Los tres chiflados

Bienaventurados sean los idiotas

Con el estreno de Dos tontos muy tontos (Dumb & Dumber, 1994), los hermanos Peter y Robert Farrelly inauguraban una línea propia en la comedia norteamericana de los años ‘90, donde el evidente influjo del gross-out —con su provocativa llamada a dinamitar el orden social a través del ataque sistemático a los parámetros del buen gusto— y de la comedia romántica tradicional se conjugaban para dar lugar a una corrosiva mirada sobre la resaca del sueño americano. Pero no podemos terminar de entender sus películas si no atendemos a la influencia decisiva del slapstick clásico, con su sentido del humor cimentado en el gag físico, donde predomina una concepción de la violencia suavizada por la ausencia de detalles sanguinolentos y  por unas relaciones causa-efecto más bien cartoonescas: un martillazo en el cráneo provocaba antes un inocente desmayo o un vistoso chichón que un traumatismo craneoencefálico. Recogiendo el testigo, cineastas como Todd Phillips o los propios Farrelly dan un paso más allá a la hora de plasmar las consecuencias de los castigos corporales a los que son sometidos los protagonistas de sus películas, cuyos cuerpos terminan por ser el testimonio supremo de las huellas que nos deja la experiencia.

Sin embargo, y especialmente en las primeras obras del tándem de cineastas estadounidenses, no tenemos la sensación de que los personajes sean capaces de sacar nada en claro de las muchas enseñanzas que la vida intenta legarles: en Dos tontos muy tontos, Lloyd y Harry entran y salen de la ficción haciendo gala de la misma estulticia; en Vaya par de idiotas (Kingpin, 1996) la simplicidad de mente —y de corazón— es la única vía que posibilita la redención; incluso en la muy posterior Matrimonio compulsivo (The Heartbreak Kid, 2007), acaso su relato más pesimista, el rohmeriano Eddie quedará definitivamente encerrado en un bucle de desengaños amorosos y deseos de consecución imposible. Pese a la mayor sofisticación psicológica de los losers farrellianos a partir de Algo pasa con Mary (Something about Mary, 1998) —y atendiendo a ciertas variaciones estilísticas—, resulta innegable la presencia continuada en su filmografía —aunque sea a través de personajes secundarios— del bobo como arquetipo: figuras antipsicológicas, de una sola pieza, incapaces de aprender a partir de los estímulos de su entorno. Tontos sin un ápice de malicia, de intenciones puras, cuya genética torpeza desmantela los planes del villano de turno, aunque no reciban ninguna recompensa celestial por ello; al contrario, se ven condenados a seguir vagando por este valle de lágrimas, pese a que, en la mezquina sociedad que los acoge, su candidez los haga merecedores casi únicos del Cielo.

Llegados a este punto, no es muy difícil trazar un camino entre los primeros filmes de Peter y Robert Farrelly y la serie Los tres chiflados (The Three Stooges, 1934-1958), uno de los grandes iconos de la cultura televisiva norteamericana. Ya el peculiar y más bien infantil corte de pelo de Jim Carrey en Dos tontos muy tontos remitía claramente al look del Moe interpretado por el comediante Moe Howard. Y tal como les ocurría a Larry, Curly y Moe, Lloyd y Harry son dos hombres sin pasado que siembran el caos allá donde ponen el pie. Así que nada de extraño tiene este homenaje —despejado de cualquier nubarrón nostálgico— a un producto que ha determinado de forma muy decisiva la ética y la estética de la estupidez en el cine de los Farrelly.

Lejos, decíamos, de refugiarse en la mera añoranza de otra forma de hacer comedias, la pareja de directores tiende un puente que comunica los episodios originales con la escatología y la irreverencia tan características en su trayectoria cinematográfica. Y el resultado hace aún más evidente hasta qué punto hablamos de dos universos afines, sólo que los tiempos han cambiado y el alcance del humor también. En los tres episodios que integran el filme —cohesionados por una línea argumental común—-, el tipo de situaciones planteadas bien podría haber sido extraído directamente de la serie, y el trío protagonista conserva intacto su histrionismo —hoy disfrutablemente anacrónico— y sus desternillantes tics —gracias a la impecable capacidad mimética de Will Sasso, Sean Hayes y Chris Diamantopoulos—. Así pues, la cuestión es hacer colisionar algunas particularidades del mundo contemporáneo con la desubicación espacio-temporal de los chiflados, como si fuesen trasuntos del Monsieur Hulot de Jacques Tati. El ejercicio no sólo se muestra sorprendentemente respetuoso con la caligrafía de su fuente, sino que además la reproduce con precisión. Los resultados, basados en la acumulación inacabable de gags, nos dejan un puñado de momentos memorables y a un secundario antológico: la Madre María Mengele, interpretada por un desatado Larry David. Con veinte años de carrera a las espaldas, los Farrelly recuperan el espíritu genesíaco que impulsó su obra para revelar, con transparente autoconsciencia, su particular Historia del Cine, a la vez que exprimen a un ritmo vertiginoso las posibilidades del slapstick como subgénero atemporal.