Los Simpson en Halloween

Los especiales de Halloween como ritual

La vida de un guionista de series pide ser imaginada: en cuanto uno es consciente de que hay gente que vive de eso se pregunta cómo serán sus vidas. ¿Serán de verdad esos seres que, en las pantallas, a menudo se retratan como habitantes del vicio? ¿Sufrirán duras resacas en la sala de los guionistas en compañía de gafas de sol, un café, donuts y otros guionistas crápulas? ¿O serán más bien como los manatíes que, según la poco sutil pero clarividente metáfora de South Park, elaboran aleatoriamente los capítulos de Padre de familia? ¿O, sencillamente, escritores a los que se les supone más capacidad de trabajo que ingenio? La realidad, por desgracia, parece tender a que no son los chimpancés amaestrados que tantas veces sugieren sus obras, sino algo más próximo a lo último y por tanto más prosaico: unos currantes de lo audiovisual. La rutina en la vida individual del trabajador del cine es una quimera, quizá hasta un deseo en sus momentos de mayor inseguridad laboral; en la televisión, sin embargo, esa rutina lo es todo. Sin ella no podría existir la propia televisión. Pero la rutina puede cansar, y los guionistas de series buscan un pequeño espacio para rebelarse, como trabajadores a la vez que como creativos: en el primer sentido porque tienen la obligación de entregar un mismo producto cada semana, en el segundo porque se sienten artísticamente encorsetados. Por eso, encuentran una manera de romper con lo de siempre sin salirse de ello, creando capítulos especiales que infringen las normas de la serie, más para su placer propio que para el de los espectadores, que si llega será algo colateral. El famoso episodio musical de Buffy, la cazavampiros (o, en lo negativo, el desastroso intento noir de Fringe) es una referencia ya clásica, porque consiguió unir con éxito a creadores, intérpretes y fans en una compartida bola de diversión cómplice y entrañable. Pero son los episodios de Halloween de Los Simpson, junto a sus sobrinos los What-If de Futurama, los más justamente célebres de este submundo.

Si bien Los Simpson siempre ha sido, hasta cierto punto y con resultados irregulares, una serie comparativamente abierta y poco acomodada, en ninguna parte como en sus especiales de Halloween transmite mayor libertad. En ellos, los guionistas desarrollan historietas que se suceden en mundos independientes al «verdadero», sin necesidad de servir a ninguna lógica interna de la serie. Son mundos que, en su contexto original, transitan los caminos espectrales de terror y juego que se abren en la sociedad estadounidense en esa noche. Se insertan en un ambiente social y cultural más que predispuesto, por lo que es probable que la experiencia de verlos por enésima vez a las dos de la tarde en Antena 3 sea pero que muy diferente a la de poder disfrutarlos en su primera emisión, en compañía y en cualquier parte de Estados Unidos, mientras niños disfrazados llaman a tu puerta pidiendo caramelos y ofreciendo sustos; al menos en potencia, ya que el canal de la Fox después respetará o no la intención de emitirlo el 31 de octubre. Es una distancia tan grande como la que va de mostrarle a la tele nuestra simpatía y aprobación cuando estamos comiendo hasta el placer histérico y comunal de oír en el piso de al lado a los Anderson reír a la vez que nosotros, mientras intuimos por el rabillo del ojo una calabaza al lado de la tele. Los Simpson son ya un ritual en sentido antropológico tanto aquí como en Estados Unidos, como a estas alturas la propia noche de Halloween —introducida en no poca medida en nuestro país por la propia serie—, pero no hay que olvidar que nosotros somos un público derivado y residual. Aquí se puede vivir su visionado con un cierto cariño; allí tiene, al menos de forma latente, la capacidad de ser expresión, reflejo y pegamento de la comunidad.

Frente a quien consideraba a Los Simpson como una serie virulentamente crítica, una opinión que a estas alturas se nos antoja ingenua y obsoleta, los especiales de Halloween nos la entregan en su más absoluta pureza, la del mero juego, sin tener que rendir cuentas a nadie ni demostrar nada. Sin embargo, se da la paradoja de que precisamente el espíritu lúdico de estos capítulos ha dado algunos de los momentos más agudos y desprejuiciados de la serie. ¿Cómo olvidar el misil directo al bipartidismo que es el relato de las elecciones entre Kang y Kodos? ¿O, año tras año, la manifestación explícita del subconsciente de los personajes principales, en los demás episodios constreñidos tanto a su papel como a las convenciones? No obstante, a la semana siguiente todo vuelve a la normalidad, lo dicho y visto queda como una gamberrada que se admite en su contexto. Cobra fuerza de nuevo la posibilidad de entenderlos como rituales, cumplen todas las características de las fiestas populares: se insertan en un momento determinado del año, se salen del espacio y tiempo rutinarios, se aceptan por toda la comunidad, se espera que haya descaro y hasta subversión… y después se perdona y olvida todo lo sucedido, porque pasó en un paréntesis del tiempo social normal. Lo que pasa en los especiales de Halloween se queda en los especiales de Halloween, como en todas las fiestas. Es una salida de lo cotidiano celebratoria y traviesa que, más aún, se sitúa en un plano de transgresión y agresión directa al adoptar las estructuras del relato de terror. Pero es tolerada porque es inofensiva. Porque sólo es un día y luego se acaba; es como ven hoy los políticos las manifestaciones, como una representación fugaz y sin consecuencias para ellos. Volviendo al principio, la ruptura que suponen los especiales es la manera que tienen los guionistas de vivir un poco, como el oficinista que se emborracha en Nochevieja o la prima segunda que se descoca en la despedida de soltera. Son juegos, necesarios, pero juegos. Sí, mucha gente se acuerda hoy de Kang y Kodos al contemplar las miserias reales del bipartidismo, pero no porque aquel episodio revelara una verdad oculta de nuestros sistemas políticos sino porque decía lo que la comunidad ya pensaba, lo compartía en público en un ambiente que lo espera y aun lo exige. Recordamos ese episodio de la misma manera en la que la anciana recuerda el ridículo que, en las fiestas de su virgen, hizo su alcalde el año pasado con un discursito público vergonzante y una faja tradicional que le marcaba toda la barrigota. Eso pueden ser los especiales de Halloween de Los Simpson: una experiencia comunal que rompe inocentemente unas normas sin peligro, que hace pasar un rato estupendo y da batallitas para contar, como hace Israel de Francisco en los exhaustivos textos a los que este artículo sirve de acompañamiento. Esta función de los rituales en las fiestas no parece mucho, pero todo sería peor y menos soportable sin ellos.