Introducción a Cronenberg

La condición humana y la identidad mutante

La obra de David Cronenberg mantiene, desde sus inicios hasta su etapa de madurez, una tensión entre lo humano —el cuerpo, la mente, la carne, la identidad— y la percepción —atravesada por la moral, la tecnología o la historia— que tenemos de lo real. Para el cineasta canadiense, la tentación de inspeccionar en profundidad los entresijos de la condición humana ha sido su principal motor creativo. Así, aquel niño que fantaseaba con la entomología en el sentido más práctico de la disciplina —abrir, explorar, inventariar el mundo interior de los insectos— dio paso, en pleno aprendizaje sentimental, al lector adolescente de Nabokov, Camus o William Burroughs. En otras palabras, transformó la ambición por conocer las zonas más oscuras de lo humano en una búsqueda intelectual cuyo medio de expresión sería el cine.

Cronenberg siempre ha mostrado un talento especial para capturar una especie de shock primario en sus imágenes. Como Descartes en la habitación de Neuburg donde se refugiara al calor de una estufa o Spinoza en su taller de pulidor de lentes, su cine —junto a los apéndices tumorosos y las enfermedades venéreas— contempla, pacientemente, esa realidad que poco a poco cuaja su discurso en la pantalla. En La mosca (The Fly, 1986), Cronenberg describe el viaje hacia la pérdida de toda humanidad de su protagonista, el científico Seth Brundle. En uno de sus pasajes más tristes, Brundle deposita en pequeños frascos los pedazos de materia (dientes, uñas, cabello o tejidos) que su condición mutante le obliga a expulsar con toda la violencia de un cambio radical. Ante la imagen de un ser humano que agoniza en su paulatina descomposición, Cronenberg filma cada detalle con una mezcla de entusiasmo y distante respeto. Esa mirada, que permanece atenta a los gestos de su criatura, plasma el deseo de registrar ese último instante en el que Brundle pierda definitivamente su identidad. Estar allí, palpar su interior, observar hasta conseguir responder qué es el hombre.

El hombre cronenbergiano suele vivir coartado por unas extensiones —las mutaciones, los extraños grupos de poder que flotan en sus relatos o las normas morales represoras— que marcan los límites del control. En ocasiones, esas extensiones se rebelan y destapan todo aquello que la condición humana ha escondido en su proceso de socialización. Uno de esos aspectos es la sexualidad, que Cronenberg analiza incansablemente tanto desde lo epidérmico como desde la teoría que se ha construido a su alrededor. Para el cineasta canadiense, sexo y sexualidad son dos conceptos que exigen un discurso abierto, siempre atento a la búsqueda de un nuevo espacio donde plantear sus preguntas. Si sus primeros trabajos albergan la precisión narrativa de un experimento científico —por ejemplo, Stereo (1969)—, es a partir de los ’80 cuando aborda con mayor definición la cuestión del sexo. Así, en Videodrome (1983) prescribe un catálogo de comportamientos que ocultamos como la señal pirata de ese canal que no deja de emitir —y entrecruzar— dos elementos como la muerte y el sexo; el sexo, que intuimos a través de la cálida voz de la locutora Nikki y su invitación a normalizar una serie de conductas reprimidas —toda una historia de la sexualidad con la que Foucault se frotaría las manos. Mientras que en Inseparables (Dead Ringers, 1988) lo describe como una curiosidad anatómica, material, con la que los gemelos Mantle inscriben su manera de ver el mundo. O, dicho de otra forma, su manera de abrir un espacio propio, un débil signo de identidad, dentro de ese mundo.

Buscar un espacio propio, tal vez sea esa necesidad la manera de describir qué es el hombre según Cronenberg. En Crash (1996), sus protagonistas exploran los límites de sus cuerpos y encuentran en ese mapa de cicatrices y prótesis el lugar desde el cual replantearse el significado de su sexualidad y de ellos mismos. En cambio, en El almuerzo desnudo (The Naked Lunch, 1991) es la interzona, un espacio fuera de concreciones geográficas o históricas —lo que viene a decir, sin lugar para la moral occidental que hemos modelado con el paso del tiempo—, donde William Lee encuentra su refugio. En ambos casos, los personajes revelan su identidad activa a medida que se desembarazan de sus convenciones heredadas. Algo que Cronenberg ilustra de manera frontal en Una historia de violencia (A History of Violence, 2005) y su inquietante variación del comportamiento sexual una vez la identidad de su protagonista comienza a tambalearse: del erotismo de la esposa disfrazada de animadora al sexo voraz y brusco en las escaleras del hogar familiar. Caen las máscaras.

En Cosmópolis (2003), la novela de Don DeLillo, hay un gesto que Cronenberg descarta en su adaptación cinematográfica. Tras acostarse con Kendra Hays, miembro del personal de seguridad al servicio de Packer, Eric y la mujer juegan con la pistola paralizante de ella. En el libro, el acto sexual culmina con la descarga de una cantidad de voltios de los que su protagonista se resentirá en las páginas siguientes. Sin embargo, Cronenberg congela esa conclusión para precipitarse sobre el detalle: el visor que recorre el torso desnudo de Eric. En manos de su director, ese gesto adquiere un extraño acento erótico, como si expresase el deseo del joven analista por fundirse com la tecnología que, a la postre, define su presencia en el mundo. La identidad del hombre, nos dice el cineasta canadiense, se derrama a su alrededor —la tecnología, el capital o las posesiones. Esa clase de movimiento, una suerte de travelling que da cuenta de todo aquello que nos rodea, es uno de los métodos que emplea para concebir la condición humana de sus personajes. Así, por ejemplo, en Inseparables resulta demoledora la comprensión que los Mantle tienen de lo humano: además de la imagen del instrumental quirúrgico para operar a una mujer mutante, una de las escenas más celebradas es aquella en la que su profesor de medicina les reprocha haber diseñado un fórceps que solo puede utilizarse con cadáveres.

A lo largo de su carrera, David Cronenberg no ha cesado de preguntarse cuáles son los elementos determinantes que integran y vertebran nuestra identidad. En ocasiones, la virulencia de sus imágenes ha excavado en ese caparazón con el que nos protegemos del mundo. En otras, su paciencia de observador atento le ha llevado a retratar, con inquietante precisión, uno de los sentimientos que mejor definen lo que significa estar en el mundo: la propiedad. Así, en la formidable Spider (2002), pone en escena su particular desayuno sobre la hierba en el que un grupo de enfermos mentales —entre ellos Spider— salen a tomar un pequeño almuerzo campestre fuera de la vigilancia médica. Insólito y sencillo, el episodio refleja con extraordinaria lucidez el momento justo en el que las acciones de sus protagonistas ven restituidas su sentido de la propiedad. Esa identidad que, en M. Butterfly (1993), terminará apropiándose el personaje de Gallimard con el patético gesto de disfrazarse de esa amante que nunca existió como tal; un gesto que nos descubre cómo, a su manera, tampoco el Gallimard que conocimos era su auténtico Yo.

La vocación literaria de David Cronenberg perdió fuelle desde el mismo momento en que comenzó a desarrollar sus inquietudes cinematográficas —él mismo se reconocía como un mal escritor que trataba de asimilar el estilo de Nabokov. Sin embargo, aquel amor infantil por la entomología es uno de los rasgos que todavía perviven en su mirada personal sobre el mundo. En sus manos, la condición humana es algo así como el paciente/la víctima de un científico loco empeñado en descubrir qué se esconde tras la identidad del hombre. Tal vez por eso, la repulsión y el desconcierto que provoca su forma de afrontar en imágenes esa vida repleta de mutaciones y cambios, que se compone y desintegra ante nuestros ojos, sea lo más cercano a ese shock primitivo que nos embarga cuando nos preguntamos por nuestra identidad, nuestra sexualidad o nuestro presente. Cuando, en algún momento de nuestra vida, sentimos la necesidad de buscar nuestro propio espacio.