La velocidad y el tocino
¿Sueñan los escritores de ciencia ficción con blockbusters de Hollywood? ¿Tienen pesadillas en las que guionistas y directores consiguen dejar sin alma sus historias? No tenemos respuesta ante estos interrogantes, porque los Philip K. Dick, Isaac Asimov, J.G. Ballard y Stanislaw Lem de este mundo hace tiempo que pueblan un universo paralelo. Pero intuimos, dados los resultados y exceptuando hitos del cine como Blade Runner (Blade Runner, Ridley Scott, 1982) y desvíos más o menos destacables como Minority Report (Minority Report, Steven Spielberg, 2002), que la respuesta sería un atronador y unánime sí.
A la hora de reflexionar sobre una película como Desafío Total. Total Recall (Total Recall, Len Wiseman, 2012), quizá ni siquiera se deba mentar el nombre de Philip K. Dick: prácticamente nada de lo importante queda de Podemos recordar por usted al por mayor, que ya sirvió de tímida inspiración a la primera versión cinematográfica de Desafío Total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990). Sin embargo ahí está, una vez más, el nombre del escritor en los créditos, legitimando o dando cierta carta de naturaleza a un producto que rechaza, pese a tenerla muy a mano, toda inflexión sobre conceptos como la identidad y la realidad, que se hallan de manera implícita y explícita en cualquiera de las narraciones de Dick. Si aceptamos, como señalan las cifras de taquilla, que la ciencia ficción tiene un gran tirón entre el público de masas y existen todavía cientos de fabulosas novelas e historias cortas pendientes de adaptar, ¿de dónde procede ese empeño posmoderno en repetir y rehacer? ¿Y porqué elegir a alguien tan rutinario como Len Wiseman para cargarse el tremendo potencial de una historia tan sugerente? Ya puestos en faena, lo mejor sería crear un software —si es que no existe ya— que decidiera por sí mismo la planificación teniendo en cuenta todas las variables y un esquemático hilo argumental. El resultado sería tan gélido y apático como el ideado por Wiseman, pero se ahorrarían una pasta en el sueldo del director.
Este nuevo Desafío Total, despojado del humor y la fisicidad de los efectos especiales de la versión de Verhoeven, quiere jugar demasiadas bazas, una detrás de otra; en sus momentos más cargantes, todas a la vez. La película se lanza desde sus primeras secuencias al barroquismo estético de la imagen sintética. No lo convierte en su único fundamento —como sí lo hace la saga Transformers (Michael Bay, 2007-2011)— pero sí vuelve, una y otra vez, a planos y paisajes sobrecargados de elementos, como esa ciudad basada en la superposición de terrazas y favelas verticales que es la imagen de la Colonia, o las megaconstrucciones de la Federación Británica. Está en la propia naturaleza de la película ser un pastiche repleto de referencias que no acaba de cuajar, salvo en determinados hallazgos, como ese transporte futurista que es la Cascada o la mezcla de exótico puticlub y fumadero de opio que es la sede de Rekall.
Las escenas de acción están plagadas de elementos extraídos de videojuegos: de plataformas (la secuencia de los ascensores remite a un Prince of Persia futurista), derivaciones de los FPS (la dirección de arte de Vanquish), beat ‘em up de última generación (las adrenalínicas peleas con una Kate Beckinsale más robótica que los propios androides que la acompañan), y hasta carreras de coches (la eterna y confusa persecución en coches voladores, un Wip3out desganado). Pese a lo que algunos críticos de la vieja escuela puedan pensar, no hay nada malo en esa influencia o contaminación del videojuego. Lo pernicioso está en cómo se utilizan esas referencias, en la poca trascendencia de los recursos elegidos. También se percibe un indisimulado aroma a Blade Runner en la concepción de la Colonia, esa suerte de Chinatown dominada por neones. Un alienante lugar en el que siempre llueve y se vive una noche perpetua hasta casi el final del metraje. Wiseman y sus guionistas deciden no jugar solo la carta de la acción y la ciencia ficción, sino que también amagan con trasfundir al enfermo cine de espías en vena, con el protagonista como agente doble incapaz de recordar a quién debe lealtad. Para no andarse con sutilezas, hay una referencia explícita a El espía que me amó (Ian Fleming, 1977), la novela que lee el protagonista en su primer viaje en la Cascada. Las constantes persecuciones pretenden ser un remedo futurista del estilo Bourne, pero carecen de la potencia de las secuencias coreografiadas por Paul Greengrass. En definitiva, es tal la cantidad de elementos yuxtapuestos y superpuestos, y la velocidad con la que se pasa de unos a otros, que apenas queda tiempo para respirar o pensar, esos improductivos pasatiempos de diletantes.
Dicho todo esto, y a riesgo de caer en el síndrome del crítico pasivo-agresivo deseoso de rehacer las películas sobre las que escribe, lo suyo hubiera sido llevarlo todo al extremo y apostar por la acción pura, el desenfreno visual más desatado. Nada de pausas molestas ni pueriles líneas de guión como las que intercambia Colin Farrell con Bill Nighy y Bryan Cranston, dos esbozos de personaje prescindibles al cien por cien. ¿Qué quedaría entonces? Una película de vanguardia, con el protagonista hecho apenas un borrón de luz de tanto correr, pegar y disparar.