Sigue haciendo un tiempo estupendo en la localidad catalana, que anima a pasar la mañana con aire acondicionado en el Auditori o a tomar unas cervezas tras una o dos sesiones en el Cine Casino Prado o en el Retiro. Esta mañana Nicolás López no lo ha conseguido a pesar de contar con la ayuda de Eli Roth en Aftershock, ni tampoco entusiasmaron los vampiros animados (y no, no es porque sean muy marchosos) de Blood-C. En cualquier caso vamos a hablar de otras cosas que nos parecen más apetecibles para el paladar de los aficionados.
Holy Motors, de Léos Carax (Francia) SOFC
¿Qué ocurriría si el cine como profesión, y más concretamente la interpretación, se convirtiese en un trabajo por horas? Actores que tuvieran una jornada parecida al de las señoras de la limpieza que despachan varias casas en una jornada. Denis Lavant es el protagonista absoluto de una obra compuesta de pequeños momentos, pequeños soplos de vida inscrita en celuloide pero también en el aire que se respira. La finalización de una jornada es una pequeña muerte que nada tiene que ver con la que dicen los franceses. Carax expone todo esto ocultando sus cartas desde el primer momento para, cita tras cita, ir desvelando su juego pero con la elegancia de los prestidigitadores. Pequeñas alusiones y los interludios en la limusina cosmopolitera ayudan a desmadejar lo que no entendemos de la vida de este singular personaje. Y lo hace desplegando cine con mayúsculas, apoyado en las estupendas interpretaciones de Lavant, con segmentos memorables como el del duende de su anterior cortometraje Merde! destrozando una sesión fotográfica y el vestido de Eva Mendes, para reconstruirlo como si fuese el mejor sastre de todo París. Si el cine es una impostura, esto son continuas imposturas dentro de otra mayor, y puede ser más difícil entrar en el juego en secuencias como la del moribundo, pero si nos dejamos llevar disfrutaremos de una obra muy coherente, y estupendamente ejecutada.
John Dies at the End, de Don Coscarelli (EE.UU.) SOFC
Don Coscarelli, que a sus 58 años está hecho un chaval, vino en persona a recoger una Máquina del tiempo (esos premios que el festival otorga a la trayectoria de algunos cineastas), y nos presentó la película en un español macarrónico, pero que todos agradecimos enormemente, ya que cuando hablan en inglés (que algunos lo entendemos, pero otros no), la única traducción es al catalán (tema espinoso, y más estos días, que dejaremos correr). Su película, inspirada por un exitoso serial web de título homónimo es un auténtico homenaje a las comedias de terror de los ochenta en la onda de Noche de miedo pero con algo más de casquería. Los protagonistas descubren una nueva droga (muy parecida a la salsa de soja) en una fiesta que les otorga poderes de ubicuidad temporal. Algo así como ver el futuro. Entre insectos como las cucarachas de El almuerzo desnudo y babosas gigantes que encuentran su respuesta truculenta en el hacha del protagonista, este le cuenta su historia mediante flashbacks a un escéptico (al principio) Paul Giamatti. La diversión fluye entre miembros fantasma y fantasmas hechos de embutido, entre perritos comunicantes y perros conductores, entre guiños a Romero y a Kubrick, y si bien el segundo tercio del film acusa un bajón de ritmo ya perdida la novedad inicial, el desenlace en el mundo paralelo con sus extraños habitantes, su maléfica criatura y el inesperado salvador de la humanidad insufla nueva vida al conjunto.
Sergio Vargas
El Cuerpo, de Oriol Paulo (España) Inauguración
Regresos. Eterno regreso hacia un presente siempre continúo y a menudo suspendido, que durante aproximadamente diez días nos permite reencontrarnos con caras y arquitecturas cinematográficas conocidas. Si Sitges apuesta por mirar hacia el futuro y encontrar el apocalipsis como escaparate en tiempos de crisis, El Cuerpo, la película que inaugura el certamen, prefiere regodearse en tiempos pretéritos y mejores, para intentar coger aire de entre las ruinas de una cinematografía resquebrajada por las miserias ajenas y propias. Oriol Paulo, guionista de Los ojos de Julia, debe ser de aquellos que consideran que cualquier tiempo pasado fue más agradable y que la cinematografía con la que uno crece, es en realidad la más satisfactoria personalmente. Durante sus 107 minutos de duración contemplamos estupefactos la resurrección de dos cuerpos cinematográficos, el de Belén Rueda como muerta muy viva cual fin de semana con Bernie y el de los thrillers abracadabrantes de los años noventa. En la gran partida de Cluedo de Paulo se juega a ser David Fincher, pero en realidad está más cerca de Adrian Lyne o Phillyp Noyce. Su estilo resulta tan anacrónico y pasado de vueltas como en el fondo entrañable, es la única manera de definir a una película donde la realidad tiene que ser suspendida hasta tal punto que acabamos comulgando con Hugo Silva como experto en química.
The Bay, de Barry Levinson (EE.UU.) Sesión Especial
Si un árbol cae en el bosque y no se encuentra nadie que lo escuche, ¿hace ruido? Si un acreditado a Sitges no refleja en Twitter las impresiones sobre sus visionados, ¿realmente se encuentra en el festival? El audiovisual y la comunicación 2.0 son constantes en nuestra vida cotidiana. Lo entendemos nosotros que no somos capaces de guardar los recuerdos de unas vacaciones si no los posteamos en Facebook o si no comentamos por Whatsapp y en riguroso directo la juerga que nos estamos corriendo, imágenes exclusivas incluidas, por supuesto. En un reciente capítulo de Revolution, la serie perpetrada por Eric Kripke y J.J. Abrams, uno de los personajes principales explicaba que a pesar de encontrarse en un planeta carente de electricidad alguna todavía conservaba su Iphone con la esperanza de recuperar los únicos recuerdos que tenía de su hijo. Definitivamente, pertenecemos a una generación esclavizada por la imagen en pantalla líquida. Precisamente por esa cuestión generacional, casi de pertenencia, como mínimo sorprende la adhesión al próspero circuito de las found footage de Barry Levinson, cineasta veterano y curtido en cierto clasicismo académico. The Bay, se suma a la moda de la narrativa transmedia para contar la invasión vírica de un pequeño pueblo pesquero estadounidense. Cuerpo de película de siglo XXI, alma de cine de catástrofes de los 70. Levinson apunta y dispara con bastante ingenuidad, contra la destrucción medioambiental de los pequeños oasis de placer de la clase media alta estadounidense. Mejor en su análisis de la contemporaneidad americana —y de paso entroncando con algunos de sus últimos y desapercibidos trabajos como El hombre del año, y sobretodo The Band that Wouldn´t Die, su trabajo documental para la serie deportiva ESPN 30 on 30— que como exploración del fantástico o de las nuevas posibilidades narrativas 2.0. Una sensación parecida a la del momento en que tu padre te agrega a Facebook. Roberto Morato