Recuerdo de Chris Marker (1921-2012)

La séptima muerte de un gato

Ha muerto Chris Marker y, como le sucedía al Daney cronista de la muerte de Buñuel, me dan ganas de partir de un número: 1921, el año de El dorado, de El chico, de Las tres luces o Páginas arrancadas del libro de Satán. Hay un no sé qué de premonitorio en esa fecha. La de su nacimiento, que —¿por qué cederle tanto poder a la casualidad?— coincide con el del Consejo de los Tres de Vertov, cineasta bajo cuyo signo, como también en el caso de Godard, evidentemente (los tres conciben el cine en sí mismo como una práctica militante), le situamos. Como ellos, Marker desarrolló lo que Bazin, en su sempiterno artículo sobre Lettre de Sibérie, denominó, con gran fortuna histórico-crítica, cine ensayístico. Un género cinematográfico difícilmente entendible sin películas como Les statues meurent aussi, Le Fond de l’air est rouge, Sans soleil o Une tournée d’Andrei Arsenevitch, títulos que rápidamente se agolpan en mi memoria, pero que podían intercambiarse perfectamente por muchos otros, y que casi, casi diríamos que es un género que le pertenece. Por eso, su nacimiento, tengo esa impresión, no se trata de coincidencia alguna sino de una obra del destino.

En otra época, Marker, viajero inagotable, jamás turista, hubiese podido ser —mitad aventurero, mitad literato—, un Burton o un Chardin, podría haber explorado los confines desconocidos de un planeta que entonces era todo menos pequeño. En plena era cinematográfica, en cambio —ahora resulta evidente—, su suerte estaba echada. Durante el más de medio siglo comprendido entre Olympia 52 y Chats perchés, Marker se ha dedicado tenazmente a filmar su alrededor: Siberia; un kibutz; la revolución castrista; los franceses; los gatos; numerosas vistas del Japón; a Kumiko; las huelgas y los movimientos estudiantiles; a Allende, dialogando con Régis Débray; las calles de un París asolado por la Tercera Guerra Mundial; a Yves Montand, cantando y sin cantar; los rodajes de Ran y Sacrificio, el Berlín inmediatamente posterior a la caída del muro; a Guillame-en-Egypte, su alter ego… Haciendo bueno eso de que el suyo tiene algo de “arte de coleccionista, un arte de catálogo, de inventario”. ¿Un documentalista? Tengo mis dudas… Sería muy poco decir de él. Un filmeur, seguro. Un cineasta sin escuela pero con más de cien mil hijos cinematográficos, con un estilo propio tan personal como tantas veces tratado de imitar (con mayor o menor fortuna, desde luego), con una obra decisiva desde el punto de vista desde el que se quiera contemplar. Sobre esta obra, reconocidos de inmediato su talento y su novedad, se ha tenido todo el tiempo del mundo para decirlo todo. Algo que seguro no intimidará a futuros exégetas: ¡harán bien! Mi intención hoy, desde luego, no va por ahí. ¿Qué es lo que muere con Marker? ¿Qué será del cine cuando desaparezcan, no sé, los Godard, Resnais, Oliveira, Rivette…? Hace apenas unos días, leía en el último número de Lumière una frase de Serge Bozon que, el día mismo de la muerte de Marker, ha regresado de repente a mi cabeza: «No hay un nuevo Tourneur, un nuevo Matarazzo, un nuevo Raoul Walsh, un nuevo Allan Dwan». No los hay; no los habrá. Pues bien, tampoco un nuevo Marker, aunque con el viejo nos baste. Sus imágenes serán, como el propio título de su película, los recuerdos de un porvenir… Ahora somos nosotros los responsables de ellas.