Frankenweenie

Rewind

En la última película de Tim Burton hasta hoy, la desnortada Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012), constatábamos un esfuerzo inusualmente conmovedor: parecía como si el cineasta, acaso consciente de la lamentable postalización estilística e ideológica que afecta a sus producciones desde hace no pocos años, persiguiera una especie de reencuentro con ese otro Burton que una vez fue. Su tentativa terminaba naufragando escandalosamente, pero no por falta de pretensiones; porque Sombras tenebrosas, dejando al margen el resultado final, es el proyecto más ambicioso del director desde Big Fish (2003) y, a su vez, el que por su incisivo sentido de la perversidad y su mixtura de géneros, tonos e intenciones nos remite con mayor intensidad a filmes tan estimables como Bitelchús (Beetlejuice, 1988), Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990) o Sleepy Hollow (1999).

Resulta significativo que el nuevo largometraje de Burton, que supone su reconciliación con la Disney, esté inspirado directamente en el esquema argumental del hermoso corto que, hace ya dieciocho años, marcó la ruptura entre el cineasta y la major. Frankenweenie nos confirma hasta qué punto lo que ha propulsado sus dos últimos trabajos cinematográficos no es otra cosa que el deseo de recuperar esa identidad fílmica que ha terminado por cristalizar en un triste logotipo. Porque la película no consiste en otra cosa que en volver la vista atrás para indagar en los propios orígenes creativos, culturales y vitales, siendo por todo ello un diáfano intento de revitalización —o resurrección—artística. Una regresión emocional y autoral que se bifurca en tres ramificaciones: en primer lugar, con el fin de resolver la degeneración paralizante de su imaginario, Burton apuesta por la vuelta a un estadio creativo anterior a través de la  la reescritura de una obra perteneciente a su prehistoria, rindiendo pleitesía, además, a los blockbusters ochenteros cuyo espíritu evocaba y reivindicaba recientemente Super 8 (2011); en segundo lugar, la pluralidad de referentes culturales que fluye por las venas de Frankenweenie, ajena a la pretensión de enunciar cualquier tipo de discurso, no es ni más ni menos que un recorrido por aquellas obras literarias y cinematográficas que influyeron determinantemente en la consolidación de lo que hoy denominamos como burtoniano; en tercer lugar, no parece en modo alguno baladí que las pulsiones que pautan el rumbo de la narración respondan a los sueños, pesadillas y anhelos infantiles —tan henchidos de candidez y de crueldad—, porque la historia implica un regreso a la infancia como espacio de la fantasía desatada, pero también como refugio (¿cobarde?) frente a los intrincados y exasperantes conflictos del mundo de los adultos. Los ecos autobiográficos son muy evidentes: la parte más relevante de la educación intelectual y emocional de Victor, el pequeño protagonista, proviene de las cálidas lecciones de un profesor de Ciencias que guarda un significativo parecido físico con Vincent Price…

En este punto, convendría señalar que las piezas de stop-motion en las que se ha implicado el realizador, ya fuera como ideólogo genesíaco —Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare before Christmas, Henry Selick, 1993)— o como autor totalVincent (1992), La novia cadáver (Tim Burton’s Corpse Bride, 2005)— discurren por una senda paralela a la del grueso de su filmografía. Si atendemos a las características de las dos cintas de animación que preceden a Frankenweenie, comprobaremos que funcionan a modo de laboratorio audiovisual en el que Burton exprime —con el fin elaborar planetas fílmicos autónomos— los recursos que deja en sus manos la propia ontología del cine animado, que permite una mayor maleabilidad de la retórica visual y espacial del relato, facilitando gracias al carácter inhumano de la construcción dramática la resolución de los conflictos que pudieran surgir a propósito de la verosimilitud interna de lo representado. Vincent es quizás la obra cuyo espíritu más se aproxima al de su último filme. En este cortometraje hallábamos un espacio onírico, de un hermetismo que rozaba lo autista: una concepción abstracta del cronotopo que remite a la New Holland en la que tienen lugar las aventuras de Victor y Sparky; porque si bien la película recupera el esqueleto de la historia original, sus elementos constitutivos la aproximan más a otras de las fantasías del realizador. Pensando Frankenweenie dentro de un hipotético diagrama creativo, se situaría en la intersección entre fábulas acogidas a tradiciones narrativas reconocibles —como es el caso de La novia cadáver— y una mirada nada complaciente a la cartografía emocional de la infancia —heredera de la literatura de Roald Dahl—, que nos remite tanto a la mentada Vincent como a La melancólica muerte del Chico Ostra (1997), compilación de tétricos cuentos en verso protagonizados por una galería de niños monstruosos e incomprendidos.

Sin embargo, en películas como Bitelchús, Batman (1989), Eduardo Manostijeras, Ed Wood (1996) e incluso El planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001) aún estábamos capacitados para establecer una diferencia esencial entre los freaks marginados y la sociedad que los relegaba a un segundo plano, obligándolos a permanecer ocultos en las sombras y castigando sus vanos intentos de integración. Diferencia que comenzaba a difuminarse en Sombras tenebrosas para llegar al completo desvanecimiento en Frankenweenie: en la apática New Holland, todos los personajes son outsiders, exiliados de sí mismos; de los antiguos lazos comunitarios no queda más que el simulacro ofrecido año tras año en los vacuos rituales que rodean la celebración del Día de Holanda. No hay lugar para la amistad entre los alumnos de la escuela, solamente para alianzas de intereses; y un abismo insalvable parece separar la lógica hipócrita e implacable de los adultos del desenfrenado romanticismo pueril. La película esgrime que el único antídoto susceptible de reanimar a una sociedad agónica —tan tenebrosamente semejante a la nuestra— reside en recuperar la arrolladora capacidad de fabulación de los niños; es decir, en devolver a la utopía su estatuto de horizonte social.

Tim Burton se resguarda en la confortable modestia de un producto pequeño y sencillo, un raro oasis entre sus últimas producciones embargado de un sentimiento patético y enternecedor: la nostalgia de sí mismo. Faltan riesgo y audacia, ciertamente, en este ampararse en el pasado; porque volver la cabeza, observar lo que ha quedado atrás y sonreír no es sino una estrategia para evitar salir a la tempestuosa intemperie y enfrentarse a uno mismo, con todos sus demonios, sus temores y sus contradicciones. Aún es pronto para sopesar, no obstante, si este ejercicio de auto-añoranza supondrá un punto de inflexión en su carrera o, simplemente, la emotiva constatación de una insatisfacción irresoluble.