Vacaciones en el infierno

Hey Joe

Con la excusa de su cacareado antisionismo y su presunta falta de amor a las mujeres, Mel Gibson es otra de las víctimas del ostracismo con que se suele castigar a las antaño más fulgurantes estrellas de Hollywood. Es un fenómeno digno de estudio: Mickey Rourke, Sylvester Stallone, Kevin Costner, Nicolas Cage o Tom Cruise, por diferentes motivos (nunca artísticos) han sufrido el proceso. Dejo la tarea en manos de alguien más interesado en la psicología individual y/o colectiv

En los últimos años, Gibson sólo ha encontrado algo de cobijo en su magistral faceta como director, aunque su último trabajo en esas funciones data ya de 2006. Quizá fue durante el rodaje de aquella Apocalypto cuando el cineasta se vio atrapado por el fantasma de México, que ya había coleccionado las almas de Ben Traven, Ambrose Bierce, Malcolm, Lowry, John Huston, Sam Peckinpah, John Wayne, Cormac McCarthy o Richard Ford. Porque Vacaciones en el infierno es una película muy mexicana, reconociendo que jamás he visitado el país y que hablo de un México Estado Mental: el de los alacranes, las mordidas, las borracheras perennes, los santos demonios azules, los escotes sudorosos y la muerte en cada esquina. Puede que se deba a la alternativa que Gibson ha dado a su antiguo ayudante de dirección, Adrian Grunberg, cuya carrera como asistente ha transcurrido esencialmente en la tierra del mezcal.

 

La labor de Grunberg es eficiente mas no demasiado destacable, se aprecia mejor en secuencias tan propias de una segunda unidad como la espectacular persecución inicial o el delirante tiroteo en la prisión donde transcurre la mayor parte del metraje. El hueso del film se halla en su historia, co-escrita por su protagonista, extraña, sórdida, algo entrañable y bastante violenta. Tiene el espíritu de un western de Leone y el empaque de otras muestras del género, menos resplandecientes pero muy reivindicables, como Una ciudad llamada bastarda (A Town Called Bastard, Robert Parrish, 1971) u Oro maldito (Se sei vivo spara, Giulio Questi, 1967).

Y, pese a sus detractores, ahí está Gibson para aguantar como un titán el peso de la película. Las canas sobre un cuero cabelludo ligeramente ralo y las arrugas lo han hecho más humano. Retoma el sendero emprendido en la parcialmente fallida Payback (Brian Helgeland, 1999). Su Driver bien podría ser Parker o Porter o Walker. El tipo se implica, habla español e imita a Eastwood con bastante gracia. Solo pondría un pero a su trabajo: da la sensación de que se fuerzan situaciones para que empuñe una pipa. En ciertos momentos su personaje encajaría mejor como un mero espectador de lo que ocurre a su alrededor, como otros grandes personajes de la historia de la ficción.

A su alrededor pulula una fauna variopinta. Kevin Hernandez es uno de esos niños brillantes que llegan a birlarle los planos a la estrella de la función. Jesús Ochoa, el Forest Whitaker mexicano, es el inquietante secuaz de un desatado Daniel Jiménez Cacho, villano de antología. Finalmente Mel, el hombre que no amaba a las señoras, se acompaña de una mujer de verdad, Dolores Heredia, entre tanta muñeca hinchable o de palo de las que rondan por las pantallas.