Recuerdo de Tony Scott (1944-2012)

Se ha muerto Tony Scott y los demás seguimos vivos. Imagino un satélite y luego la imagen de ese satélite, atravesando el mundo, lanzándose hacia España, Madrid, mi casa, por la ventana entreabierta de un verano que no acaba y de un cierre que no cierra. El menda en la cama. Solo, como viene siendo costumbre. Sobre el ordenador roto (desde el viernes) un móvil y unas gafas. Pitidos, 8 y 6, tengo que haberme equivocado, un mensaje en pantalla, Raúl Álvarez (con el que discutía hace unos días si era peor Superdetective en Hollywood 2 —1987— o Un buen año —2006), Tony Scott ha muerto, comienza la música, ¿Quién carajo es Tony Scott?, Tony Scott, pitidos, 8 y 8, tengo que estar dormido, dicen que se ha suicidado. Soy Denzel Washington y me levanto, tengo que ir al entierro o es el día de mi jubilación, me afeito y anudo mi corbata, soy negro y tengo cosas que hacer. Escribo en twitter: «Tony Scott es la línea que separa a los cinéfilos de raza de los que se metieron a cinéfilos solo para intentar ligar». Me quedo más tranquilo, hoy tengo que detener un tren que pasa sobre mi cabeza, un crimen futuro que pasó en el pasado, salvar a una niña que está muerta, desactivar una bomba, reivindicar a un cineasta que nos enseñó que el cine comercial puede tener tanta personalidad como el que no ve ni los familiares de los que no miran más que su ombligo. En el ombligo de Tony está Tom Cruise pilotando un coche como si fuera un avión, Quentin Tarantino tomando apuntes descojonado y Denzel Washington mirándose al espejo y anudándose la corbata. Como el monje aquel de la canción de Los Enemigos que en septiembre ya no iba a estar. Hoy es agosto todavía y Tony Scott se ha tirado por un puente. Por lo visto, no dudó ni un segundo. Con 68 años se encaramó a una valla de 2 metros como si estuviera en la olimpiada y saltó decidido. Como siempre y para siempre. Hoy leeremos muchas tonterías. Pero esto que viene abajo lo escribí en serio.

El ‘thriller’ del siglo XXII por un director del siglo XXIII

«Quiero que me entierren con un Bollycao, después de ver El último Boy Scout«
Tote King

Elogio de la autoría

Poco o nada nos queda por decir sobre la diferenciación clasista entre autores y artesanos. Poco o nada que no se haya dicho, insinuado,afirmado categóricamente o dado en apuntes. Poco —o nada— podremos añadir ante claustros, iluminados, docentes, bárbaros, apocalípticos e integrados a las masas de la cultura. A mí lo de autores no me parece mal, al contrario, me parece bien. Luego lo de artesanos me suena como si dijéramos que Henry Koster era un gran obrero del celuloide, Gordon Douglas todo un jornalero de la puesta en escena o Philippe de Brocca,un proletario de los géneros. Hay que defender la autoría, coñe, pero hay que defenderla en todos.

Por eso uno no se acaba de acostumbrar al doble rasero de ciertos críticos —en este caso, la mayoría— cuando exaltan la autoría como concepto pero desprecian a los autores como realidad. Y no se trata deque te gusten unos autores u otros —sin ir más lejos, yo detesto cordialmente a Almodóvar, Von Trier, Sokurov o Wes Anderson, pero en ningún momento sería capaz de negarles su personalidad, su visión del cine y/o su estética del arte— sino de que tomes como negativo o censurable las características únicas que definen la singularidad, la pertinencia y, al fin y al cabo, la autoría del director. Por eso nunca he llegado a entender que se desprecie la obra de Michael Bay, Joel Schumacher o Tony Scott precisamente por las características que los elevan por encima de otros directores más cobardes o convencionales. Quizá también tenga algo que ver con la adscripción de los tres al cine de género; una condena como otra cualquiera en el paraíso de la desinformación, el lugar común y los prejuicios.

No voy a defender a ninguno de estos tres directores porque, ni tengo el título de abogado, ni estoy en tratos con el diablo, ni me gusta demasiado el catenaccio. Lo que me gustaría que constara en acta —¿no veis? Ya me lo he creído— es su personalidad inquieta y su utilización de recursos como fin —es decir, el final del camino es el medio que utilizas para llegar—. En ese sentido, Tony Scott me recuerda a los grandes creadores de artefactos peligrosos, a los directores que basaban sus obras en el envoltorio que las envolvía, a los que ponían a la técnica a la misma altura de la filosofía; como el Kubrick ido de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), el Hitchcok chulito de Naúfragos (Lifeboat, 1944) o La soga (Rope, 1948), el Mankiewicz hijoputa de La huella (Sleuth, 1972) o el Delmer Daves sin freno de Senda tenebrosa (Dark Passage, 1947). No es que utilice la estética del videoclip con un sentido fílmico, como el Aronofsky de Réquiem por un sueño (Requiem for a Dream, 2000) o el Gondry de La ciencia del sueño (La sciencie des rêves, 2006), sino como el único sentido fílmico, como Gus Van Sant en su mejor película y palma de oro en Cannes, Elephant (2003).

Por eso, es tontería intentar rebatir la falta de argumentos o los argumentos basados en lugares comunes y status establecidos. En tonterías. Pienso que es mejor debatir sobre el poder de la terminología, sobre la limitación de los diccionarios y sobre el uso indiscriminado de eufemismos, tabúes y primeras acepciones. Tony Scott (y Michael Bay y Joel Schumacher) es (son) víctima(s) de la pereza, damnificado(s) por la comodidad, ninguneado(s) por la desidia de un colectivo al que hacemos vulgar y en el que también nos incluimos.

Pensando en thriller

El thriller es un género que estremece, es cine que sobrecoge y con superfección estructural delimita sabiamente lo verosímil de lo improbable y lo esencial de lo accesorio. En un thriller, más que en una comedia, un drama o una fucking-obra-maestra del aprendiz de turno, todo encaja con el placer que la precisión da al trabajo concienzudo. Por eso, en estos tiempos de redes sociales con gente que no se ha olido, crisis aparentes de valores incluso económicos, relaciones a la deriva por el miedo al compromiso que anhelamos, antisistemas con móviles de último sistema, derechistas con menos dinero que el que se está duchando, modelos que escriben, escritores que modelan, Melendi cantándole a Extremoduro, un negro que no es ni negro como primer presidente negro de los EEUU, y otras clases de inseguridades, particulares o no, manifiestas sin que nadie tenga tiempo de manifestarlas, es grato encontrarse con algo en lo que creer. Los curas ya tienen sus versículos y muchos son tan reales como las películas de los directores del thriller. Me parece muy bien para el siglo XXI. Es más, me parece coconut, que dirían en el XX.

Esto es, James Gray y su Shakespeare persiguiendo a su Hamlet bajo la lluvia. Michael Mann filmando los peligros de la noche y el día con una forma —y fondo— extraordinariamente nuevo. The Wire (David Simon y Ed Burns, 2002-07) y The Shields Stories (Mina Shum, 2004-), acaparando premios televisivos y todas las citas de los críticos sin citas. Spielberg volviendo a reinventar un género sólo con su contacto. James Wan tomando el testigo de un Christopher Nolan que ya parece haberse convertido en el nuevo Fincher. Paul Greengrass atomizando la imagen y llevando las técnicas del verité al lugar donde la mentira es el motor. Todos son signos marcados de su tiempo, de un cine que bascula con inteligencia entre los beneficios de taquilla y los parabienes de la crítica y la posteridad. Un cine que fundamenta su razón de ser en los adelantos técnicos, en la osadía —justa— para alcanzar —sólo— segundas lecturas y en cierta ligazón ideológica con un cine de los años setenta, que también conquistaron el bolsillo y el corazón de sus coetáneos. La operación realizada por Stephen Gaghan en su ópera prima Syriana (2005) es manifiesta pero no es la única dentro de un panorama donde directores olvidados, en mayor o menor medida, como Pakula, Yates, Friedkin, Frankenheimer, Lumet o Sargent (curiosamente el nuevo proyecto de Tony Scott es el remake de Pelham 1,2,3, 1974). Son referentes claros y, a veces, obvios.

Tony Scott, al ser hijo de su tiempo, es nieto de su espacio. Por eso está un poco fuera de tendencias, ya que siempre ha hecho lo que él ha considerado oportuno sin afiliarse a modas ni moldearse por las fobias ajenas. Su espacio en todo este nuevo movimiento es tan difuso que casi nadie lo nombra y eso que tanto El fuego de la venganza (Man on Fire, 2004) como Déjà vu (2006) son obras fundamentales para entender el thriller de nuestro tiempo. Su fisonomía, su filosofía, sus sofismas y sus abismos, sus estructuras internas y externas, su capacidad y su superficie, su sentido y su dirección. Nada es lo mismo aunque nadie lo nombre, nada es como antes desde que trascendió de la cacareada estética del videoclip a la ética —razón pura— del videoclip. Un camino brillante, quizá demasiado, que nunca hay que olvidar al llegar a casa. Tony Scott, no hay camino. Se hace camino.

Repasar los logros en la carrera del hermano de Ridley consiste simplemente en seguir la cronología de manera fiel y continua. Pero eso, quizá es demasiado en un artículo que pretende glosar los méritos y apuntar la necesidad de reconocimiento de Tony Scott dentro del thriller innovador y prestigioso del siglo XXI. Bastarán algunos apuntes sobre sus contribuciones pasadas:

1. El clasicismo moderno de Revenge (1990) sigue siendo un referente dentro de su género. La manera de afrontar una historia actual como si fuera una tragedia griega —o de Dalton Trumbo— acerca a Scott a un lugar que se le niega por sistema. El noir renovado, perplejo y kamikaze, epidérmico, con ecos de Chandler sin Wilder, de Cain —James L.— sin Abel y de Scott sin Ridley, representa el reverso de su tiempo de los cacareados —y hoy un poco olvidados— ejercicios dirigidos por John Dahl o interpretados por Linda Fiorentino. Éstos, como si se tratara de Garci o Almodóvar, tanto monta, monta tanto, acudían sin ningún tipo de rubor a coordenadas más propias de la cinefilia desatada y enfermiza que a los métodos propios al cinematógrafo. Tony Scott se la jugó sin concesiones y sin condescendencia hacia sus personajes y el fracaso económico fue tremendo. El tiempo ha convertido en obra de culto lo que sólo pretendía ser una puesta al día de una manera de narrar o al contrario. Pero sí abrió un camino que luego seguirían directores tan prestigiosos como Volker Schlöndorff o Brian de Palma, sin tanta fortuna.

2. Igual que El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonathann Demme, 1991), o Seven (Se7en, David Fincher, 1995) representan una tétrica mirada a los procesos del género emparentándolo directamente con variables más cercanas al cine de terror, Amor a quemarropa (True Romance, 1993) significa la mezcla no paródica con ciertos parámetros de la comedia más salvajemente disfuncional del american way of life. Su importancia es casi fundacional y su atrevimiento nunca ha sido justipreciado en una de las películas más infravaloradas de la década de los 90. Dentro del género tarantiniano, Tony Scott también es pionero al adaptar uno de sus primeros guiones llevándolo a su terreno, pero sin perder las claves reconocibles del genio que trabajaba en un videoclub bastante heterogéneo. La planificación de algunas escenas —el encuentro en el cine o la matanza final— junto a la utilización, a veces anticlimática, de la música, en este caso una fabulosa partitura de Hans Zimmer, son signos inequívocos y puntos de partida de una manera de entender el cine que luego fue bastante imitada.

3. No es de extrañar que El último boy scout (The Last Boy Scout,1991) sea un referente de la posmodernidad. Incluso aquí en España una de las voces más frescas y mentes más claras del hip hop nacional —¿se puede ser más posmoderno, abuela?— como Tote King la utiliza como dogma irreductible en la cita que encabeza este artículo. Los que tenemos como jugador favorito de la NBA a Rasheed Wallace amamos esta película por lo que tiene de subversivo, de verdadero dentro de sus elaborados diálogos, de su poder para que cada frase sea ilustrada por una imagen que no la desmerece. Esta aproximación de Scott al subgénero Bruce Willis, en el que siempre se tiene una réplica digna de Groucho, aunque te estén torturando y acaben de asesinar a tu esposa, más que el principio fue el final, el acta de defunción de un subgénero que ya estaba estirando demasiado de la delgada cuerda que separa el divertimento cinematográfico del monólogo de garito. Sin llegar a su nivel, El último boy scout es a John McClane lo que Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) es al western crepuscular.

4. No sólo de imágenes de satélite se nutre el thriller de ahora. Pero fue con Enemigo público (Enemy of the State, 1998) cuando empezamos a asimilarla como una necesaria ayuda pre-googlemaps que cambiaría nuestra percepción sobre las avenidas y los edificios. En la películade Will Smith y Gene Hackman vemos imágenes que ahora forman los títulos de crédito de cada serie de televisión de esas con detectives que con una prueba mínima adivinan conspiraciones máximas, que ríase usted de McGyver y las bombas lapa con Cola Cao y cinta americana. La informática y sus gráficos al servicio de las transiciones dramáticas y los marcos geográficos y temporales, fue un recurso más de esa ética del videoclip que trascendió a los códigos narrativos y genéricos de las ficciones del siglo XXI

5. Las buddy movies son muy antiguas pero cuando se vuelven complejas, largas y ambiguas nos viene a la cabeza la fundacional Spy Game (2001) y sus dilemas morales y modales, complementos circunstanciales de los sujetos y los predicados que predican con el contraejemplo más que con el ejemplo. Luego incluso su hermano repetiría la formula para con Red de Mentiras (Body of Lies, Ridley Scott, 2008) estrellarse nuevamente en un género que tampoco es el suyo. En la muy reciente La sombra del poder (State of Play, Kevin MacDonald, 2009) se vuelve a utilizar la dosificación de información, falsa o real, eso da lo mismo, de la misma manera que Redford se la daba a Pitt en sus andanzas internacionales.

El antihéroe, la heroína y otras drogas

El fuego de la venganza, Domino (2005) y Déjà Vu. Por ese orden. Tres picas en Flandes, tres maneras de decirle te quiero al thriller, tres monumentos al cine de género mutante y espejo de su época, tres toros tres que lidiar con un poco más de capote que el guiñapo mustio de la indiferencia, el desconocimiento y el pasotismo. Y eso que he de confesar que la primera no me acaba de convencer, la segunda me parece un poco fallida en su intento de ser la suma de todas sus restas y la tercera me parece sencillamente impresionante. Por eso es mejor empezar de menor a mayor o por el orden cronológico, que augura satisfacciones futuras y progresos adecuados a su necesidad de mejorar. El fuego de la venganza es una salida del armario de la corrección y el lugar común de sus dos anteriores películas. Ni es tan previsible como Enemigo público ni es tan obtusa como Spy Game. Ni tiene que acudir a Will Smith corriendo la noche en albornoz ni tiene que poner frente al espejo del tiempo a Brad Pitt con Robert Redford como si fuera el borrador de El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, David Fincher, 2008). Sí es cierto que la presencia de Denzel Washington es primordial y constante pero sus referentes no eran tan mainstream como en otras ocasiones. Aquí, por primera vez, Tony Scott se enfrenta a un remake de una película anterior estrenada con no demasiado éxito a pesar de su calidad. Bala blindada (Man on Fire, Elie Chouraqui, 1987) era un honesto thriller, sucio y sin demasiado cariño por los detalles, pero contundente y sobriamente interpretado por el siempre efectivo Scott Glenn.

La mano de Tony Scott se nota e incluso se le va —un poco— en la adaptación, haciendo suya una historia que reúne elementos que él conocía de experiencias previas: México, antihéroe caído, drogas, niños, secuestros, honor, alcoholismo, traición, muerte, familia y sentimientos a quemarropa. La ética y la estética nunca han tenido tanto que ver en la odisea de un hombre muerto enamorado del cadáver de una niña pequeña. Tony Scott maneja un metraje excesivo para una historia de excesos, simple como el mecanismo de un búcaro, hipertrofiada y recargada como la decoración de un mexicano en Madrid, pero fiel a su singularidad, a su calzón quitado, a su grito desaforado en el desierto más parecido a un plató de VH1 que hemos visto nunca. El antihéroe es fiel a su mismidad, como Tony Scott, sin importarle el contenido reaccionario de su odisea —impepinable y exhibicionista— ni las moscas que pueden morir a cada cañonazo. Por eso, la película parece fruto de un desequilibrio que se traspasa al montaje y a la propia esencia de la imagen; una raya en la cabeza de un tarado, un chupito en los labios de un borracho. Una experiencia cinematográfica que supone una nueva ruta para el thriller sin complejos ni demasiada fe en sus clásicos ni en su epígonos, rodado, montado, escrito y musicado como si mañana se fuera a acabar el mundo y nosotros tuviéramos muchas deudas aún por cobrar.

La heroína, además de ser un opiáceo que causó estragos a mediados de los 80 en la población española, es la mejor forma de definir, dentro del cine de Tony Scott, a Domino Harvey, la hija de Laurence Harvey y la modelo Paulene Stone, que tuvo una vida de película, pero quizá no de ésta. Rebelde, contestataria, marcada por la temprana muerte de su progenitor, lastrada por un comportamiento antisocial y por una sexualidad que no encajaba en el escenario majestuoso, pero puritano, que le rodeaba, su personaje se convirtió en una especie de Patricia Hearst de nuestros días tras pasar de las pasarelas al aparentemente excitante oficio de los cazarrecompensas. Tony Scott era amigo personal de Domino, pero a pesar de eso rodó esta película.

Lo primero que hay que decir es que este thriller inventa un nuevo género conscientemente: el biopic de ficción. Ya sabemos que siempre se ha hecho y sobre todo en connivencia con el poder, pero aquí lo único que hay es la convicción de adaptar la vida al cine y no el cine a la vida. Por poner un ejemplo, La vida en rosa (La môme, Olivier Dahan, 2007) es todo lo contrario, cine que se basa en la supuesta vida de una persona para hacer cine. En Domino es la vida la que se adapta a los códigos del cine para hacer vida. Lo segundo es que Domino es el Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) de Tony Scott, una película en la que reinventarse haciendo inventario, una especie de resumen que amplifica su poder al contacto con su propia medida. Su gran obra llena de grandes elementos. Tenemos una cazarrecompensas guapa con un pasado feo, dos compañeros que parecen sacados de la cabeza de Rob Zombie, una crítica a la televisión del nuevo siglo de realities y escoria basada en la realidad, una subtrama basura sobre niños negros que necesitan una operación que hubiera hecho las delicias de Danny Boyle, ponzoña variada a lo nueva comedia americana, la mafia italiana en el hotel más alto del mundo, un predicador que se parece a Tom Waits, un guión psicotrópico, pero profiláctico en su moralidad, de Richard Kelly, unos flashbacks rodados otro año y, lo mejor, la interpretación de sí mismos, nada complaciente, que hacen los ex-Sensación de vivir Ian Ziering y Brian Austin Green, igualando el papelón realizado por Neil Patrick Harris en Dos colgaos muy fumaos (Harold & Kumar go to White Castle, Danny Leiner, 2004).

Lo tercero es que anteriormente la definí como fallida y tampoco era eso. No es tan buena como podría haber sido con todos esos ingredientes bien mezclados. El American Gothic, pasado por el tamiz televisivo pre-The Wire, cuando Cops (John Langley, 1989) era el referente inexcusable para mezclar la verdad falsa con la mentira verosímil, chirría en su desesperada actitud de provocarnos sensaciones nuevas a cada fotograma. Quizá la mezcla de la nueva estrella del guión —Richard Kelly— con Tony Scott no resulta tan satisfactoria como la emprendida años ha con Tarantino. Quizá a Kelly le sobra talento y le falta conocimiento, le puede su punto más intelectual y no está tan en consonancia con la cinefagia de la dupla de Amor a quemarropa.

Déjà vu es tal vez la obra más completa, nutritiva y sugerente del director sobre el que versa este artículo. Su complejidad es análoga a la destreza con la que va desarrollándose visualmente lo que al principio es sólo una promesa difusa y extraña. Una chica es asesinada horas antes de que un barco cargado de militares y sus familias explote en el puerto de Nueva Orleáns. Un detective de la zona, con la ayuda de la última tecnología del gobierno, podrá viajar al pasado para evitar que esto suceda. Allí descubrirá que ya había viajado antes y que quizá él es el que ha provocado esas muertes metiéndose donde no debe. La manera de ilustrar esta paradoja es clara por parte de Scott: el presente es claro y moderno mientras que el pasado es sórdido aunque sólo han transcurrido cuatro días. El apartamento de la chica asesinada recuerda a veces el de Lisa Bonet en El corazón del ángel (Angel Heart, Alan Parker, 1987), otra película vilipendiada atendiendo a la estética del videoclip. El psicópata asesino patriota—valga la redundancia— protagonizado, en una elección gloriosa de casting, por Jim Caviezel, se sorprende de las dificultades que tiene para llevar a cabo un plan cronológicamente simple. Por eso, Déjà vu sobresale en el thriller moderno; porque encuentra su camino fuera de la lógica cronológica de la historia diacrónica del cine. O lo que dicho en cristiano significa que hace lo que le da la gana como le da la gana y donde le da la gana. Nunca una película de ciencia-ficción ha sido tan creíble. Nunca un viaje en el tiempo ha parecido tan sencillo como coger el metro. Nunca unas coordenadas temporales han servido para dejarnos sin explicación de lo que no conocemos. De la misma manera que Shyamalan en la magnífica El incidente (The Happening, 2008) equiparaba a la ciencia con la ficción, Tony Scott apuesta por la verosimilitud antes que por la veracidad y crea, con su imaginería visual y conceptual, una de las películas claves sobre el 11-S sin tener que acudir a discursos, conclusiones o reproches. Sólo cine que encuentra en cada secuencia el sentido de la anterior.

La escena en la que Denzel Washington persigue con su coche una realidad virtual acontecida unos días atrás, se erige en metáfora precisa de lo que el thriller del siglo XXI representa ahora mismo para los géneros cinematográficos y, por ende, para el arte del séptimo arte: una manera de comprender y atrapar, aprender y aprehender, la esencia clave del discurso narrativo más efectivo, para, a renglón seguido, presentarla como nunca antes nadie la había presentado. Por eso, Tony Scott merece un rincón en ese epígrafe coetáneo de la historia y unas páginas en esta revista tan poco convencional.


Artículo publicado originalmente en L’Atalante. Revista de Estudios Cinematográficos, nº 8, Julio 2009 pp 44-49. (Asociación Cinéforum L’Atalante – Aula de Cinema – Col·legi Major Lluis Vive – CADE, Valencia, 2009).