Con esos diez días a nuestras espaldas, días de excesos en los que incluimos el cine, vamos a dejar que se note con esta recopilación de reseñas en las que recuperamos muchas cosas que allí no pudimos narrar al momento, y donde, además de nuestros corresponsales, colaboran amigos y miembros de la revista con los que coincidimos en la localidad catalana.
Pietà, de Kim Ki-duk (Corea del Sur) NV
Y un día, de pronto, Kim Ki-duk pasó de moda para buena parte de ese sector de la colectividad crítica que había aplaudido recurrentemente cada nueva película suya, incluyendo proyectos tan (auto)complacientes como Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera, esa película que parecía haber sido diseñada fotograma a fotograma para adaptarse a los hábitos gustativos de los paladares occidentales. Decían que el cineasta coreano había terminado preso de sí mismo (¿y quién no?) y que se había estancado creativamente, ninguneando de esta forma los hallazgos narrativos y estilísticos que encontrábamos en la perversa comedia en bucle Time, en esa estrafalaria a la par que desgarradora aproximación al cine musical que es Aliento, en la trama casi cortazariana de la onírica Dream o en el curioso aunque finalmente inocuo experimento narrativo que propone Amén. Es verdad que, en un punto de su carrera, el director de La isla había llegado a un aparente callejón sin salida, como evidencia El arco, película con un toque peligrosamente formulaico. Y ahora parece que, casi sin excepción, Ki-duk ha terminado por ser carne de conservadores festivales internacionales. Pese al León de Oro obtenido en el último Festival de Venecia, Pietà ha sufrido la misma gélida recepción que todos sus últimos filmes a excepción de la inefable Arirang. Y sin embargo, se trata de una nueva vuelta de tuerca a su imaginario particular a partir de un proceso de depuración y estilización de lo grotesco como instrumento para indagar en la alienación contemporánea de los lazos afectivos. Lo cierto es que como ficción funciona con una notable precisión gracias a un sentido de la concisión narrativa mayor que en cualquiera de sus últimos trabajos. La volcánica relación entre una madre y un hijo sale airosa en su pretensión de transmitir la atormentada humanidad de un relato que no renuncia a las píldoras autoparódicas habituales en el último Ki-duk, pero tampoco a un lirismo desangrado que aturde y, además, conmueve.
Postcards from the Zoo, de Edwin (Indonesia) NV
No es extraño que entre una programación vasta e inabarcable como la ofrecida por el Festival de Sitges se filtren inclasificables producciones que habitualmente pasan de puntillas entre las tan variadas como suculentas experiencias que ofrece el certamen. Este sería el caso de la indonesa Postcards from the Zoo, ópera prima del realizador primerizo Edwin, una fábula de ritmo parsimonioso que relata la educación sentimental de una niña en el onírico espacio de un zoológico, mundo ignoto que observamos desde la mirada límpida y alucinada de la protagonista. Cabe constatar el estimulante flirteo de esta indefinible película con el género fantástico: en el tramo más hermoso, un enigmático mago/cowboy entra, como por arte de magia, en la ficción, para después abandonarla en una secuencia de fabuloso lirismo. Cuando la joven ha de dejar el zoológico y vivir en el mundo exterior, la evocación de su existencia pretérita está pautada por la reiteración de motivos visuales y musicales, como si se tratara de los estribillos de un poema o como si fuéramos sumergidos en una extraña liturgia mística. Postcards from the Zoo es una aventura cinematográfica insólita que se descubre a sí misma como una de las joyas secretas de esta última edición.
Flying Swords of Dragon Gate, de Tsui Hark (China) Galas
Tras las gozosas Missing y Detective Dee y el misterio de la llama fantasma muchos de los aficionados al cine del maestro Tsui Hark teníamos grandes previsiones sobre lo que podría llegar a ser, por más de un motivo, Flying Swords of Dragon Gate. En primer lugar, se trata del segundo remake de un clásico imprescindible del cine de artes marciales, Dragon Inn (King Hu, 1967), cuyo primer remake, New Dragon Gate Inn (Raymond Lee, 1992), había sido escrito por el propio Hark; un material argumental sin duda suculento y muy apropiado para las manos de un realizador tan habituado a todo tipo de malabarismos narrativos. Esta mirada hacia atrás en pos de la recuperación de la grandeza del wuxia de antaño se prolonga en la elección de Jet Li como protagonista de la cinta, una vieja gloria cuya colaboración con Hark había dado lugar a maravillas como la trilogía Érase una vez en China. En tercer lugar, estamos ante la primera película China rodada completamente en 3D, y muchos soñábamos despiertos imaginando lo mucho que podía dar de sí, en cuanto a mutaciones de la puesta en escena se refiere, un Tsui Hark de la era digital. Flying Swords of Dragon Gate pretende, pues, revitalizar una tradición cinematográfica sirviéndose de los últimos avances técnicos disponibles, pero el resultado —por mucho que me duela decirlo— roza lo catastrófico. Las coreografías —salvando algún momento puntual— desaprovechan alarmantemente las posibilidades ofrecidas por las innovaciones tecnológicas, situándose en el punto más bajo de la carrera del director chino. La progresiva acumulación de subtramas y personajes secundarios termina por debilitar hasta el derrumbe un relato de débil arquitectura, visiblemente esforzado pero decepcionante por la torpeza con que ha sido elaborado. No obstante, y pensando en los muy sólidos filmes que preceden a Flying Swords…, confiamos en que se trate de un simple tropiezo en una carrera brillante, pero también sumamente irregular. Sobre el lamentable estado de salud del wuxia ya habría que hablar aparte…
The Weight, de Jeon Kyu-hwan (Corea del Sur) SOFC
Son innumerables los textos críticos que describen, con irreprochable precisión, la sintomatología que afecta al degradado thriller surcoreano, cuyo futuro parece residir en manos de un puñado de aguerridos cineastas —noveles y veteranos— que se niegan a caer en el cómodo letargo de las recetas. Pero mucho menos se ha hablado de cómo otra parte de la producción nacional, libre de codificaciones genéricas, ha terminado por someterse a determinadas tendencias predominantes en las corrientes de los festivales europeos de prestigio. The Weight es un tipo execrable de subproducto que no ofrece más que autoría prefabricada: sordidez de diseño, personajes indescriptiblemente extravagantes, un sentimentalismo que se vierte por vías no convencionales y arranques de realismo mágico más bien pobres en lo que a imaginación se refiere. Ingredientes no menos formulaicos que los que constituyen producciones visiblemente comerciales como War of the Arrows (Kim Han-min, 2011), Deranged (Park Jung-woo, 2012) o Nameless Gangster (Yun Jong-bin, 2012), también proyectadas en Sitges a lo largo de estos días. La última película del responsable de la trilogía integrada por Mozart Town, Animal Town y Dance Town no es más que una caótica amalgama de apuntes deshilachados cuya narrativa se basa en la acumulación gratuita de acontecimientos pintorescos. Su único fin parece ser la búsqueda del equilibrio entre lo jocoso y lo repulsivo. Pero, definitivamente, muere enferma de sí misma: no enuncia nada, se conforma con aparentar y, para colmo, Kyu-hwan parece tristemente contento con ello.
The Seasoning House, de Paul Hyett (Gran Bretaña) SOFP
La primera película dirigida por Paul Hyett —encargado de los efectos de maquillaje en producciones como Eden Lake o Attack the Block!— está muy lejos de ser redonda; pero aunque se trate de una obra menor con una voluntad desesperada por resultar provocativa mediante la esmerada plasticidad de su violencia, lo cierto es que en su interior laten una serie de preocupaciones de orden estilístico y conceptual que hacen de ella una experiencia para nada desdeñable. En The Seasoning House, ambientada en la Guerra de las Balcanes, una adolescente sordomuda que ha perdido a su familia durante el cruel conflicto será recluida en un prostíbulo regentado por un inescrupuloso delincuente que se dedica a prostituir con soldados a las jóvenes secuestradas. Habiéndose convertido en la preferida del líder de la mafia, su actividad laboral consistirá en drogar a sus compañeras para facilitar la posterior violación, limpiar las magulladuras y heridas que dejan en ellas sus agresivos clientes y maquillar sus rostros para hacerlas más apetecibles a ojos de súcubos prestos a devorarlas. El esencialismo narrativo y la primitividad de los elementos confrontados en el relato aproxima su caligrafía a la de una fábula; este carácter fabuloso se ve acentuado por la irrealidad cromática que predomina en la onírica fotografía de Adam Etherington. Hyett parece dispuesto, como muchos otros cineastas de su generación, a explorar el nuevo lugar de lo femenino en las narraciones contemporáneas: el hermético espacio al que alude el título es un universo presidido por la feroz voracidad del deseo sexual masculino; la puesta en escena formula con violenta visualidad la tensión entre el aspecto robusto, musculado y monstruoso del cuerpo del hombre y la quebradiza fragilidad de la actriz Rosie Day; algo que se trasluce en las imágenes con una contundencia ajena a cualquier principio de sobriedad expositiva. Por otra parte, The Seasoning House lleva hasta el paroxismo una obsesión persistente en el cine de los últimos años, que hemos podido observar, además, en algunas de las películas proyectadas durante la reciente edición del Festival —pienso concretamente en Sinister, Lovely Molly, Chained, The Pact y en el tramo de V/H/S que dirige Joe Swanberg—, y que tiene que ver con la inhabitabilidad de los espacios. La noción de refugio parece haber ido desvaneciéndose progresivamente en las películas de género: Angel transitará por cinco hogares provisionales —si tenemos en cuenta su paso por la fábrica, momento de sumo interés— de apariencia desigual, pero todos esconden trampas letales para ella. La vida ya no es más que un blanco móvil.
War of the Arrows, de Kim Han-min (Corea del Sur) Casa Asia
War of the Arrows fue la película más taquillera durante el año pasado en los cines de Corea. Pese a los problemas de financiación a los que debió enfrentarse Kim Han-min en su tercer largometraje, esta ficción que relata la segunda invasión manchú de Corea en 1636 logró captar la atención de un público que suele mostrar gran entusiasmo ante los filmes históricos de corte abiertamente patriótico. Todo parece haber sido modelado siguiendo a rajatabla los patrones de lo que debe ofrecer un espectáculo épico con talante de blockbuster para toda la familia. Si bien Han-min disimula con habilidad las deficiencias presupuestarias, la narración de los acontecimientos es plana y vulgar. Sin embargo, algunos apuntes bastante subversivos sobresalen por encima de la tosquedad del material, ya que nos encontramos frente a la descripción de un nacionalismo cimentado en el escepticismo político y en el rechazo a la hipocresía de los líderes. La gran figura mesiánica, capaz de encender en el pueblo la llama de la rebeldía, no es ningún guerrero juramentado, sino un holgazán, borracho y putero, que resulta letal para sus enemigos cuando tiene un par de flechas en su carcaj.
Dead Sushi, de Noboru Iguchi (Japón). Midnight X-Treme
Pese a los decalitros de sangre vertida, a los profusos desmembramientos y al grotesco sentido de la sexualidad que colapsa las imágenes en las películas de Noboru Iguchi, su mirada tiene tanto de maliciosa como de cándida e infantil. Iguchi parece apropiarse de la violencia como si fuera una inofensiva herramienta del cine entendido como simple espectáculo. No hay cuerpos sufrientes en sus filmes, y cualquier agresión física está marcada por una festiva frivolidad que neutraliza el impacto de lo que vemos y magnifica su condición inocuamente cómica. Desde este punto de vista, una película como Dead Sushi está hermanada con algunas de las comedias gore más descerebradas que se puedan proyectar en la sección Midnight X-Treme. No hay ningún afán especialmente revulsivo en el desparrame de vísceras, pero existen un par de cuestiones que hacen al último filme de Iguchi —y a su obra cinematográfica en general— más estimulante de lo que nos podrían sugerir nuestros prejuicios. Por un lado, el director se acoge a tradiciones folklóricas y narrativas muy arraigadas en la cultura popular de su país y las subvierte a través de su ensuciamiento y banalización; nos interesa especialmente la forma en que procede a este rebajamiento del material que tiene entre manos, sirviéndose de fogonazos de mal gusto entendidos como si fueran cartuchos de dinamita. Quizás, en este sentido, el alcance de la mala leche de Dead Sushi sea menor que en otras producciones del nipón —incluyendo su espléndido atentado a lo kawaii en The ABC’s of Death—, pero debemos decir que Iguchi es solvente a la hora de contar una historia y escenificar combates, lo cual no debemos dejar de agradecer en este delirio trash y multirreferencial donde las piezas de sushi asesinan, devoran, cantan y hasta se aparean entre ellas.
Sound of my Voice, de Zal Batmangli (EE.UU.) NV
El año pasado, la actriz, productora y guionista Brit Marling aterrizaba en Sundance con dos modestas películas producidas, co-escritas y protagonizadas por ella misma: Otra tierra y Sound of my Voice. La primera, una irregular pero estimable producción indie que postulaba a Mike Cahill y a Marling como dos talentos muy a tener en cuenta en el futuro, se proyectó en el 44 Festival de Sitges. Proponía, entre otras cosas, un viraje de la ciencia ficción hacia una concepción más intimista y menos espectacular que la acostumbrada; una vía que transita también Sound of my Voice, filme que percibe al género como herramienta adecuada para meditar acerca de eso que Íker Jiménez llamaría «el enigma humano». A través de la historia de un joven matrimonio que se infiltra en una secta presidida por una mujer que asegura venir del futuro, el tándem Batmanglij-Marling disecciona a una sociedad atomizada en la que apenas quedan ya rastros de los antiguos lazos comunitarios. Pero ni siquiera el escepticismo crítico que orienta hoy nuestra brújula epistemológica nos libra de algo tan arraigado en las raíces culturales occidentales como es el deseo de someternos a una voluntad superior que guíe nuestros pasos. Brit Marling desata todo su potencial interpretativo para dar vida a uno de los personajes más hipnóticos y sugestivos que un servidor recuerde en mucho tiempo. En la enigmática Maggie se condensan las contradicciones inherentes a las figuras mesiánicas y las inevitables tensiones entre un pasado cuyo legado no hemos sabido incorporar a nuestra experiencia, un presente opaco ante nuestros propios ojos y un futuro más incierto que nunca. La ambigüedad desdibuja los contornos del relato pero no afecta a las intenciones de una notable cinta que, como radiografía de un desconcierto de orden ético y metafísico, rehúye coherentemente de una resolución concluyente.
Dragon, de Peter Chan (Hong Kong) Casa Asia
No sabría decir si la última película del subvalorado Peter Chan es realmente transgresora o solamente refrescante. Lo que sí me queda muy claro es que es una muestra tan arrolladora de vitalidad cinematográfica que no puedo más que rendirme ante sus incontables virtudes. Parece imposible que un cineasta sea capaz de desplazarse con tal gracilidad, ligereza y elegancia entre formas de enunciación tan disímiles y distantes como lo son una original reformulación del cine policíaco —en la que se dan la mano la deducción holmesiana, nociones de medicina tradicional china y la recurrencia a planos secuencia anatómicos a lo C.S.I— y todos los ingredientes dramáticos y escénicos propios del wuxia. Uno se siente desbordado por el gozoso sentido del storytelling de Chan y por la magnificencia visual de un espectáculo orgánico y vertiginoso sobre el que reposa un drama existencial que plantea múltiples cuestiones de atemporal universalidad y, además, las plantea muy bien. ¿Dónde radica la esencia de lo que somos? ¿Cuándo dejamos de ser lo que hemos sido para comenzar a ser algo distinto?, se pregunta día a día el atormentado detective que interpreta un sobresaliente Takeshi Kaneshiro; interrogantes cuyo eco sigue repercutiendo en nosotros mucho después de que haya cesado el sonido de las espadas chocando.
Assault: Jack The Ripper, de Yasuharu Hasebe (1976, Japón). Mondo Macabro
Conmemorando el centenario de la mítica productora Nikkatsu, que durante décadas fue el máximo referente en la producción de películas pinku eiga —subgénero que combina el thriller, el pornosoft y una suerte de proto-torture porn—, esta última edición del Festival ha tenido la grata idea de recuperar tres ejemplos muy significativos de lo que supusieron estos filmes durante los años ’70. El primer de ellos es una historia de asesinatos en serie dirigida por el fundamental Yasuharu Hasebe, que relata las hazañas de una joven pareja que estimula su libido torturando y apuñalando atractivas mujeres. La vieja asociación entre Eros y Thanatos brilla en todo su esplendor desde la magnífica secuencia en que una perturbada muchacha se desnuda delante de los amantes para después automutilarse; a partir de este momento, las pulsiones de la muerte alimentan el deseo sexual y empujan a los protagonistas a una vorágine destructiva y autodestructiva que funciona a modo de oscuro reflejo de las relaciones de pareja tradicionales. Misógina hasta límites difícilmente tolerables por el público de hoy, Assault traspasa con audacia las fronteras de lo políticamente correcto y ve suplidas sus asperezas e irregularidades por la contundencia de unas conclusiones bastante siniestras. Ignacio Pablo Rico
Star of David: Beauty Hunting, de Norifumi Suzuki (Japón) Mondo Macabro
Tuve ocasión el pasado verano de visitar la villa de Denjirô Ôkôchi, un bello jardín en las inmediaciones del bosque de bambú de Arashiyama, en Kyoto. Mientras recorría aquel paraje primorosamente diseñado por la célebre estrella de Nikkatsu, me topé con un elemento perturbador: asomaba entre las rocas un ejemplar del temible avispón autóctono japonés, de gran envergadura y picadura letal en no pocos casos. Por suerte no hubo mayores consecuencias, como tampoco se derivan del visionado de Star of David: Beauty Hunting, hito de ese otro avispón llamado pinku eiga que anidó en los jardines fílmicos de la Nikkatsu. Recordar el centenario de la productora programando una sesión doble de roman porno es una de esas genialidades por las que amamos Sitges, pero también una invitación a reconocer la audacia de Norifumi Suzuki, director que fue capaz de poner en duda los valores de masculinidad imperantes en Japón (Girl Boss Blues: Queen Bee’s Counterattack, 1971) o dotar al exploitation de un genuino halo romántico (Sex and Fury,1973). Hay una gravedad en su trabajo que probablemente alcanza su cota más alta con Star of David…, cuya realización mezcla sin comicidad alguna el erotismo y las torturas con conceptos como la genética de la violación, la necrofilia, el ideal nazi de pureza o la humillación como forma de conocimiento del ser humano. Si bien conviene no sobreanalizar obras abiertamente enfocadas a la explotación, pocas como esta arrojan una visión tan inquietante de la época y sus espectadores. Mientras que la fauna noctámbula de Sitges disfrutaba de la proyección a unas horas en que no cabe rebelión política más allá de 140 caracteres y el instinto sexual cede paso a incontinencias más infantiles de cintura para abajo, el público de aquellos años lo hacía con una complicidad de naturaleza muy diferente al frikismo inofensivo que alimenta nuestra cinefilia actual. No os recomiendo intentar entenderla, chicos: simplemente, recreaos en las tetas de las actrices y llevaos el recuerdo a una feel-good movie como Safety Not Guaranteed. De nada. Álvaro Peña
Excision, de Richard Bates Jr. (EE.UU.) SOFP
El primer largometraje de Richard Bates es la versión matizada y aumentada de su debut en formato corto de igual título realizado en 2008. Una excelente carta de presentación que le valió numerosos premios entre ellos el del Austin Film Fest y que ha convertido, manteniendo buena parte de sus hallazgos de puesta en imágenes, en una película notable, por momentos extraordinaria. El punto de partida y la conclusión es bien reconocible en la historia del género. Lo interesante es el tratamiento elegido por el joven cineasta, que sin alzar la voz en ningún momento no solo narra el funesto itinerario (mental y físico) de la protagonista, también del mundo que le rodea, dejando en evidencia a la familia, el matrimonio, la enseñanza, la comunidad y la religión, instituciones que se quieren defender como baluartes del camino correcto cuando apenas parecen haberse actualizado y/o que entre sus pliegues pudieran esconder importantes taras. La tragedia de Pauline (a la que incorpora con un gran despliegue de registros AnneLynn Mccord, que aunque no lo parezca a primera vista es una auténtica preciosidad es la misma que la de la negación de una sociedad bienpensante que prefiere mirar a otro lado o aceptar lo que hay (resulta elocuente el perfil que se hace del padre), sin molestarse en identificar los problemas ni escuchar los gritos de auxilio (la madre insiste en llevar a Pauline al parroco local en vez de, como ella misma le pide, buscar ayuda profesional). El recorrido, repleto de un extraño humor negro, que sigue Pauline está puntueado por la visualización estilizada de recurrentes pesadillas que funden deseo, sangre y dolor, y por esas charlas que tiene con Dios (no se puede decir que esté rezando) en las que intenta lidiar con la culpa por el odio que siente hacia su madre, concluye en el momento en el que ambas mujeres, abrazadas, gritan horrorizadas por lo que ha acaba de hacer la adolescente… José David Cáceres
Antiviral, de Brandon Cronenberg (Estados Unidos-Canadá, 2012) SOFC
En 1919, Marcel Duchamp pintaba mostacho y perilla a una reproducción barata de La Gioconda. En los márgenes de lo que había pasado a ser un ejercicio de apropiación artística, Duchamp añadía como título L.H.O.O.Q., acrónimo que vocalizado en francés suena similar a «Tiene un buen culo». La postal es hoy ejemplo paradigmático de objeto encontrado o readymade. Un tipo de obra que no ambiciona ser abiertamente novedosa ni rupturista. Que prefiere operar como un antiviral, causando una disfunción irónica en el ADN del objeto consagrado al que se remite para aislar, neutralizar y reconfigurar su ascendiente infeccioso sobre el ecosistema cultural. El gesto de Duchamp lo emula en su ópera prima Brandon Cronenberg, hijo del reputado David Cronenberg. El protagonista de Antiviral, Syd March (Caleb Landry Jones), trabaja en una clínica que mercadea con dolencias víricas de celebridades, ansiadas por sus fans como forma de comunión definitiva con sus ídolos. Syd inocula además subrepticiamente en su propio cuerpo tales dolencias para traficar con ellas de manera ilegal. En el plano bisagra del film, Syd dibuja con sangre un burdo bigote sobre el rostro omnipresente de la superestrella Hannah Geist. El término Geist remite a la fenomenología del espíritu hegeliana, a la realización del Espíritu a través de y contra sus manifestaciones objetivas y subjetivas. El acto de agresión metafórica que ejerce Syd confirma que Antiviral es más que una simple adecuación a 2012 de los postulados sobre la Nueva Carne de David Cronenberg. Más que una reedición estilística ingeniosa y servil de Stereo (1969) y Crimes of the Future (1970). Más que una mirada sobre nuestro presente post-mediático conexa a las de otros títulos presentes en Sitges 2012 como Me @ the Zoo (Chris Moukarbel y Valerie Veatch, 2012) y Room 237 (Rodney Ascher, 2012). Su última escena subraya que Antiviral representa, ante todo, un vía crucis de estaciones definidas por la ansiedad de la influencia (paterna), el control del legado (paterno), y el éxtasis final de una vampirización proteica (del padre). Brandon concluye que David también tuvo un buen culo, y lo penetra con la inteligencia y la delicadeza necesarias para que el cóctel de fluidos resultante sirva al propósito de abonar su incipiente carrera como director. Diego Salgado
Wolf Children, de Mamoru Hosoda (Japón) SOFC
Se dibuja un escenario emocional en la tercera película de Mamoru Hosoda que remite sutilmente a sus anteriores trabajos: personajes en busca de sentido. Porque no trata tan solo de reflejar el duro camino hacia la madurez como una sucesión de anécdotas divertidas que terminan con los polluelos abandonado el nido; la película es en realidad un brillante ensayo sobre nuestra capacidad de cambiar y de aceptar el cambio. La historia de estos personajes es una trepidante huida hacia delante. Como en tantas otras fábulas abandonamos la ciudad hacia ancestrales territorios en los que poder conectar con la naturaleza, con la comunidad… sin embargo la vida en el campo es por supuesto muy dura y no encontramos allí crípticos maestros que nos desvelen los misterios de nuestra existencia: las dudas permanecen, y con el paso del tiempo se hacen más acuciantes. Descendemos pues cuesta abajo y el paisaje cambia rápidamente. Hosoda consigue que la ciudad, populosa y sin embargo solitaria, parezca un remanso de paz comparado con el ajetreo del campo: no hay tiempo para pensar, hay demasiado por hacer. La mezcla de géneros, comedia, drama o romance, marca el ritmo como lo hace en nuestro día a día. El elemento fantástico tampoco es disonante, aparece perfectamente integrado en la cotidianeidad evitando la fuga que experimentamos en otras fábulas. Nos precipitamos sin saberlo hacia un momento crucial en nuestras vidas, ese en el que tendremos que detenernos y mirar a nuestro alrededor. Y el hilo conductor de todos esos recuerdos es tan solo una sonrisa.
Mekong Hotel, de Apichatpong Weerasethakul (Tailandia) NV
El mundo moderno y el ancestral conviven de nuevo pacíficamente en este mediometraje de Apichatpong Weerasethakul. También la ficción y la realidad se hacen por momentos indistinguibles: ¿se trata de un documental sobre el rodaje de una película? ¿se trata de una ficción cuyas escenas han sido recortadas a trasquilones permitiendo vislumbrar a sus actores y al propio cineasta? A veces se diría que miramos por los ojos del director y lo que muestran es una imagen desprovista de narración: solo la sospecha de que quiere compartir un sentimiento, un paisaje que le resulta evocador, cierta música… es como si se interrumpiese la película y nos encontrásemos de repente en una sala de museo. Sin embargo la fantasía aparece después con naturalidad; sorprendente en cierta medida pero solo como lo pueda ser la noticia de una enfermedad grave. Entonces se cuela alguna conversación de fuera de los personajes, de los actores haciendo de sí mismos en una ficción que intenta recrear la vida que llevan al margen de la realidad. Y de nuevo la sala de museo. La instalación de Weerasethakul es sin duda sugerente pero advierto a quien se aventure en ella de que hay que llevar casi todo el trabajo hecho de casa: las abstracciones que propone el director son tan abiertas como la predicción de una pitonisa y hacen temer que lo siguiente sea una película de él mismo cortándose las uñas de los pies durante dos horas (eso sí, con un extravagante demonio que se come los recortes que caen debajo de la cama). Rosendo Chas
Ahí va el diablo, de Adrián García Bogliano (México) SOFP
En una edición en que Satán ha hecho acto de presencia, y no para cazar moscas con el rabo precisamente, no podía faltar un título consagrado a las posesiones demoníacas. Lo interesante de Ahí va el diablo es que tras un prólogo de sonrojante explicitud, desnudos femeninos gratuitos incluidos, el foco de la historia se dirige hacia el drama de unos progenitores que tras hacer frente a la desaparición de sus dos hijos durante unas apacibles vacaciones en Tijuana deben asumir el hecho de que ambos han vuelto, pese a parecer ilesos, transformados. El mal que parece haberse apoderado de sus vástagos va impregnando, insidiosamente, la narración, así como el comportamiento de unos padres que se resisten, pese a las innegables evidencias, a asumir las implicaciones de lo sucedido. Por más que la película no escatime en truculencias —de esas pensadas para arrancar el aplauso del espectador adicto a las emociones fuertes— lo que termina por imponerse es una convincente aproximación a la cotidianeidad del terror.
Henge, de Hajime Ohata (Japón) NV
Cada vez son más los cineastas que alargan arbitrariamente la duración de sus películas, en no pocas ocasiones muy por encima de sus propias posibilidades narrativas. El que Hajime Ohata haya elegido para su nuevo trabajo la concisión del formato mediometraje hace gala de una honestidad que le honra, pues en los 54 ajustados minutos de Henge cabe un psicodrama de pareja llevado a sus últimas consecuencias, que puntea la degradación física del marido —y consecuente degradación moral de la mujer, que no duda en ofrecerle magros jovencitos a los que seduce para aplacar el insaciable apetito de su amado por la carne humana— con secuencias de paroxístico terror, gritos y mutaciones incluidas, de esas que tan bien dominan los directores japoneses de género. Reincidiendo en la filiación nipona, los últimos estertores del filme se regodean en la ceremonia de la destrucción masiva, coqueteando sin rubor con el Kaiju Eiga de serie Z en un pasadísimo climax final.
Keyhole, de Guy Maddin (Canada) NV
La filmografía del director canadiense se ha venido caracterizando por un decidido empeño en plasmar esas fantasmagorías que pueblan su inquieta imaginación y, por extensión, el inconsciente colectivo histórico del que se nutre el propio cine. En su nuevo trabajo el mito griego de Homero sirve para articular una revisitación de los códigos del noir, que devienen finalmente pretextos para dar salida a una torrencial catarata de secuencias, tan bellas y sugerentes como a la postre agotadoras, en las que Guy Maddin da muestras de encontrarse a sus anchas sin que medie invitación al potencial espectador, perdido en un laberinto de imágenes y sonidos de complicada, por no decir imposible, asimilación. Para bien y para mal, Keyhole es celuloide libre hasta sus últimas consecuencias, y el mérito que ello conlleva no debería ser óbice para reconocerse superado por la sobredosis de estéticas y libre albedrío.
Post tenebras lux, de Carlos Reygadas (México) NV
Una de las peores rémoras que pueden afectar a una película es verse constreñida por una marca de fábrica que se imponga desde fuera en vez de nacer desde dentro. Si encima el responsable es un director más pendiente de hacerse notar que de adaptar la puesta en escena a las necesidades de lo que narra, el asunto adquiere tintes irritantes. Viene esta digresión a cuento de la decisión de Carlos Reygadas de distorsionar los extremos del plano arbitrariamente en Post tenebras lux, un efecto visual que amplifica la rotunda belleza de las secuencias que tienen lugar en los agrestes exteriores, pero emborrona de manera inexplicable los rostros de los intérpretes cuando la cámara se les acerca, enturbiando por lo general la bellísima fotografía. Pese a ello y la molesta dispersión narrativa —proverbial en aquellas obras que suceden ante todo en la mente de sus creadores—, la medida cadencia con que vamos asistiendo a la intrahistoria de la familia protagonista, rota de manera abrupta por las desconcertantes apariciones de un Diablo sobreimpresionado, o una orgía donde el sexo recupera su añorado carácter revulsivo, refuerzan la apuesta de un cineasta a seguir con detenimiento. Víctor de la Torre
Warrior, de Gavin O’Connor (EE.UU.) Seven Chances
Esta película de Gavin O’Connor es a las historias de luchadores lo que las novelas de Don Winslow al género negro. Es decir, un pastiche mínimamente solvente confeccionado por un tipo al que se nota que le gusta el asunto pero que no tiene gran cosa que aportar. O’Connor explota la máxima de que los tiempos duros se capean a hostias, transita lugares comunes y se queda artísticamente corto frente a la sombra de Hill (por partida doble), Sly (por partida múltiple), Bronson, Marty o Clint. El mayor rasgo definitorio del cineasta neoyorkino parece ser su obsesión por las relaciones fraternales y paternofiliales turbulentas, como si quisiera también ser un complemento del más prestigioso James Gray. Tiene la fortuna de contar con un excelente trío protagonista, de los que casi pagan sólo con la presencia. Nick Nolte en su salsa etílica, como el fantasma de un Tom Jordache con una segunda oportunidad. Joel Edgerton se consolida como un tipo dotado para el drama y con madera de hombre de acción. El hipertrofiado Tom Hardy protagoniza, más por sus prestaciones físicas e interpretativas que por méritos del realizador, la imagen más poderosa del film: su personaje como un auténtico animal herido y enjaulado durante el fraticida combate final.
Dead Shadows, de David Cholewa (Francia) Midnight X-treme
La aparente falta de altas pretensiones es al mismo tiempo la mayor ventaja y el mayor hándicap de la opera prima de David Cholewa. El film se acaba postulando como un sentido y demasiado inocente homenaje a la criatura multiglandular que amamantó a sus responsables. Tenemos el tuétano del imaginario lovecraftiano y el brío deseado de un John Carpenter, aderezado con imaginería propia del mejor cine de Brian Yuzna y de las viñetas de un Eleuteri Serpieri o los desfases de Toshio Maeda. Tan sencillo como eso y poco más: un buen ritmo, FX notables, romanticismo apocalíptico y un reparto que funciona suficientemente en el que destaca con facilidad un John Fallon cuyo personaje, con posibilidades icónicas, no acaba de ser aprovechado. Exactamente lo mismo que sucede con ese espectacular decorado que debería ser la ciudad de París. Salvador Solano
The Thieves, de Chio Dong-hoon (Corea del Sur) Casa Asia
Este film permite un par de cosas. Por una parte, pasar un buen rato con un divertimento bastante completo. Empieza como una caper movie en el estilo de tantas y tantas obras previas pero con la mirada puesta en el Steven Soderbergh de Ocean’s Eleven. Hagan juego (Ocean’s Eleven, 2001), Ocean’s Twelve (Uno más entra en juego) (Ocean’s Twelve, 2004) y Ocean’s Thirteen (2007). Una banda coreana de ladrones de altura es presentada al espectador tras un robo ingenioso y arriesgado, como no, definiendo los roles de cada uno de ellos. A continuación se junta con otra banda china para robar un diamante en un hotel-casino en Macao… Si a ello añadimos un policía infiltrado, una cuenta por saldar entre los ladrones de ambas bandas (con sorpresa final) y un mafioso perista tan poderoso y mortífero como Keyser Soze obtenemos un producto trepidante que supera en acción a su referente americano aunque sin el glamour de las cintas de Soderbergh, y padece como aquellas del síndrome de “qué guapos que somos”. El humor no es el fuerte del cine oriental y a Choi Dong-Hoon le falta el poso de negrura y cinismo de los thriller japoneses. Aquí precisamente radica el interés añadido (o la curiosidad) de esta cinta. Si Nameless Gangster, Rules of the Time (Bumchoiwaui junjaeng, Yoo Jong Bin, 2012) bebía directamente de Uno de los nuestros (Goodfellas, M. Scorsese, 1990) y Casino (íd., M. Scorsese, 1995), bebiendo Scorsese también del cine de Hong Kong, The Thieves se origina en la saga de Soderbergh pero tiende a deslizarse al thriller hongkonés con sus persecuciones acrobáticas y tiroteos de artificio. Podemos hablar de ladrones, de homenajes, de seguidores o, en definitiva, de vasos comunicantes a uno y otro lado del Atlántico.
Branded, de Jamie Bradshaw y Alexander Doulerain (EE.UU.) SOFP
Rareza que contempla una producción y dirección mixtas americano–rusa. Branded es la extraña rise and fall and rise again de Misha, ambicioso publicista de Moscú que trata de emular a los popes de la publicidad. Su rápido ascenso le lleva la realización de un reality en el que una mujer transformará su cuerpo para vincularse a los estándares de moda. Retirado a zona rural tras el fracaso del producto, es rescatado (en estado aparente de psicosis paranoide) por su mujer para iniciar un nuevo proyecto. Pero todo se altera cuando Misha identifica las marcas que nos dominan (de bebidas, ropa o tecnologías) como enormes gusanos hinchados que chupan nuestra energía flotando tras nuestras nucas. Y decide crear la antimarca, otro ser monstruoso, con que combatirlas. Branded es una historia demasiado prolija y demasiado naif para mantener el interés continuamente aunque la propuesta no deja de tener sus momentos curiosos: la narración cínica de su ascenso triunfal, los bichos flotantes apareciendo en el cogote de un niño que devora fast food o la equiparación mística con un pope encarnado por Max Von Sydow.
The Dinosaur Project, de Sid Bennet (Reino Unido) SOFP
Esta película es el efecto secundario de obras como REC (J. Balagueró y P. Plaza, 2007), Monstruoso (Cloverfield, M. Reeves, 2008) o El proyecto de la bruja de Blair (The Blair Witch Project, E. Sánchez y D. Myrick, 1999). Si el año anterior Troll hunter (Trolljegeren, A. Ovredal, 2010) nos ofrecía una divertida odisea de un equipo televisivo dispuesto a seguir a un cazador de trolls por una Escandinavia nevada, The Dinosaur Project hace algo semejante con un equipo de exploración que trata de identificar un saurio prehistórico en el Congo. Dotada de un presupuesto mayor que aquella, que permite la aparición de numerosos monstruos en primer plano y en planos generales, la película de Bennet carece de sentido del humor, se toma muy en serio y muere ahogada por un exceso de peripecias que, evidentemente, no podrían ser captadas por ninguna de las numerosas minicámaras que son la coartada del supuesto found footage.
Thale, de Aleksander L. Nordaas (Noruega) SOFP
En comparación con la anterior, esta es una cinta modélica. En 77 minutos el autor (montador, cámara, guionista, productor, director) explica la historia de dos compañeros que encuentran una misteriosa joven en una cabaña del bosque, en la que hay restos humanos y material de experimentos. El guion es breve, nos orienta pronto al fantástico sin mostrar en exceso, la puesta en escena hace mérito de las carencias y aunque la cinta padece falta de desarrollo argumental, se agradece la dirección directa que evita bastante los efectismos (si olvidamos los primeros planos de vómito en la primera secuencia) y utiliza muy bien decorados y escenarios naturales.
The Last Will and Testament of Rosalnd Leigh, de Rodrigo Gudiño (Canadá) SOFP
Los méritos de Thale, puede compartirlos esta película modesta pero sobria. Rodrigo, fundador de la revista Rue Morgue, elabora una cinta claustrofóbica que ha gastado buena parte de su producción en una casa realmente asfixiante, repleta de estatuas de ángeles y otros objetos extraños, dónde transcurre la acción. Gudiño sigue el enfentamiento entre Leon y su madre quien, aun después de muerta, se esfuerza en tratar de convencer a su hijo de que debe creer en los ángeles y el más allá. La cinta se inicia con una serie de travellings que pasan del lucimiento a la vanidad pero se centra a continuación en una narración sobria que dosifica muy adecuadamente la información y los golpes de efecto.
Storage 24, de Johannes Roberts (Reino Unido) SOFP
Nos encontramos ante una cinta más de enfrentamiento entre un grupo y un agresor superior a ellos en espacio cerrado, en este caso unos amigos (y algún otro personaje) que quedan atrapados en un gran almacén tras un misterioso accidente en Londres. El enemigo es un extraterrestre sanguinario que se dedica a destripar a sus víctimas. El director (autor también de F, incluida en las sesiones especiales) trata de sacar partido a los pasadizos del almacén, a lo que puede aparecer más allá de la esquina y a los tubos de ventilación pero la propuesta es limitada (posiblemente por presupuesto) ya que no recurre prácticamente nada a los objetos que pudieran encontrarse en ese lugar y se limita al juego del gato y el ratón en una especie de Alien (íd., R. Scott, 1979) casero.
Hotel Transilvania, de Genndy Tartakovsky (EE.UU.) Sitges Family
Lo que tiene la paternidad, acabar viendo pelis familiares. Aunque, para un niño que a los tres años tiene como favoritas Pesadilla antes de Navidad (Nightmare Before Christmas, H. Selick, 1993) o las obras de Estudio Ghibli las cintas familiares de Sitges se quedan algo cortas. Hotel Transilvania, realizada por el autor de las televisivas series de dibujos Las superniñas o El laboratorio de Dexter, es una discreta cinta que muestra las peripecias de Drácula que regenta un hotel para albergar monstruos en vacaciones. Allí, en víspera del 118 aniversario de su hija, llega un mochilero adolescente… y el amor se combina con el humor entre idas y venidas de la pareja junto a Frankenstein y señora, Hombre Lobo y su numerosa prole, zombies atontados, un pícaro hombre invisible… Hotel Transilvania luce un humor demasiado blanco, triunfando en su primer segmento con la ayuda del 3D pero al que le falta la garra que lucen los monstruos.
El alucinante mundo de Norman, de Sam Fell y Chris Butler (EE.UU.) Sitges Family
Este es el debut en la dirección de Chris Butler, colaborador en storyboard de dos cintas de prestigio, Los mundos de Coraline (Coraline, H. Selick, 2009) y La novia cadáver (Corpse Bride, T. Burton, 2005) junto con Sam Fell, que fuera director de El valiente Despereaux (The Tale of Despereaux, 2008) y ello se nota. La cinta mide bastante bien su tempo y presenta los personajes de modo hábil, consiguiendo a la vez acertados gags y descripción certera. El arranque de la cinta con Norman viendo una cinta de zombies junto a su abuela, que no entiende el argumento y de quien luego sabremos se trata de un fantasma, es modélico, como lo será la aparición como tal de su tío encargándole el objetivo de detener a la bruja. La acción es trepidante y divertida en la persecución del coche por los zombies y la inversión de roles cuando todo el pueblo decide acabar con ellos. Una cinta realmente refrescante y recomendable para todas las edades.
Beasts of the Southern Wild, de Behn Zeitlin (EE.UU.) Sesiones especiales
Básicamente una historia de ritos de paso, la película recoge en imágenes al asunción de la madurez y la responsabilidad de una niña huérfana. Sin embargo, esta síntesis nos deja muy lejos de la historia de Hushpuppy que Zeitlin nos cuenta. Beasts of the Southern Wild, basada en una obra teatral, es una muy cinematográfica puesta en escena de referentes y temores de una niña. En un mundo postapocalíptico en el que el océano gana terreno a la tierra y todo se va inundando, la niña protagonista vive feliz en su territorio, La Bañera, con las apariciones intermitentes de un padre alcohólico y enfermo y las visitas a una comunidad de hombres y mujeres felices dónde suena la música del Sur de los Estados Unidos y el alcohol corre más que el agua. Con la progresiva inundación de los últimos reductos, Hushpuppy se verá obligada a desplazarse en una pequeña aventura que marcará su vida. Aun con el inequívoco referente del Katrina en el alma de Nueva Orleans y el muro/dique simbólico que los habitantes de La Bañera deciden volar, Beasts… se emparenta también con Huckleberry Finn de Mark Twain, con Dónde viven los monstruos de Maurice Sendak y tal vez (esto puede ser una manía personal, lo se) con el viaje marino de Ponyo en el acantilado (Gake no ue no Ponyo, H. Miyazaki, 2009). El resultado, pese a una voz en off excesiva, deja de lado el cuidado feísmo de los falsos independientes y consigue una obra ciertamente entrañable. Antoni Peris
El Bosc, de Oscar Aibar (España) SOFC
Por mucho que se intente huir de la realidad a través del fantástico, esta siempre se acaba colando por alguna rendija. Sitges como asilo de tiempos oscuros, metáfora tantas y tantas veces escrita y oída por los pasillos del festival. Los fantasmas y errores del pasado han venido todos juntos a cobrarse una deuda que creíamos ya cobrada. No es de extrañar, que como a la protagonista del spot de este año, seamos difíciles de sorprender, que nos manejemos perfectamente en los márgenes de lo insólito y extraño, a la vez que seamos incapaces de comprender el devenir cotidiano. El Bosc no es más que la constatación de este hecho. Nos sentimos más cómodos con los últimos diez minutos de película, repletos de extrañeza y asombro que mirando la cara del terrible terror aburrido que nos rodea. Es más fácil que familiaricemos con el señor Bessugot que con la idea de que las heridas de la Guerra Civil Española están más abiertas que nunca. Lo mismo le pasa a Oscar Aibar, cineasta que siempre se ha movido entre personajes al margen de una realidad que les resulta extraña y ajena, y que siente lo mismo con el contexto histórico que le toca manejar. Pese a ello, la película contiene un bellísimo subtexto, la necesidad de explorar otras dimensiones para dejar atrás nuestros localismos propios. Una película que crecerá a medida que logremos descifrar los tiempos en los que nos ha tocado vivir.
Juego de niños, de Makinov (Méjico) SOFC
El festival de este año dedica una retrospectiva y su publicación al cine de culto bajo el silogismo de Neoculto… ¿Pero realmente existe el cine de culto en nuestros días? La inmediatez y simultaneidad con la que se puede acceder a los contenidos audiovisuales hacen replantearse el término tal y como se conocía hace menos de una década. Si se analiza desde una óptica contemporánea, ¿no sería más adecuado hablar de fenómenos como Los Vengadores o El caballero oscuro como objetos de culto actuales que actualizar títulos desde una perspectiva ideológica trazada hace décadas? Contexto parecido es en el que se mueve Juego de niños, remake de ¿Quién puede matar a un niño? de Chicho Ibañez Serrador, uno de los puntales del fantástico español en cuanto a culto se refiere. Como el propio neoculto, Makinov —cineasta o colectivo que se esconde bajo un pasamontañas y que clama por la autenticidad perdida del cine (sic)— calca y difumina sobre las líneas maestras de lo expuesto hace más de tres decenios por el realizador de La residencia con el poco honroso motivo de la actualización de un título de cierto calado internacional en los márgenes del fantástico y para fagocitar fama y renombre a través de las nuevas liturgias de culto cinematográfico. Lo que era vigente hace treinta años, hoy no es lo es tanto si no se es capaz de actualizar mínimamente el discurso, algo a lo que seguramente también se adscribirían Rosenbaum y Hoberman.
Seven Psychopaths, de Martin McDonagh (Estados Unidos) SOFC
Escribir una reseña corriente sobre Seven Psychopaths sería una enorme falta de respeto hacia la película. El visionado de la segunda película del británico Martin McDonagh exige revelarse contra todas y cada una de las líneas que se pueden escribir sobre ella, al fin y al cabo, no deja de ser un genial alegato sobre la imposibilidad del proceso creativo dentro de un establishment organizado y ¿existe algo más establecido e incorruptible que el panorama crítico? Para valorar realmente la segunda película del director de Escondidos en Brujas hay que pensar en lo mucho que cuesta escribir sobre ella, en la futilidad que supone hablar de su disfraz de neo-noir y referenciar lo mucho que le debe a Tarantino o en el peor de los casos a Guy Ritchie, porque aludir a la postmodernidad de sus diálogos tan sólo nos haría caer en el peor de los tópicos o porque citar otros referentes tan sólo haría predestinar lecturas que estarían siempre bastante alejadas de la verdadera significancia del viaje por el que nos lleva McDonagh. Porque realmente lo bello de Seven Psycopaths es que incita a escribir renglones torcidos sobre folios recién comprados, a revelarnos en pos del proceso creativo, a reventar el sistema desde dentro, a que la imposibilidad de encontrar un final, no nos eche para atrás a la hora de crear. Suicidio artístico que concluye con el mejor plano del festival, la cámara abandona al personaje protagonista, un guionista de Hollywood, mientras se funde con la ciudad de Los Angeles. La belleza de emprender el viaje de tu vida, arrasando con fuego y gasolina el camino de vuelta.
Spring Breakers, de Harmony Korine (Estados Unidos) Sesión Sorpresa
No debería resultar extraño trazar líneas paralelas entre el Spring Breakers de Harmony Korine y Magic Mike de Steven Soderbergh. A pesar de sus radicales y encontradizas narrativas, ambas acaban componiendo un perfecto retrato de la juventud contemporánea y de cómo el cambio de roles de género es algo más que apuntes a pie de página que hacer a cada crítica escrita. Ambos directores contemplan la progresiva transición hacia una sociedad acultural donde el hedonismo y el culto al cuerpo se convierten en referentes sociales, New York o incluso Los Ángeles son desplazadas como centros de la cultura cinematográfica modernidad y trasladados hacia una Florida más cercana a esos shores en los que se van moldeando nuevos modelos de ¿humanidad? Si en el film de Soderbergh, era el hombre el que se veía reducido a un pelele de carne ridículo y patético que es incapaz de encontrar ubicación en el mundial actual, Spring Breakers es una apología a la coñocracia de la modernidad. El sexo como arma para el placer dionisíaco exclusivo de la mujer. No hay mejor metáfora que el monólogo sobre el poder masculino que evoca Alien (James Franco) y que acaba con una felación obligada a una pistola por parte de unas dominatrix adolescentes. Korine es consciente de que la modernidad viene teñida de rosa, el neón es más corriente que la luz natural, que la realidad no deja de ser un bucle cuasi infinito y que un atraco con Nicki Minaj sonando de fondo es más coyuntural que utilizar a Johnnie Cash. Los tiempos cambian, Sitges cambia, como lo demuestra la programación de esta película en un festival de cine fantástico, los géneros no existen, la realidad es una puta broma que tiene a Britney Spears como banda sonora. Spring break forever, bitches! Roberto Morato
Tulpa, de Federico Zampaglione (Italia) SOFP
Leyendo Me voy de Jean Echenoz me topo con la siguiente descripción: “…ella misma tenía aspecto de actriz de película porno duro durante las escenas preliminares, en las cuales se habla o se dice cualquier cosa a la espera de que la cosa comience a ponerse caliente”. Y pienso que esa era exactamente la sensación que me producían las escenas de Tulpa que sucedían, de día, iluminadas cual telefilme barato, en las oficinas en las que trabaja la mujer de doble vida interpretada por Claudia Gerini. Quien, justo es decirlo, me resulta más agradable a la vista que la mayoría de actrices porno que he visto; el porno es un género del que no soy precisamente entusiasta. El regreso de Federico Zampaglione a Sitges tras la muy estimable Shadow no es tan sensual ni tan alucinógeno como quizá esperábamos, pero es innegable que, si lo que pretendía el rockero y cineasta italiano era mimetizar las formas del giallo, ergo, hacer un giallo, podemos decir que ha logrado con creces su objetivo. Personalmente, distingo entre dos clases de giallos, los rarunos/autorales/oníricos y los de batalla. Tulpa pertenecería al segundo grupo. Mujeres bien vestidas que viven, tienen sexo y ocultan pulsiones inconfesables mientras se producen una serie de asesinatos de los que ellas pueden ser víctimas, testigos, verdugos o varias opciones combinadas. Aquí está todo, no de una forma particularmente vistosa u original, pero sí harto disfrutable. Dicen que la versión que pudimos ver en Sitges dista de ser íntegra y que existe un montaje original que es la hostia. Como en los viejos tiempos.
La noche de enfrente, de Raúl Ruiz (Chile, Francia) NV
En la última película que completó antes de morir en agosto de 2011, Raúl Ruiz rinde un emocionante homenaje a la lengua castellana y, a su vez, firma el mejor y el más hermoso de los puntos finales posibles a su dilatada trayectoria. El cineasta chileno se despide y lo hace recordándonos que el tiempo y el espacio, la vida y la muerte, no son nada más que un juguete roto, remendado y vuelto a romper, así, en bucle. El narrador es aquél que imagina que recuerda, porque los recuerdos siempre son inventados aunque los hayamos vivido, y La noche de enfrente nos presenta a Don Celso, un anciano que pasa revista a lo que ha sido su vida ante la perspectiva inminente del final. Ruiz zarpa en el que será su último viaje: su película es algo así como la más plácida de las tormentas de mar, un mar de vivencias que se funden y (nos) confunden, llevándonos en suaves bandazos de la niñez a la senectud y viceversa, y poco importa que ese barco que es la película navegue al revés o levite por encima del agua o vaya a la deriva, que a la deriva vamos todos un día y otro y Ruiz no tiene ningún interés en las convenciones de ningún tipo. Como Stanislaw Lem, el cineasta chileno era de esos narradores para los que la erudición no va reñida con el entretenimiento en grado sumo, y prueba de ello es su definitiva humorada elegíaca (o elegía humorística). Si la adscribimos al género de la comedia, es la más redonda y descacharrante de las proyectadas en Sitges. Con permiso de Spring Breakers y la primera media hora de Excision. Toni Junyent
Ace Attorney, de Takashi Miike (Japón) Casa Asia
No hace mucho, a propósito de la calurosa recepción en determinados círculos cinéfilos de su reciente Hara-kiri: Muerte de un samurái (Ichimei, 2011), comentaba lo irónico de que Takashi Miike haya tenido que filmar un par de chambaras para que llegue a reconocerse su más que evidente valía como director. Pero, al mismo tiempo, una de las cosas más interesantes de la peculiarísima carrera de Miike es que, con él, no hay autoritis que valgan. La irregularidad de su filmografía, y los altibajos de calidad provocados por una productividad que, a pesar de haberse atemperado con los años, sigue siendo a todas luces excesivas, convierte en un reto personal y, por qué no decirlo, una fuente de diversión, el proceso de distinguir el grano de la paja dentro de su carrera. Y, la verdad, Ace Attorney (Gyakuten Saiban, 2012) es paja pura, y además en todos los sentidos. La película es una adaptación apática, desganada, de la famosa saga de videojuegos para la Nintendo DS de Capcom –menuda diferencia con la energía y el entusiasmo con la que estaba rodada Like a Dragon (Ryu Ga Gotoku: Gekijo-Ban, 2007), en la que reflejaba la franquicia Yakuza de Sega–, en la que los guionistas, Takeharu Sakurai y Sachiko Oguchi, no han hecho más que copiar frases, situaciones y chistes enteros del original con una desvergüenza realmente lamentable. El resultado es tan apersonal y tan imitativo como el de Sin City (Id.; Robert Rodríguez, 2005), ¿no habría sido más honesto haber montado las secuencias de vídeo del juego, en lugar de volver a rodarlas tal cual, pero con actores? Tonio L. Alarcón