Mosquitas muertas
I
Suele desatenderse cierto lance muy significativo de Vértigo (Vertigo. Alfred Hitchcock, 1958). Quizás porque erosiona el argumento de la película, no por cuestionado en la propia ficción menos embriagador para décadas de espectadores: «el hombre como habitante del límite» (Eugenio Trías).
Nos referimos al enojo de Scottie con Midge Wood cuando esta le enseña un retrato de Carlotta Valdes pintado y protagonizado por ella misma. Acto de apropiación jocosa equiparable a la obra temprana de Cindy Sherman.
Carlotta es la doliente bisabuela de la asimismo atribulada Madeleine Elster. Un arquetipo trágico perpetuado por la mirada dominante masculina a través de determinados sesgos simbólicos. Midge se atreve a romper con ellos. A imponerse como objeto y sujeto reflexivo de su sexo. Lo que le costará desaparecer de la imagen.
Vértigo atrapa en cambio a Judy Barton. Frágil Galatea forzada a reeditar para su Pigmalión, Scottie, para una generación de hombres a quienes han desbordado los cambios socioculturales fruto de la Segunda Guerra Mundial, el embrujo que ya propiciasen las efigies alienantes de Carlotta y Madeleine y Kitty March y Laura Hunt y Alice Reed y Jennie Appleton. El embrujo que, muchas supuestas transformaciones después, continúan propiciando ambiguamente Natasha Romanoff, Jennifer o Lisbeth Salander.
II
Mientras, Midge, es decir, la mosquita muerta, ha sobrevolado el cine popular norteamericano bajo una luz desfavorable. ¿A quién le caen simpáticas Eve Harrington, la enfermera Ratched, Clarice Starling, las women’s pictures, la final girl?
Durante largos periodos, este tipo de caracteres —mujeres que dan alas a su ambición, que pican sigilosamente, que rehúsan jugar a los médicos o las cocinitas, que contraponen al orden heterosexual la bisexualidad o el lesbianismo o lo asexual— se ha visto incluso abocado a la pequeña pantalla, donde ha impartido un lacio magisterio feminista: Las tv queens que rigen las tardes sabatinas de Antena 3, inmersas una y otra vez en pesadillas sobre príncipes azules que resultan ser sapos, le han descubierto a mucha maruja agostada la estafa latente en el nabo del musculado verdulero al que confiaron sus sueños; ese individuo que ahora apoltrona sus lorzas en el sofá, pasa el resto del día en el bar y la cola del INEM y, mientras ella repone en el Lidl, sodomiza a la choni que ambos engendraron diez o doce años atrás bajo la égida espiritual de Edward y Vivian.
Sin embargo, se vislumbra otro paradigma. Las adolescentes de hoy están a tiempo de salvarse gracias a modelos como Becky Fuller, Blancanieves o Katniss Everdeen. Criaturas testarudas, irritantes, de actitudes opacas, atentas a los hombres solo porque lo exige el guión. Criaturas consagradas a algo que ni ellas mismas reconocen todavía en el fondo sin fondo del espejo.
A este club se suma la Jill Conway que encarna Amanda Seyfried en Sin Rastro, una intriga modesta, con resonancias anacrónicas de títulos como El coleccionista de amantes (Kiss the Girls. Gary Fleder, 1997), tanto más interesante cuanto más caótico y delirante va volviéndose el guión de Allison Burnett, concretado en imágenes por un Heitor Dhalia que otorga a la acción tintes alucinatorios.
III
El título original de la película es Gone. Pero, ¿a quién se refiere? ¿Quién ha desaparecido? ¿La hermana de Jill, Molly, secuestrada por un asesino en serie al que escapó la propia Jill un año antes? ¿O Jill, que desde su fuga ha dejado de comportarse como víctima, como mujer maniatada literal y metafóricamente, para devenir una máquina de buscar y destruir que antes de evaporarse Molly ya había emprendido un rastreo sistemático de la bestia humana que actúa en los bosques cercanos a Portland?
Ante la apatía de sus conocidos y la ineficacia policial, Jill recrudece sus pesquisas. Conoce el modus operandi del asesino. Sabe que Molly morirá en pocas horas. Contra reloj, se embarca en una odisea que la lleva de un ambiente suburbial, acogedor, poblado por aplicadas universitarias que no apean a Hello Kitty ni de las bragas y que salen con fumetas inofensivos —impotentes— al universo de los hideous men: apartamentos lúgubres, talleres mecánicos, cafeterías inmundas, andenes desiertos, pasillos de motel, descampados. Los espacios donde se fragua con el yunque del resentimiento El Pene. La etapa cumbre y última de la aventura será una charla telefónica íntima entre Jill y el serial killer, materialización impecable de un viaje al fin de la noche en el que la condición de cazador y presa se ha trastocado.
Aunque el mayor acierto de Sin rastro resida en hacer que Jill parezca trastornada. En que los demás personajes y el público piensen que su relato es la fantasía de una loca que acabará descarrilando con catastróficas consecuencias para ella y su hermana. Temeraria y contundentemente, la película apuesta por dar toda la razón a la joven, no sin antes emplear su presunto desequilibrio mental con inteligencia.
Y es que, en su investigación solitaria y agitada, la chica desvela una faceta de mentirosa patológica que le permite embaucar y sonsacar a quien sale a su encuentro. Más aun, que le permite ser quien sus interlocutores esperan que sea de acuerdo con sus prejuicios y limitaciones. En el camino que la conducirá a recuperar una imagen libre de sí misma, Jill irá despojándose de personificaciones típicas y tópicas vía su recreación irónica.
En este sentido, y como ha podido comprobarse ya en Chloe (íd. Atom Egoyan, 2009), Jennifer’s Body (íd. Karyn Kusama, 2009) o Caperucita Roja ¿A quién tienes miedo? (Red Riding Hood. Catherine Hardwicke, 2011), el rostro de Amanda Seyfried es uno de los descubrimientos más afortunados del audiovisual contemporáneo. Sus rasgos singulares, alienígenas, diáfanos, constituyen en sí mismos esbozos de paisajes femeninos renovados. Paisajes no sujetos a las coerciones representativas del cine comercial, al vértigo imbécil que auspicia la mujer estampa.