Matones con causa
Pese a que la exitosa recepción crítica y comercial de la trilogía consagrada a las peripecias around the world de Jason Bourne hacía más que previsible una artimaña como la que ha terminado dando lugar a El legado de Bourne (The Bourne Legacy. Tony Gilroy, 2012), uno considera que no ha pasado el tiempo suficiente para poder valorar adecuadamente la verdadera relevancia fílmica —y derivado de ello, la pertinencia de continuar explorando este universo ficcional— del conjunto de películas protagonizadas por Matt Damon, que por cierto todo el mundo parece empeñado en ver como una unidad cuando lo cierto es que presentan entre ellas considerables divergencias en aspectos tan poco importantes a priori como sus respectivos realizadores, puesta en escena o interés propiamente dicho. Pero claro, mis tiempos —ingenuo de mí— no son los de las grandes corporaciones del entretenimiento masivo, así que tampoco es de extrañar que apenas transcurridos cinco años del chapuzón forzoso de David Webb en las frías aguas del río Hudson nos llegue un nuevo agente —como el que cambia un cromo por otro— de idéntica musculatura poderosa pero encarnado en esta ocasión por el (pen)último chico de moda en Hollywood, Jeremy Renner.
El encargado de tender puentes es el guionista y director ocasional Tony Gilroy, que además de haberse ocupado del texto en las entregas de Bourne precedentes se estrenó como realizador con el prestigioso thriller político Michael Clayton (íd, 2007), así que galones para llevar a buen puerto el encargo no le faltan. Toda vez que la continuidad de concepto parece asegurada, la gran incógnita es si a la hora de mover la cámara Gilroy habrá optado por la alternativa Liman, la alternativa Greengrass o por una vía equidistante entre ambas o directamente divergente. Antes de despejar esta incógnita unas líneas más abajo, no está de más reincidir en algo apuntado en el párrafo anterior y que considero capital: los tres filmes anteriores de la serie presentan diferencias acusadas entre sí, apoyadas fundamentalmente en la impronta de sus respectivos directores y, en un sentido más amplio, el tipo de historia que se pretende contar. Por tanto, pese a que la conspiranoia tiene su papel en el entramado temático de El caso Bourne (The Bourne Identity. Doug Liman, 2002) esta no destaca lo suficiente como para convertirse en leit motiv de la propuesta, quedándose en un mero complemento de prestigio para una más bien convencional historia de autodescubrimiento itinerante, con entrañable love-story incluida.
Lejos de la gran película que por completismo mal entendido algunos se empeñan en considerar, El caso Bourne es un entretenimiento simpático e intrascendente, que se beneficia del buen hacer de sus intérpretes, la empatía que experimenta el espectador medio hacia un pobre muchacho al que todo el mundo parece empeñado en liquidar sin miramientos y que, en este contexto agónico, no puede evitar enamorarse a la carrera de la primera persona que le presta ayuda —la encantadora Marie Kreutz (Franka Potente)—, y la solvencia de sus secuencias de acción, rodadas con eficacia y claridad expositiva. Toda vez que los resultados en taquilla fueron más bien discretos, para El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) sus productores apostaron por un giro de timón —desconoce uno si por decisión propia o siguiendo las directrices de las novelas originales de Robert Ludlum— dando como resultado uno de los mejores thriller de acción, sin exagerar, de la década pasada. El fichaje de Paul Greengrass, cineasta fogueado en el cine de militancia política —Domingo sangriento (Bloody Sunday, 2002)— se rebeló a este respecto de lo más acertado, pues siguiendo las líneas maestras del guión de Tony Gilroy que ahora sí concedía la debida importancia al trasfondo del programa Treadstone y los mangoneos de la C.I.A. en Europa, logró insuflar con maestría a las imágenes una mezcla de realismo sucio e urgencia visceral que no puede resultar más congruente con los recovecos de una trama que recupera las esencias del viejo cine de espías, el del antagonismo de bloques a ambos lados del Telón de Acero.
No parece casual que la acción tenga lugar fundamentalmente en Berlín y Moscú, visualizadas como dos urbes sin atributos distintivos —en las antípodas del Paris de postal de su antecesora— más allá del anodino feísmo de su arquitectura de filiación comunista, como tampoco lo es que el vibrante mano a mano entre Ward Abbott (Brian Cox) y Pamela Landy (Joan Allen) remita inequívocamente a las viejas y nuevas formas, respectivamente, de moverse por el tablero de juego mundial. Este interesante trasfondo sirve de modélico marco para la verdadera razón de ser del filme: la vendetta llevada a cabo por un implacable Jason Bourne contra los que cometieron el error de no permitirle desaparecer tranquilo junto a su amada Marie. Con un Matt Damon de rostro endurecido, mucho más creíble como expeditiva máquina de matar, y unas set-pieces absolutamente magistrales —la celebrada persecución automovilística por las calles de la capital moscovita, que encumbró al director de segunda unidad Dan Bradley, es un prodigio cinético de catártica visceralidad puesta al servicio de la historia— El mito de Bourne lograba la difícil carambola de contentar a los diferentes públicos, funcionando espléndidamente a todos sus niveles. Tanto es así que, a la hora de plantearse el cierre de la trilogía, los productores optaron por repetir la formula, dando lugar a una derivación acrítica de su precedente, que brilla especialmente en su adrenalítica sucesión de tiroteos y destrozos pero, lamentablemente, resulta mucho más liviana en el apartado conceptual de lo deseable.
Al final de la escapada
Pese a la sensación de fin de ciclo que trasmitían las imágenes de El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum. Paul Greengrass, 2007), el polémico último plano de la película —parece que siempre resulta más maduro cargarse al protagonista que darle la posibilidad de reinventar su vida— dejaba abierta la puerta a futuras aventuras, posibilidad que se fue enfriando con las sucesivas negativas de Paul Greengrass y Matt Damon a volver a las andadas. Que en esta tesitura estemos hablando hoy de El legado de Bourne (The Bourne Legacy. Tony Gilroy, 2012) resulta una paradójica mezcla de oportunismo mercantilista y acto de fe, sin que uno tenga muy claro hacia que lado decantarse una vez visto —y disfrutado— el filme. Si bien el consabido recurso al spin-off/expansión resulta de lo más facilón en sí mismo considerado, lo cierto es que el producto resultante tiene mucho menos que ver de lo previsto con el original que le otorga sentido, más allá de la narración en paralelo de los sucesos previamente acontecidos en El ultimátum de Bourne, que son los que desencadenan la operación de limpieza gubernamental que constituye el punto de partida de la trama.
Como vimos más arriba la decisión de ceder las riendas del proyecto a Tony Gilroy parecía la opción más lógica, y la buena noticia es que, aparte de lógica, resulta exitosa. Marcando distancias con la puesta en escena de Greengrass, su labor tras la cámara se acerca más —con los lógicos matices— a la impronta de Liman, optando por una óptica más funcional que potencia las virtudes de un sólido guión que se toma su tiempo, mucho tiempo de metraje, para presentarnos tanto a Aaron Cross (Jeremy Renner) como la tela de araña que los responsables del Departamento de Defensa —con Eric Byer (Edward Norton) y Mark Turso (Stacy Keach) a la cabeza— van tejiendo alrededor suyo. De esta manera, la supervivencia del protagonista en un entorno tan hostil como es la alta montaña canadiense, filmada por cierto con gran elegancia y sentido del paisaje, permite que aflore desde un principio su faceta más humana, pese a su condición de asesino al servicio del gobierno. Y no se trata de establecer comparaciones entre cual de los dos intérpretes es mejor, como uno está leyendo bastante estos días y no termina de encontrarle sentido; sin entrar en estériles polémicas, Matt Damon y Jeremy Renner son dos actores igualmente solventes, y sus Jason Bourne y Aaron Cross respectivos presentan particulares psicológicas que les hacen ser, en el fondo y en la forma, sumamente diferentes. El gran acierto a este respecto es no haber sucumbido a la opción más fácil —la mera emulación— optando al contrario por construir un personaje, y derivado de ello una ficción, con entidad propia.
Así, pese a que la principal motivación de Cross sea igualmente sobrevivir a la implacable cacería decretada por sus superiores, este está al tanto en todo momento de lo que sucede, incluida su necesidad de consumir unas pastillas azules (sic) que le permiten mantener en niveles estables un C.I. bioquímicamente modificado. Un interesante apunte, con no pocas lecturas soterradas a cual menos amable con los modos imperantes en la administración U.S.A., que permite introducir en el relato de manera elegante a la Dr. Marta Shearing (Rachel Weisz), victima propiciatoria, al igual que su providencial salvador, de los entresijos clasificados del programa Outcome —la enésima variación Treadstone/Blackfriar—. Y es que esta es posiblemente la entrega más político-crítica de la serie, en el sentido de ser la que se toma más en serio el profundizar en el código de conducta de esos salvapatrias que se conceden a sí mismos la potestad de infligir las leyes para protegernos, se supone, de nosotros mismos. El sumo cuidado con que son expuestos los detalles técnicos del complot, sin excluir sus ramificaciones fanta-científicas, apela a un espectador despierto que sepa apreciar las diversas capas de un guión bien armado disculpando el ritmo en ocasiones moroso, los cuidados diálogos vertidos por un excelente plantel de intérpretes de carácter en detrimento del ruido y la furia.
Y es que si algo llama la atención de El legado de Bourne es el menor peso de las espectaculares secuencias de acción marca de la casa, principal motivo del éxito masivo, a que engañarse, de las dirigidas por Greengrass. De hecho, cuando los caminos de ambos protagonistas se encuentran, ya muy avanzado el metraje, tan sólo se han producido algunas escaramuzas aisladas y un tiroteo en un laboratorio de máxima seguridad que, por su excepcional dramatismo y verosimilitud, es desde ya uno de los momentos cinematográficos del año. A partir de aquí, un non-stop incesante que lleva a la pareja de Estados Unidos a Filipinas, con el broche final de la inevitable persecución por las calles de la congestionada Manila, oportunidad para el lucimiento de un Dan Bradley que regresa a la serie que le hizo mundialmente conocido tras su paso por las Bond movies —Quantum of Solace (íd. Marc Forster, 2008)—. Desafortunadamente, el tándem Gilroy-Bradley no termina de acoplarse, y la frenética sucesión de carreras y colisiones deviene lo más impostado de un título con la suficiente entidad propia como para no necesitar de estas concesiones a los seguidores a ultranza de la trilogía Bourne, para los que, en todo caso, me imagino que sabrá a poco. He aquí el quid de la cuestión: El legado de Bourne se ha vendido como algo que no es, y pese a ser bastante mejor de lo que cabía esperar, mucho me temo que no es lo que el gran público esperaba ver. De este trabalenguas no previsto debería derivarse un definitivo descanso del guerrero al final de la escapada, quizá en alguna paradisíaca isla del litoral asiático, pero como casi siempre la taquilla se guarda seguro un as en la manga. ¿Tendremos o no tendremos más Aaron Cross?