A Roma con amor

Ozymandias

Amor y/o sexo, fama, dinero… ingredientes de una vida envidiable. Imaginación, originalidad, humor… ingredientes de una comedia deseable. Los personajes de A Roma con amor persiguen lo primero en una cinta a la que le falta lo segundo. Woody Allen sigue sus bolos europeos en esta suerte de viaje de IMSERSO cinematográfico que no le lleva a Benidorm, Mallorca, Tenerife o La Toja sino que le permite visitar Londres, Barcelona, París y Roma. Entre salida y salida, el humorista judío parece tirar de Final Cut sobre sus home movies, pega unas pocas secuencias tal vez recuperadas de cintas de antaño, tal vez descartadas de las mismas, y lanza (con la complicidad de productores y oficinas de turismo)  nuevas ediciones de viejas historias.

Ahora, en aparente decadencia, se lanza a un amable collage de cuatro historias que es reminiscencia de las cintas italianas de episodios de los sesenta y setenta, y de obras de Federico Fellini como El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), La dolce vita (id, 1960) o incluso Roma (id, 1972). La cinta no obstante, a diferencia de los clásicos italianos de hace medio siglo, resulta poco incisiva, desprovista de encanto e increíblemente torpe, con algunas escenas aisladas que parecen olvidadas en el metraje por un montador apresurado, una Penélope Cruz, meretriz romana,  que pronuncia súbitamente frases en castellano o con comentarios del personaje interpretado por Allen diciendo que no entiende el español… ¿Confunde Allen los idiomas europeos o es un chiste intencionado?

El director, cronista despreocupado, narra la historia de John Foy, maduro arquitecto que encuentra su yo juvenil en las callejuelas del Trastevere y le acompaña en su odisea sentimental y erótica con la novia que siempre deseó, pero con los ácidos comentarios de quien ya ha visto pasar mucha agua bajo los puentes de la vida. También la de Antonio y Milly, pareja de pueblerinos perdidos tras su llegada a la Estación Termini y emparejados por azar con una puta y un galán de pacotilla. Y la de Leopoldo Pisanello, un don nadie arrastrado a la fama por una prensa rosa y unos paparazzi ávidos de novedades. Y, también, Allen, demiurgo y personaje a la vez, arrastra a su futuro consuegro, empleado en pompas fúnebres, a una próspera carrera como cantante de ópera… bajo la ducha. Son cuatro historias surgidas de la imaginación y de la pluma (o del teclado) de un gran guionista. Historias que se burlan con suavidad de los deseos de fama y dinero, de los sueños creados por la prensa del corazón. Todas ellas darían de si para excelentes cortometrajes y, bien llevadas, para muy buenas comedias, reciclando viejos elementos para actualizar las historias… De hecho, la historia del mentor maduro ya surgía (con el sesgo de la psicosis fascista) en Todo lo demás (Anything Else, W. Allen, 2003), la relación de aprendizaje con una prostituta en Poderosa Afrodita (Mighty Aphrodite, W. Allen, 1995) y la búsqueda de la fama y el tropiezo con el ridículo en la lúcida, infravalorada y excelente Celebrity (id. W. Allen, 1998). Lamentablemente el Allen director, demiurgo fallido, estropea la función, se niega a profundizar en ninguna de las apuestas y, además, en lugar de respetar la tradicional estructura de episodios, hace una apuesta fallida por entremezclarlas en un montaje que hunde el ritmo interno de cada una.

Hay en A Roma con amor elementos que parecen metáforas de la situación actual de Allen. Cuanto menos, resultan metacinematográficos. Por una parte, la cinta acaba prácticamente con su autor sintiéndose satisfecho por el comentario crítico (en italiano) que le etiqueta  de imbecile, palabra de la que no comprende el significado. Por otra, en una escena anterior, Judy Davis le espeta que él equipara la jubilación con la muerte. No tengo duda de ello. Eric Rohmer, octogenario, exploró las posibilidades del cine digital, el nonagenario Alan Resnais se lanza a experimentos severos o juguetones y Oliveira, centenario, sigue gozando con libertad para narrar peculiares historias. Mientras, para evitar sentir la senilidad, Allen se zambulle anualmente en un frenesí que tiene poco de creativo. «Ozymandias», musitan un par de personajes, rememorando, como el poema de Shelley, los grandes fastos perdidos de tiempos de antaño. «Ozymandias», podríamos suspirar sus fan de toda la vida, viendo a dónde le ha llevado primar la cantidad por encima de la calidad.

Dice el amigo Jorge Mauro de Pedro que ojalá Allen se quede sin financiación y que tenga que hacer codos y estrujarse el cerebro pensando en cómo construir, de nuevo, una gran película. En su mejor época, después de las comedias alocadas de los primeros setenta, Allen se permitió un  particular Ocho y medio (Fellini 8 1/2, F. Fellini, 1968) en Stardust Memories (id. 1983). En aquella ocasión interpretaba a un pretencioso director de cine a quien unos alienígenas bajados de su nave le solicitaban volviera a hacer «películas como las de antes».  Ahora siento que Jorge, yo mismo y tantos otros somos como aquellos extraterrestres y pedimos a Woody Allen que vuelva a hacer películas como las de antes.