ese algo inquieta, es desasosegante y a veces asusta. Si algo olía a podrido en la Dinamarca de Hamlet, algo perturba la aparente normalidad de la América de Hopper.

Hay muchos y variados ejemplos de esta sensación en la espléndida retrospectiva que el Museo Thyssen-Bornemisza dedica al pintor norteamericano hasta el próximo 16 de septiembre. La muestra, muy ambiciosa, reúne más de 70 obras que cubren la totalidad de su carrera artística, desde sus años de formación en EE.UU. y Europa (1900-1924)  hasta su etapa de madurez (1925-1967), consagrado ya como un pintor reconocido y cotizado. La exposición tiene el gran acierto de enfrentar obras de Hopper con una selección de trabajos de sus mentores y de otros artistas inspiradores. Contemplar los lienzos de Winslow Homer, Robert Henri, John Sloan, Edgar Degas o Walter Sickert ayuda a esclarecer las raíces del estilo, la técnica y los motivos hopperianos. El gusto por la pincelada sobria y empastada, los colores puros, las fuentes de luz directa, las composiciones equilibradas y la recreación de escenas interiores bebe de la obra de estos autores. Es también notoria y está documentada la influencia del lenguaje cinematográfico, sobre todo a partir de los años veinte y treinta. Hopper, gran amante del séptimo arte, traslada a sus lienzos, grabados y acuarelas una serie de recursos típicamente fílmicos como son los encuadres horizontales, los planos medios (aplicados fundamentalmente a personas) o el fuera de campo (sus personajes a menudo miran algo o a alguien que no vemos).

Lo que distingue a Hopper de sus referentes, lo que convierte su trabajo en un fruto auténtico y no en un injerto, es el extrañamiento de su mirada, esa capacidad ya mencionada de trascender el mundo físico y envolverlo en un estado de ánimo inquietante. ¿Cómo lo hace? ¿Qué medios emplea para conseguirlo? ¿Es solo un efecto causado por la aplicación de la luz y colores de tonalidades frías? Si así fuera, cualquiera podría imitarlo. En la conformación de la mirada de Hopper hay una parte técnica, indudablemente. Pero si su obra trasciende, impacta y remueve es porque sus ojos son guiados por un excepcional conocimiento de lo que ocultan las apariencias. Hopper sabe que en el interior de una casa solitaria ocurren crímenes. Hopper sabe que los matrimonios burgueses que navegan en suntuosos veleros aceptan la infidelidad como parte del juego. Hopper sabe que la ciudad es una jungla de asfalto y sus habitantes, animales errabundos y enfermos de soledad. Hopper sabe que un hotel es un cruce de caminos sin destino, que un bar es un varadero de melancólicos y que en el seno de la vida campestre late la violencia más brutal. Hopper conoce la podredumbre del mundo y con ella mancha su pátina de normalidad. Parafraseando a Oscar Wilde, su mirada contempla las cosas como son pero las enseña como parecen ser.   

Creo que es esta venenosa intuición es la que acerca su obra al cine de algunos directores fundamentales del siglo XX, y no la simple recreación de paisajes urbanos o escenas rurales con mayor o menor fidelidad a su concepto estético. Las parejas de Hopper y los amantes de Douglas Sirk sufren la soledad y la incomprensión en medio del mismo silencio atronador. David Lynch encuentra orejas mutiladas en los mismos barrios residenciales que Hopper retrató como cementerios de ilusiones. Terrence Malick filma la naturaleza con el mismo tono lírico y a la vez amenazante que emplea Hopper en sus escenas rurales. James Stewart se asoma a La ventana indiscreta (1954) con el mismo rostro de desesperación y pérdida que la mujer de Mañana en la ciudad (1944). La casa de Psicosis (1961) es la Casa junto a la vía del tren (1925). El cine negro de Huston y Hawks contempla la ciudad con los ojos de Hopper: como un monstruo de hierro y cristal que exhala su aliento a través de chimeneas y alcantarillas. Pero acaso sea John Ford quien mejor supo convertir en cine la mirada inquietante de Hopper. Respira en sus desiertos y praderas solitarias, conmueve en la figura de un Ethan Edwards que regresa solo para quedarse fuera del hogar.