Salvajes

Entre el cielo y la tierra

I

No se cansa uno de rememorar cierta escena cumbre en la filmografía de Oliver Stone. Del cine producido en los noventa. Una escena sombría y, por tanto, iluminadora. El Richard Nixon que encarnase Anthony Hopkins para Stone, un Nixon abrumado por el peso de su humanidad concreta, de sus errores y sus debilidades, se encaraba en un pasillo de la Casa Blanca con su Yang: Un retrato elegiaco, abstraído de John Fitzgerald Kennedy. El presidente que aún hoy, pese a las evidencias sobre la basura que cimentó su Camelot, sigue empapando bragas merced a una sonrisa dentífrica y no una sino varias balas mágicas.

Una breve reflexión en voz alta le bastaba a Nixon, le bastaba a Stone, para delatar no solo las estrategias políticas de Kennedy y su equipo de marketing, también las psicológicas de sus votantes y simpatizantes, de un pueblo. Estrategias socorridas actualmente entre quienes dicen tener a Guardiola por más digno que Mourinho, a González por más digno que Zapatero, a Godard por más digno que Tony Scott, a Verhoeven por más digno que Len Wiseman. Estrategias cifradas en alabar modelos tasados, estatuarios de conducta para hacerse un hueco en sus peanas. Nixon le espetaba a un Kennedy embebido en su vanagloria gracias a un pintor servil: «A ti te amaban porque, cuando te miraban, veían lo que creían ser. A mí me odian porque, cuando me miran, ven lo que son».

II

JFK: Caso abierto (JFK. Oliver Stone, 1991) giraba en torno a la ausencia, al brusco despertar de una ilusión, que arrojaba a América al desierto de lo real para indignación de un fiscal (Kevin Costner) investido con los anhelos justicieros y maniacos de Hamlet. En Nixon (íd. Oliver Stone, 1995), por el contrario, todo era presencia grave, insoslayable, de los pecados, que hacían del protagonista un émulo de Ricardo III.

Incluso cuando es Falstaff quien se apropia del relato, como ocurre en Asesinos natos (Natural Born Killers. Oliver Stone, 1994), Giro al infierno (U-Turn. Oliver Stone, 1997) y Salvajes (Savages. Oliver Stone, 2012), la obra de Stone pivota sobre la dualidad bigger than life descrita. Entre Jim Morrison y Gordon Gekko. Entre Elías y Barnes. Entre el 4 de julio y el 11 de septiembre. Entre reyes y asesinos natos. Entre los ideales que siempre acaban de esfumarse o nunca terminan de revelarse, y las miserias que hemos intentado disimular todo el tiempo pero son tan persistentes como nuestras sombras. Entre El cielo y la tierra (Heaven & Earth. Oliver Stone, 1993).

Una dualidad plasmada, cuando su responsable se hallaba en plenitud de facultades, con un despliegue formal arrebatador —dialéctico y crispado, subjetivo y panorámico, histérico y reflexivo, informativo y espectacular— que, en su última gran ficción, Un domingo cualquiera (Any Given Sunday. Oliver Stone, 1999), devino borrachera audiovisual anticipatoria de nuestra relación presente con las imágenes.

III

Nos hallamos pues ante un cine, como solo puede serlo el adulto, esquizofrénico; representativo de toda una generación que en mayo de 1968 iba a demostrarle a sus mayores cómo se hacían las cosas, y que ahora trata de ocultarles a sus descendientes cómo se hicieron.

Un cine en el que las barras combaten contra las estrellas y los damnificados aun se sienten orgullosos de enarbolar el blanco, el rojo y el azul desde una silla de ruedas. Cuyo desprecio por la América que Henry Miller describió como «pesadilla de aire acondicionado» no anula la conciencia de que las posibles líneas de fuga —identificadas en Salvador (íd. Oliver Stone, 1986), Nacido el 4 de julio (Born on the 4th of July. Oliver Stone, 1989), The Doors (íd. Oliver Stone, 1991), Asesinos natos, Salvajes y sus recientes documentales con el Sur, México, las culturas primitivas, la heterodoxia ideológica— también están delineadas, codificadas, por la cultura propia; de manera que apenas constituyen otra cosa que retiros espirituales tras los que sus personajes y el mismo Stone vuelven tonificados al show business y el business show estadounidenses.

Si a estos aspectos les sumamos su misoginia, el perfil profundamente masculino y, por tanto, profundamente neurótico de su cine, su peculiar novela autobiográfica editada en 1997, los titulares controvertidos que siempre garantizan sus apariciones públicas, su interés por estadistas como Alejandro Magno o Hugo Chávez, no queda otra que incluir a Stone en esa larga nómina de aventureros artísticos y existenciales en la que tanto caben Caravaggio como Klaus Kinski, Ernest Hemingway como Yukio Mishima, Ambrose Bierce como Werner Herzog. Un tipo de hombres mitad artistas mitad bufones, víctimas de su proyección mediática y de contradicciones íntimas que no siempre resuelven positivamente.

IV

Con Salvajes, Oliver Stone demuestra haber sobrevivido a su naturaleza. Haber alcanzado cierta paz interior, conciencia sobre sí mismo y los sustratos de su filmografía. Hasta el punto de que la película puede ser considerada un comentario a su filmografía previa. Para quien no esté convencido de sus virtudes, una nota al pie de la misma. Salvajes abunda en todos y cada uno de los temas expuestos en este artículo, pero con una socarronería y una templanza inusuales.

No por casualidad, la voz en off a través de la que se despliega la representación es femenina. La voz, por añadidura, de O (Blake Lively), una Ofelia que ha renunciado a ser tal, que se niega a constituirse en figura trágica, que aboga por un relativismo absoluto poniendo en cuarentena desde las orillas del metraje el sentido de lo que vamos a ver; a fin de cuentas, el sueño de una noche de verano en California: máscaras, terror, enredos, diversión.

Salvajes tiene su paralelo creativo en la novela homónima de Don Winslow, cuyo desarrollo estuvo marcado por las sugerencias de Stone y el co-guionista Shane Salerno. No cabe hablar así de adaptación, sino de otro punto de vista sobre un mismo argumento, que da lugar literariamente a una aventura irónica, a un borrador sin estilo, y cinematográficamente a un ejercicio de voluptuosidad y donaire que permite al enfrentamiento entre los tres irresponsables protagonistas y el cartel mexicano que ansía participar de su exitoso negocio de producción y distribución de marihuana trascender los registros de (efectiva) intriga coral y de (inquietante) sátira social para alcanzar categoría de reflexión sobre sus propios engranajes y la evolución en el tiempo de los arquetipos tan caros al cine de Stone.

El doble desenlace de Salvajes ha sido muy criticado. Lógico. Niega el consuelo que suele procurar la ficción, obligándonos a confrontar nuestras propias mentiras, las construcciones a las que seguimos aferrados incluso cuando se están desplomando sobre nosotros. En Salvajes no hay sitio para lo peripatético, para la catarsis, para una salida de emergencia. Tan solo para un gigantesco interrogante, que O esboza sonriente desde un mundo que fue el nuestro y ahora puede que solo habiten fantasmas como ella misma. Un mundo en el que el único drama ha residido y reside en «la abundancia de cosas que han perdido todo su sentido y que sin embargo creen aún poseerlo» (Alberto Savinio).