60 Festival de San Sebastián: Vol. 2

Llamas, bombas, agua y gasolina

Segundo día repleto de mujeres independientes dependientes de sus cosas y de un cine que a veces juega malas pasadas, pasotes incomodos y cómicos momentos a destiempo. De todo un poco y en pequeñas dosis dispuestas como para que entendamos que la paternidad, la maternidad, la adolescencia y lo que viene después son los siguientes tropiezos (que tenemos, que tuvimos, que tendremos) que experimentar.

Llamas

Foxfire suena a experimento pero por cierto clasicismo narrativo no demasiado bien acogido por los fans de su director Laurent Cantet. No tienen que ser muy fans creo yo, porque realmente el salto entre su obra y esta película está entre lo minúsculo y lo inexistente. El director francés vuelve a incidir en lo grupal y en lo juvenil, en historias donde el funcionamiento interno de los sistemas no es garante de su validez en el mundo exterior, microcosmos complejos y humanos donde los medios y los miedos se rigen por la lógica de la supervivencia, el amor/odio al prójimo y la autoridad que nos vigila sin darnos cuenta. Foxfire se centra en una historial real y en unas chicas de carne y hueso que solo encuentran su sentido (su forma y su dirección) viviendo en los bordes de lo establecido, en la frontera de la legalidad y en los aledaños de lo permisible. Lo que empieza como un alegato contra el machismo cotidiano y gris de una América profunda y retrasada, acaba en el incendio de las convenciones y las condiciones del contrato social que permite la sumisión y el disparate común. En ese retrato es donde Cantet no está tan lúcido y solo se permite leves apuntes (el anciano del parque, la noticia del periódico) que quedan ensombrecidos por una tendencia a alargar la historia y en repetirnos unas cuantas veces cuales son los roles de cada personaje. Eso es menos revolucionario cuando quieres hablar de una revolución (por pequeña que sea).

Bombas

Lo que pasó en Sarajevo a finales de los años 90 fue algo muy fuerte, muy triste y muy serio. Por eso el único culpable de que el público presente en el pase de prensa estallase en risas y carcajadas en pleno genocidio, lleva el nombre de Sergio Castellitto (y supongo que la novelista Margaret Mazzantini que aporta un punto de partida francamente grotesco y demencial), actor y director de ese atentado fílmico que lleva por nombre Volver a nacer. Creo que no leerán una opinión opuesta en ningún otro medio, ni ninguna defensa que no venga de algún abogado, juez y parte, porque los 125 minutos de esta película italoespañola es un recorrido lamentable por tópicos y estaciones fantasma, amores de película (mala) , personajes con trampa y cartón (piedra), giros hacia lo más absurdo y avenidas hacia lo innombrable. Un compendio de insensateces donde no sabemos si destaca más su esperpéntico planteamiento, su oligofrénico recorrido o su catastrófico desenlace. Una puñalada en la frente de un festival que se pretende tomar en serio a sí mismo.

Agua

En Después de Lucía no es el fuego el que purifica sino el agua la que lava o comete los pecados, el mar insondable, las piscinas compartidas, el tequila en los ojos, el orín en el cabello. Lo que purifica nunca podrá estar en nosotros parece pensar Michel Franco y por eso le sale una película tan así. Tan amoral a ratos, tan deshonesta en otros (ratos) y al final tan libre para ser amoral o deshonesta. Porque lo que le sobra a Haneke (referente meridiano de la película) le falta a Franco, incluso utilizando los mismos motivos, recursos y soluciones. Pero lo que es innegable es que Después de Lucía tiene un director que sabe muy bien que está haciendo, que saber tocar las teclas, aunque a veces no meta la pierna o se le vaya la mano, que sabe encuadrarnos dentro del plano (el principio dentro del coche ya nos recibe con una reverencia) y que es capaz de darnos siempre unos segundos más de lo que necesitamos. Un cabrón con pintas que se entretiene jugando con nosotros o que tiene un problema grave. Yo me quedo con las dos cosas.

Gasolina

Comentaba con un amigo a la salida de la película escocesa Shell que ésta era como un remake de El caballo de Turín (Béla Tarr, 2010) pero cambiando al equino nietszchiano por un ciervo de andar por las Highlands. Poco después me di cuenta que todo había venido a mi cabeza, además de por el argumento, por la presencia enfermiza y constante del viento, lo que en las dos películas, a su vez, me había hecho recordar el filme homónimo de Victor Sjöstrom. Muy grandes le viene sin duda al novato Scott Graham los nombres y apellidos del húngaro y el sueco, pero también es notorio que en Shell late un pesimismo parecido, un determinismo severo y lacerante que consigue transmitir un universo desasosegante, cerrado y en fuga. Y eso le confiere una pátina de autenticidad, un espíritu desgarrador que mediante la puesta en escena y el inteligente uso del sonido consigue eirigirse en una película-estado de ánimo, en una experiencia diferente y sugestiva. Si a eso le sumamos el buen hacer interpretativo de Chloe Pirrie y Joseph Mawle, nos encontramos ante una de esas obras en la que no pasa nada, pero pasa de todo, y que coloca nuestra vista (nuestros ojos y oidos) sobre un director que habrá que seguir con sigilo y atención.