Homeland

Una conversación

Israel de Francisco: -Para empezar por alguna parte, comencemos hablando sobre la cabecera de la serie, ya que hay aspectos en ella que me parecen inquietantes. Por ejemplo, las apariciones públicas ante las cámaras de televisión de todos los presidentes norteamericanos desde Ronald Reagan, estableciendo con él la génesis de una lucha contra el enemigo basada en la participación del ciudadano medio en esa amenaza constante y paranoica que tiene como antídoto la unidad que proporciona el patriotismo. Bueno, aparecen todos los presidentes menos George W. Bush, que es conscientemente obviado por ser el máximo adalid de la llamada lucha contra el terror, una historia que por su cercanía resulta más que conocida. La sombra de su política planea constantemente sobre el protagonista, que se siente víctima de las tropelías cometidas en nombre de su país y de unos ideales que son constantemente conculcados

Ismael Marinero: -Estoy de acuerdo con tu reflexión, pero iría aún más allá. El miedo y la paranoia se convierten en el auténtico leitmotiv de toda la serie. Y para ahondar en esos términos, primero habría que preguntarse quién es el auténtico protagonista de Homeland. Si nos basamos, de nuevo, en el intrincado collage que es la cabecera, en la que se mezclan esas imágenes que mencionas con planos propios de la serie, capturas de televisión y distintos formatos de imagen, la primera conclusión es que el verdadero protagonista de la trama no es tanto el ambiguo sargento Brody (Damian Lewis), sino más bien la analista de la CIA Carrie Mathison (Claire Danes). Y lo que diferencia a Homeland de otras series y la hace única es el hecho de que Mathison está como una cabra, y a pesar de eso —o precisamente por eso— es la única capaz de desentrañar la conspiración para atentar en suelo americano. Su carácter obsesivo, su capacidad analítica y su esquizofrenia meten de lleno al espectador en un complejo rompecabezas repleto de sospechas, pistas falsas y preguntas sin respuesta. Cada capítulo está plagado de arenas movedizas y esa sensación de no pisar terreno firme resulta tan lograda como, al fin y al cabo, tramposa.

I. de F.: -Desde luego, el laberinto en el que se insertan los protagonistas en esas imágenes que abren la serie remiten tanto a la enfermedad de ella —a semejanza del Jack Torrance de El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980)— como al galimatías en el que se convierte la vuelta a su patria del sargento Brody, un regreso repleto de incógnitas. Por una parte, la figura de Carrie en la actualidad se intercambia con el de una niña con una máscara de león, lo que permite comunicar el pasado con el presente a varios niveles: el político —el Obama de hoy reproduce los mismos mensajes que el Reagan de su infancia, aposentando el miedo como una forma de gobierno—, el personal —una mujer inmadura, pueril, emocionalmente quebradiza— e, incluso, el clínico —su bipolaridad, tratando de enmascarar el miedo a su enfermedad bajo una coraza que denota agresividad y amenaza—. Por supuesto, el peso de la trama recae sobre ella, pero ¿qué me dices de las connotaciones que aporta la presencia de Damian Lewis? Ha pasado en una década de ser el soldado inmaculado que luchaba contra el fascismo en Hermanos de sangre (Band of Brothers, HBO, 2001) al marine que adquiere conciencia de la amenaza en la que se ha convertido su país —sobre todo, su clase dirigente—. Ver rezando a La Meca a un supuesto héroe de guerra ha debido suponer un auténtico shock iconográfico en Estados Unidos, pero la manera en la que está mostrada su conversión habrá dado qué pensar a más de uno.

I. M.: -Reconozco que el personaje de Lewis, además de mostrar esa evolución a través de los años —y series— de lo que es —o en lo que puede convertirse— un héroe de guerra norteamericano es el auténtico catalizador de las cargas de profundidad que se suceden en Homeland. Es interesante ver cómo los guionistas van desvelando, muy poco a poco, información sobre el pasado de los personajes y cómo se construye el suspense a través de pequeñas piezas que van componiendo el puzle; hechos desvelados y por desvelar, pistas falsas y callejones sin salida, engañosas apariencias y actitudes ambiguas. La parte más importante de esa progresiva inmersión en el pasado de Carrie y Brody son sus traumas y cicatrices, físicos y emocionales, que les llevan a actuar de manera tan impredecible como complementaria. La referencia cinéfila más evidente es El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, John Frankenheimer, 1962), por cuanto supone el fehaciente reflejo de un tiempo convulso —en aquel caso la crisis de los misiles de Cuba— en el que la desconfianza y la paranoia propagados desde el poder conllevan la más terrible de las sospechas: el enemigo está en casa. Pero el giro de tuerca aquí, la pregunta latente incluso finalizada la primera temporada, resulta fundamental: ¿quién es el verdadero enemigo, el marine traidor o esa clase dirigente que ha metido a su país en una guerra injusta tras otra?

I. de F.: -Has dado en el clavo, porque considero que éste es el tema clave de Homeland. Hay un momento revelador en su décimo episodio, el titulado El diputado Brody (Representative Brody, Guy Ferland, estrenado en EE.UU. el 4 de diciembre del 2011), cuando el vicepresidente de los Estados Unidos —y futuro candidato a la Casa Blanca— le ofrece al marine una plaza vacante como congresista. Durante la conversación, el vicepresidente William Walden (Jamey Sheridan) —cuyo apellido se asemeja mucho al actual número 2 de Obama, Joe Biden, actuando así la ficción como reflejo de la realidad— le dice al soldado en el salón de su casa que nadie sabía cómo se tomaría éste la vuelta al mundo real. Aguzando el oído, yo creo haber leído los pensamientos de Brody, espetándole mentalmente al político «¡Y qué sabrás tú lo que es el mundo real, maldito bastardo!». De hecho, un par de secuencias después, encontramos al marine en el mismo punto, meditando en soledad, pero no en silencio, ya que oímos unas sutiles notas musicales con un marcado aire árabe, como proyección de sus pensamientos más profundos y de su compromiso con esa realidad hiriente que él sí ha podido conocer.

I. M.: -Hay otro aspecto de la serie, quizá menos relevante pero igual de interesante, que me intriga sobremanera. Es el papel que juega el voyeurismo, la fascinación que ejerce sobre el personaje de Carrie la posibilidad de observar cada gesto y cada conversación de Brody a través del sistema de cámaras y micrófonos que instala en su casa desde el episodio piloto. La chalada agente Mathison, dispuesta a saltarse reglas, leyes y preceptos morales con tal de dejar vía libre a su obsesión y demostrar su teoría, deja a un lado la acción y se convierte así en espectadora y regidora a un tiempo de un inusual Gran Hermano. Aparte de una referencia clara a la paranoia provocada por el 11-S, que llevó a EE.UU. a extremar la seguridad a costa de la privacidad de todos y cada uno de sus ciudadanos, supone la alteración del papel de una agente de la CIA, que no dispara ningún arma ni realiza vertiginosas persecuciones; sólo se dedica a observar y a apuntar en un cuaderno, como si de un crítico de televisión se tratara. Come, se aburre y hasta duerme con los Brody, desarrollando poco a poco un vínculo afectivo con ellos. La secuencia más reveladora a este respecto es aquella en la que Jessica (Rebeca Baccarin), la mujer convencida de que había perdido a su marido en Irak, se prepara para tener la primera relación sexual con él desde que éste ha vuelto. En el momento del reencuentro, Carrie, avergonzada, se quita los cascos, pero no puede evitar volver a ponérselos transcurridos unos minutos, no tanto por si Brody desvela alguna clave, sino por pura y simple pulsión escópica. Es ese estímulo irrefrenable que le impide apartar la mirada —y los oídos— de algo que va mucho más allá de su misión, una nueva obsesión que no se relaciona con la seguridad del país o con una amenaza terrorista, sino con una de los más elementales impulsos del ser humano: comprender los impulsos que mueven a otro ser humano.

I. de F.: -Por supuesto, lo que cuentas estaría en relación con el clásico La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1954) y todo lo que de ella se ha podido escribir. Pero cuando estaba viendo esas imágenes de la agente Carrie con los auriculares puestos, en constante vigilancia, violando el espacio privado de la familia Brody, inmediatamente me vino a la cabeza La vida de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006), y me dije «¿Habrán podido tener la osadía de vincular las actividades ilegales de la CIA con las de la Stasi de la RDA?». No creo que sea una referencia muy conocida en Estados Unidos, pero las similitudes en cuanto a sus formas y sus repercusiones éticas son más que evidentes. De hecho, éste es un elemento que nos puede venir muy al pelo para hablar de la relación que existe entre Carrie y Saul (Mandy Patinkin), que para ella más que un mentor es un verdadero padre. Entre ellos hay una actitud de respeto y admiración mutuos, pero también una distancia generacional que implica una forma distinta de aplicar su profesión: Saul, un hombre curtido en mil batallas, cansado de tener que renunciar a su vida privada, pero que confía en que los límites del sistema son los que hacen que triunfe la democracia; Carrie, sin embargo, pertenece a una generación constantemente amenazada —ese de Reagan a Obama que se puede leer en los títulos de crédito iniciales—, a la que no le importa recurrir a cualquier táctica, por muy maquiavélica que ésta sea. Por ejemplo, acostarse con el espiado, lo que la convierte en una auténtica mata-hari moderna.

I. M.: -Precisamente Saul me parece uno de los personajes más interesantes de la serie. Un tipo de la vieja guardia, judío rodeado de gentiles, inmerso en ese relativismo moral que justifica cualquier medio para lograr el supuesto fin —más superficial que real— de una agencia como la CIA: proteger, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, los intereses de EE.UU.. Aparte del más que subrayado síndrome de Electra que Carrie siente por Saul —con insinuación explícita de favores sexuales a cambio de su apoyo en las escuchas—, el paternalismo y deseo de protección de éste le lleva hasta casi renegar de sus convicciones. Y también hay en él esa melancolía irrefrenable del tipo que lo ha dado todo por su trabajo, pero que ve cómo, aparte de costarle su matrimonio, quizá lo haya hecho por las razones equivocadas. Y ya que mencionas el de Reagan a Obama, ¿qué te parece este teaser de la segunda temporada? Además del gigantesco spoiler, ¿te imaginas lo que puede dar de sí tener a Brody como candidato presidencial, coincidiendo además con la campaña de las elecciones entre Obama y Romney?

I. de F.: -Sin duda, la introducción de ese elemento electoral no es nada casual. Con el paso de los años, la serie mantendrá su vigor como thriller político, pero en el momento de su estreno será cuando adquiera su gran peso. Su valor como torpedo dirigido a la línea de flotación de un sistema basado en el vacuo personalismo está estrechamente relacionado con su formato televisivo. ¿Qué tipo de impulsos se generarán en los telespectadores norteamericanos cuando en sus retinas se mezclen la ficción del candidato Brody con la aparente realidad de los spots electorales de los candidatos Obama y Romney? Presumo que el batido neuronal será traumático para muchas personas, haciendo que sus valores tradicionales se tambaleen considerablemente.

I. M.: -Ojalá tu presunción sea cierta. Ojalá los electores americanos contrasten su realidad plagada de ficción con esta ficción saturada de realidad. Ojalá Homeland continúe muchos años y les sirva para replantearse su confianza ciega en tipos como Obama o Romney, o incluso en el mismo sistema electoral y su bipartidismo radical. Ojalá les haga perder el miedo infundido por los informativos convenientemente manipulados y adquieran constancia de los horrores que su supuesta guerra contra el terror ha provocado en otros países y en las gravísimas consecuencias físicas y psíquicas que el conflicto ha generado en sus propios soldados. Pero me resulta tan improbable como que el alcalde de Baltimore cambie la legislación antidroga después de ver The Wire (Id., David Simon, 2002-2008).