Mátalos suavemente

Vidas minúsculas

Frankie deambula por los suburbios de la ciudad en busca de Russell, un ladrón de perros heroinómano al que quiere reclutar para dar un golpe contra la mafia local. Mientras camina hacia el punto de encuentro, los pasos de Frankie se intercalan con uno de los discursos que Barack Obama pronunció durante las elecciones de 2008. Como si se tratase de la versión marginal de un cuadro de Turner, Andrew Dominik refleja un paisaje hostil, prácticamente devastado, en el que el entrecortado discurso de los Bush y Obama describe el débil pulso de un grupo humano al borde del callejón sin salida. Arrinconados, estos hombres marcados representan el epítome de una crisis que ha arramblado con nuestra seguridad y confianza en las instituciones; que ha dejado tras su paso un reguero de vidas minúsculas abandonadas.  

La obra de George V. Higgins, padre y guía del relato criminal ambientado en Boston, solo había sido adaptada al cine en una ocasión: en 1973, Peter Yates dirigió El confidente (The Friends of Eddie Coyle), una interesante traslación del tremendo análisis moral que Higgins llevara a cabo sobre el lumpen de la ciudad. Entre ambos filmes, sin embargo, se produce una variación en la aproximación al original literario que bien podría indicarnos cómo ha pasado el tiempo para la novela negra. Si El confidente destacaba por el nauseabundo cinismo en el trato entre la ley y el crimen —donde el maniqueísmo de policías y chivatos dejaba en evidencia la inutilidad del concepto de honor entre los enemigos íntimos—, Mátalos suavemente (Killing Them Softly, 2012) transforma esa vena cínica en pragmatismo salvaje.

Mátalos suavemente podría definirse como una historia de violencia, como un relato que nos enseña a mirar el presente. Mientras las televisiones emiten —capturan— fragmentos de un discurso político en situación de derrumbe, ante la inminente caída de Lehman Brothers y del estado de bienestar, Dominik sitúa su cámara junto a los primeros escombros que se amontonan en las ciudades. Allí, en mitad de las ruinas, los criminales son como perros salvajes que se atacan los unos a los otros, que vagabundean por las calles sin más rumbo que conseguir unos dólares para no pasar la noche al raso. Sin tiempo para los golpes perfectos ni los programas electorales que garanticen una cobertura completa de nuestras necesidades básicas, unos y otros —gangsters y políticos, pura redundancia— improvisan sobre la marcha mientras buscan soluciones para evitar admitir lo jodido que está todo.

La negrísima lectura social de Higgins, simbiosis perfecta con el ambiente criminal de los bajos fondos, se convierte, en manos de Dominik, en una furibunda visión sobre el estado de las cosas desde que arreciase la crisis económica. A diferencia de sus anteriores películas, el realizador neozelandés se abandona a la violencia más desbordante y a la crítica política literal. Como en una de las american pictures del fotógrafo Jacob Holdt, lo que vemos es lo que es. No hay posibilidad para la metáfora porque todo, absolutamente todo, está contagiado por el mismo aire viciado. América es un negocio que, con la quiebra de (parte de) su bienestar, ha adoptado una mentalidad cortoplacista en el que no importa lo que hagas para asegurar el sustento de la semana. O, mejor dicho, lo que importa es que lo hagas, que no dejes de hacerlo.

En este recorrido por el bajo vientre de los Estados Unidos, Dominik elige como guía a Jackie Cogan, sicario de la mafia de Nueva Inglaterra. Cogan es un personaje tan despiadado como práctico, el reflejo de un hombre de negocios en el crimen organizado. En el negocio de matar, Cogan sabe cómo apañárselas: miente, manipula, asesina a sangre fría sin perder su mohín de indiferencia y desdén. Mientras los rateros dan un último palo en busca de dinero para el siguiente pico de caballo y los asesinos profesionales ahogan sus penas con alcohol y putas baratas de motel, Jackie aplica la lógica aplastante de estos tiempos. Por eso, cada vez que Cogan entra en escena, Dominik infunde a la película un ritmo diferente, como de comedia negra con ocasionales chispazos de violencia. Porque no quiere dejar pasar la oportunidad de escucharle, de poner sus reflexiones al mismo nivel que ese fondo de promesas políticas —republicanas, demócratas, qué importa— que nunca abandona la banda sonora del filme. Porque, tal vez, Jackie es el producto más refinado de esa América que se desintegra entre Katrinas, #yeswecans y la ansiedad de evitar a toda costa un futuro para el que no estamos preparados. A través de sus ojos, podemos advertir la pasta de la que está hecho el mundo.

A Mátalos suavemente se le puede reprochar su insistencia en reflexionar sobre cualquier tema a martillazos, con la misma urgencia que un vómito que se precipita por el final de la garganta. Sin embargo, Dominik sabe cómo extraer la realidad de ese paisaje grisáceo de personajes abatidos para conseguir que palpemos con nuestras manos el deseo que pone en marcha, día tras día, a la sociedad: dinero, poder, amoralidad, supervivencia, instinto. Mientras los cadáveres de sus víctimas se apelotonan en las cámaras frigoríficas de la morgue, Jackie toma una cerveza y discute las palabras de Obama en la televisión del bar. Nadie mejor que él sabe de qué está hecho el sueño americano. Tras acabar su copa, Cogan comprueba que la escopeta de cañones recortados está cargada —uno nunca sabe— y conduce en dirección a casa pensando esa frase que Dominik desliza una y otra vez en este retrato de vidas minúsculas; esa frase, precisa y demoledora, que explica con sinceridad brutal el estado de las cosas: siempre es mejor esto que estar muerto.