«El mundo presuntamente ha de significar algo que esté contenido en sí mismo. Pero es que nada se halla contenido en sí mismo. Todo se introduce en alguna otra cosa.»
(Cosmópolis, Don DeLillo, 2003)
1. La realidad
Muchos de los políticos de las principales instituciones, en una especie de egoísta y algo despótico ascetismo, parecen mantenerse al margen de lo que le sucede a la mayoría de sus conciudadanos. Quizá confían en que sus asesores les cuenten cómo es la vida en el país que dirigen, quizá crean que ya saben todo lo que hay que saber y que cualquier información que lo contradiga no será más que una anécdota, una excepción. O un obstáculo, un error de juicio de quien piensa o actúa frente a ellos, ante lo que sólo cabe reaccionar con condescendencia o, llegado el momento, con represión violenta. Es posible que un gobierno esté convencido de que los miles que salen a las calles a protestar sean, verdaderamente, los únicos que no están de acuerdo con sus políticas. Ni siquiera los datos estadísticos más o menos irrefutables, como que sólo se tengan los votos de, digamos, menos de un tercio del censo electoral, o que las encuestas muestren un mayoritario desacuerdo y descontento con lo que imponen; ni siquiera eso les impide interpretar el silencio de una inmensa mayoría como un apoyo tácito. El problema es que no existe ese silencio de un país: ese silencio es el de su propio aislamiento. La calle habla en los autobuses, en los bares, paseando en familia, en los descansos del trabajo, en las redes sociales. Se habla porque se está entre iguales. Los políticos aislados ni quieren ni pueden ser iguales, o esto se desprende de su forma de vida. Habitan espacios diferentes. Pero no hay que olvidar que son lugares que no están bajo tierra, ni en una base que flota sobre nuestras cabezas, ni en una isla en forma de calavera. No, sus lugares están en la misma dimensión que los nuestros. Por eso, tarde o temprano se abre una grieta en sus murallas y descubren que el silencio de las masas en el que creían era un autoengaño. Se rodea el parlamento en Atenas o en Madrid o en Lisboa y, por mucha distancia física que intenten poner por medio, pueden oír el eco de los gritos. Sí, seguirán convencidos de que sólo es una minoría ruidosa y medio lela. Pero ya comparten su mismo espacio. La escapatoria y la negación se acercan cada vez más a un esfuerzo de fe sin argumentos creíbles. Dicho de otro modo: si oyen los gritos de dolor ciudadano y no cambian de actitud, su humanidad y los valores democráticos que dicen encarnar se muestran, delante de todos, más vacíos que nunca.
2. La ficción
Tracemos un rápido triángulo de la situación actual. En un vértice, muchos de los políticos profesionales, con su mediocridad, egoísmo y mezquindad. Los tenemos fichados ya. Sabemos dónde están y qué hacen, conocemos de sobra sus defectos. En segundo lugar, la ciudadanía, incapaz de asumir su condición de actor político, que tolera y posibilita un statu quo que la esquilma —con el que puede o no estar de acuerdo—, renegando de su fundamental parte de responsabilidad. Por último, las oligarquías económicas y financieras. Un vértice invisible: ¿quiénes son los banqueros? ¿Quiénes los grandes empresarios, los magnates, los especuladores; en una palabra: los mercados? Día tras día nos choca su impunidad. Pero, en los medios, apenas nos topamos muy de vez en cuando con imágenes de una junta de accionistas, que más se diría el cónclave de alguna oscura organización secreta. Eso es todo. No sabemos nada de ellos en tanto que personas. De ahí que tenga que venir la ficción a contarnos qué pasa en ese submundo, ante el que el mundo actual se está plegando sin oponer mucha resistencia.
Cosmópolis es, a cierto nivel, una alegoría del estado de alejamiento absoluto de la realidad en el que viven estas personas. El escenario es poco más que una limusina con un interior que tiene —o tiene espacio para— todo lo que necesitan: reuniones, conexiones con los mercados globales, sexo, alcohol, neuras variadas. Un compartimento estanco que funciona casi como la tarima de un teatro. En el libro de Don DeLillo, se puede seguir la vida del protagonista por una serie de cámaras non-stop; en la película, Cronenberg toma la afortunada decisión de obviar esto, potenciando mucho más la soledad del multimillonario Eric Packer. De manera más próxima a lo que —deseamos imaginar— es la realidad de los superricos, para el Packer cinematográfico no hay nadie ahí fuera, ni siquiera piensa en la posibilidad del exhibicionismo, porque no considera que haya espectadores dignos de ser espectadores. Está encerrado no sólo en el coche, como en la novela, sino en sí mismo. Las imágenes que ve por televisión apenas le causan emociones, es una cáscara vacía de una manera incluso más intensa que en el libro, tal vez porque vemos su rostro impávido y ya no escuchamos sus pensamientos. Por otro lado, ¿acaso le puede importar a alguien el previsible contenido del pensamiento de un solipsista?
En un momento clave de ambas obras, la limusina queda atrapada en medio de unos disturbios provocados por unos anarquistas. El coche es zarandeado, golpeado, pintado; pero Packer no se inmuta. No va con él, pese a que es ante todo una protesta provocada por cómo viven él y los suyos. Las únicas explicaciones que acierta a encontrar, junto a su filósofa personal, remiten todas a él mismo, a su mundo. Desde su habitáculo es, sencillamente, incapaz de imaginar que pueda haber otra gente —digna de ser considerada tal— que piensa algo distinto a lo que él piensa. Ni sospecha que, en la teoría, él no está por encima de nadie. El aislamiento acústico de la limusina amortigua al resto de la humanidad. Incluso cuando el barullo traspasa la barrera y llega a sus oídos, se interpreta como un mero e inevitable ruido de fondo. En la vida del multimillonario no hay grietas por las que pueda entrar el exterior, sino que todas las grietas están dentro de él mismo. Las escasas reacciones ante lo que sucede fuera tienen lugar sólo ante ciertas cosas que tienen que ver directamente con él: un rapero al que ha escogido adorar, el peluquero de su infancia, un asesino con idéntico problema de salud.
3. Las grietas
Eric Packer es un personaje de ficción, incluso un arquetipo alegórico. Es demasiado duro pensar que, en el mundo real, los multimillonarios —o sus principales «cómplices», los políticos nefastos— se muestran igual de inertes ante lo que pasa fuera de ellos. Pero ¿acaso hay pruebas de lo contrario? ¿Hay algo que nos lleve a pensar que un rey de las finanzas tenga un mínimo de compasión o de empatía con sus súbditos? El problema, de nuevo, es que apenas tenemos testimonios sinceros. No sabemos lo que piensan de verdad. Aquellos que conforman los mercados no tienen voz, lo que lleva a creer que, efectivamente, les importa un pito todo lo que quede fuera de su lujoso paraíso artificial.
Frente al fracaso de los medios periodísticos tradicionales, seguidistas unos y sin acceso al poder otros, en el cine tenemos una oportunidad de mirar por las rendijas de la crisis occidental del capitalismo. Hollywood es una industria que aún mueve mucho dinero, podría entenderse incluso como una de las muchas formas que toman los mercados; por eso, es interesante ver qué tiene que decir acerca de todo esto. La imagen cinematográfica, por muy asépticamente que se presente, no deja de ser una ventana al mundo que la produce. A veces se entreabre y deja intuir grietas que muestran la degeneración del sistema social, político y económico que la sustentan. El caso más claro es el de los documentales. El hecho de que a menudo sean grandes multinacionales las que producen películas que descubren sus miserias es una contradicción sólo aparente, como señalaba creo que Michael Moore. En realidad, como dice DeLillo en su Cosmopólis literaria, son un buen ejemplo de cómo el poder se retroalimenta de sus enemigos, atrayéndolos hacia sí y convirtiéndolos en un producto más, anulando —al menos a corto plazo— la fuerza de sus argumentos. Así, en la práctica no serían verdaderas grietas sino, más bien, una prueba más de la incapacidad de la oposición de arañar las esferas de poder.
El cine de ficción tampoco ha podido evitar abrirse a la nueva situación. El mundo financiero ha hecho acto de presencia en los productos de Hollywood, como Wall Street 2: El dinero nunca duerme (Wall Street 2: Money Never Sleeps, Oliver Stone, 2010) o Margin Call (J. C. Chandor, 2011). Pero suponen más bien tentativas de crear un nuevo subgénero y, si la crítica aparece, es descafeinada, muy lejos de la profundidad y virulencia de Network: Un mundo implacable (Network, Sidney Lumet, 1976). Hollywood sigue siendo un bastión del pensamiento único, al que la crisis acecha metamorfoseada en inocente Macguffin. Sin embargo, hay al menos dos películas recientes que se han empapado del mundo a su alrededor. La primera película descaradamente unida a su tiempo es El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012). Su manera de mostrar una especie de movimiento Occupy como terroristas revolucionarios totalitarios es de todo menos sutil. A primera vista, no sería más que otra más de las caricaturescas criminalizaciones de las protestas ciudadanas que suele hacer el poder. Sin embargo, al estar tan ligada a su momento histórico, permite interpretaciones diversas y mucho más profundas: la reciente de Slavoj Žižek es difícilmente superable, por lo que a ella me remito.
La segunda sería Cosmópolis, una visión de cómo el nihilismo se va desnudando en estos últimos años, ejemplificado en la vida del millonario. En este nuevo mundo en el que pensamos en los superricos —o nos acordamos de sus madres— a todas horas, sentimos su soledad como algo obsoleto, imposible ya. Viven una vacua frivolidad insostenible. La novela de Don DeLillo narra esto. Por contra, Cronenberg renuncia a todo contenido, conocedor de su futilidad. El director se niega a darle sentido a su obra, porque sabe que en este presente ya no puede. Se limita a poner los diálogos uno detrás de otro, convertidos en, de nuevo, ruido de fondo; el escaso «mensaje» sólo se halla en la situación en el espacio de los personajes y su presencia. No hace falta contenido, porque el espectador que vea Cosmópolis estará pensando en sí mismo, en cómo le afecta el estilo de vida de Eric Packer y en su inmoralidad absoluta, mientras que el lector de DeLillo presenciaba un relato psicológico ajeno. Estamos en el 2012 y la distancia se ha roto.
Entonces… ¿hay grietas en la barrera que separa la crisis de la fantasía del cine? La imagen de Cronenberg y Pattinson en Wall Street, dando comienzo a la sesión de la bolsa en un acto promocional de la película, parece decir que todo sigue igual y que es vano intentar meter la cruda realidad en el mundo del espectáculo. Pero el mundo está cambiando, y el cine es parte del mundo. Quizá el cambio de la imagen cinematográfica en nuestro contexto no esté viniendo de las películas, sino de los espectadores. Es posible que ahora se perciba con más nitidez la frivolidad que, tan a menudo, supuran las pantallas. Tal vez haya un creciente alejamiento entre el público de masas y el cine de masas. Puede que el espectador esté pidiendo o necesite experiencias extremas de la miseria financiera y moral en la pantalla, que la imagen cinematográfica deba incitar sin ambigüedades a la catarsis. El final de Caótica Ana (Julio Medem, 2007), aunque sobre todo provocaba vergüenza ajena, iba en esta dirección y su sinceridad era difícilmente cuestionable. La brillante miniserie Black Mirror (Charlie Brooker, 2011) ofrecería una forma mucho más pulida y valiente, desbordante de inteligencia y de empatía, capaz de apelar otra vez al espectador. En su primer capítulo ya está la grieta: mostrar el deseo de ver a un primer ministro humillado practicando un acto de zoofilia, en directo, en prime time.
Y seguimos con la equiparación entre Bane y el movimiento occupy. Lo verdaderamente poco sutil es comparar el movimiento Occupy con un mercenario que se vale de las ansias de revolución de la sociedad para hacerles cambiar de amo. La crítica de «The Dark Knight Rises» (si es que la tiene, que yo no lo creo) no es al movimiento occupy, sino a los falsos líderes.
Te felicito por tu inteligente artículo, pero hay un punto en el que discrepo ligeramente. Estoy totalmente de acuerdo contigo cuando dices que en este presente dotar a la obra de contenido sería un absurdo, pero no comparto tu visión de que el mensaje no hace falta porque el espectador estará pensando en como afecta la vida de los billonarios a su propia vida.
Desde mi punto de vista el contenido no es que no haga falta, es que su inexistencia es el mensaje. En el mundo superficial de limusinas y pantallas táctiles no hay profundidad, sólo una superficie brillante como la de su limusina, cáscaras huecas.
Al ser el mensaje el vacío vital que provoca el capitalismo, los actos físicos, como cruzar la ciudad para que te corten el pelo, se vuelven fundamentales, pues son algo tangible, son kilómetros, son hechos. Ese es uno de los pocos contenidos de la película, el resto es superficialidad, porque no hay absolutamente nada más en mentes como las de Eric ni en el sistema económico del que dependen.
Espero haberme expresado de manera clara y de nuevo felicidades por tu análisis.