Ted

En los momentos felices que compartes con amor

La verdad es que nunca he acabado de pillarle el punto a Padre de familia (Family Guy, 1999-) ni al resto de creaciones animadas de Seth McFarlane. Me resulta difícil conectar con su humor más bien facilón, que bascula entre la pedorreta políticamente incorrecta y una agotadora multirreferencialidad pop, y que, a la hora de la verdad, funciona más por acumulación (y por atropello) de gags que por la eficacia de los mismos. Lo que quizás más me irrita es la falta de originalidad, el tufillo derivativo, que desprenden todos sus trabajos televisivos: a diferencia de otros creadores, que son capaces de tomar obras ajenas y adaptarlas a sus propios intereses, retorciéndolas hasta obtener un producto nuevo, inspirado en otros pero personal, me parece que McFarlane no sabe ir más allá de la simple coctelera creativa —no creo que haga falta señalar las deudas de su trabajo con Los Simpson (The Simpsons, 1989-) y con South Park (Id., 1997-)—, algo que ha alcanzado límites inaguantables con spin-offs y derivados de sus propios personajes como Padre Made in USA (American Dad!, 2005-) y El show de Cleveland (The Cleveland Show, 2009-).

Sobre el papel, su debut como director de largometrajes de imagen real, Ted (Id., 2012), era la ocasión perfecta para convencer a los escépticos como yo de que, en realidad, sí que tiene una voz humorística propia, así como un universo creativo particular que desarrollar a través de la versatilidad narrativa de un medio tan distinto como el cine. La realidad es que logra todo lo contrario: evidenciar más que nunca las limitaciones de McFarlane, su imposibilidad de aportar nada más allá de la fagotización del trabajo ajeno. Tanto es así, que si algo caracteriza a la película es una evidente indeterminación de tono. En general, su máximo responsable busca ese aroma a comedia para todos los públicos, bienintencionada y de filiación capriana (pero con chistes guarros y cameos continuos), que tanto le gusta producir a Adam Sandler… De hecho, no resulta difícil imaginar al capitoste de Happy Madison poniéndole la voz al osito de peluche protagonista —quien sabe si así el resultado habría sido más divertido—. Sin embargo, por momentos da la impresión de que la referencia es Woody Allen, sobre todo por la jazzística banda sonora de Walter Murphy y por su forma de retratar Boston, casi tan cariñosa como las incursiones de aquél en Nueva York. Lo que choca frontalmente con lo que, seguramente, es lo más interesante del filme: sus esfuerzos por reproducir la multirreferencialidad de Padre de familia —los guiños pop son inacabables: desde El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs; Jonathan Demme, 1991) hasta El halcón callejero (Street Hawk, 1985), pasando por Aterriza como puedas (Airplane!; Jim Abrahams, David Zucker, Jerry Zucker, 1980)—. Quizás si el director hubiera tomado exclusivamente esa senda caótica y anárquica, construyendo la narración a golpe de gag, un poco al estilo ZAZ, el resultado habría sido más estimulante, más atractivo, pero el hecho de intentar conciliarlo con una narración convencional provoca que acaben anulándose entre ellas, e hipotecando su eficacia.

Por suerte, a pesar de los tumbos que da el guión, y de la falta de desarrollo de los personajes —ahí le pesa tanto a McFarlane como a sus coguionistas, Alec Sulkin y Wellesley Wild, veteranos de Padre de familia, su experiencia televisiva: no hay evolución dramática a lo largo del metraje, como si se tratara de un capítulo de una serie con continuidad—, tanto la vis cómica de Mark Wahlberg, que nunca me cansaré de reivindicar como se merece, así como el encanto de Mila Kunis, logran darle un interés suplementario a una historia que, a la hora de la verdad, hace aguas por todas partes. Son ellos, y su capacidad para darle una cierta humanidad y un mínimo de empatía a los protagonistas —mención aparte merecen los secundarios: atención al descacharrante Giovanni Ribisi, que se ríe de sí mismo con notable salero, y sobre todo a la aparición de un cascadísimo Sam J. Jones, que no tiene problema alguno en asumir su decadencia y sacar punta de ella—, los que salvan la papeleta, y consiguen que, por momentos, el espectador sienta un cierto cariño hacia los vaivenes amorosos que mueven la (irrisoria) acción de la película.