Blancanieves

Un filme para la Historia

Cuando, hace casi una década, Pablo Berger estrenó su primer largometraje, Torremolinos 73 (2003), algunos advertimos ya en aquellos fotogramas a un cineasta diferente, siendo “diferente” una palabra siempre elogiosa en el ámbito de la creación artística. Más aún en el caso de un arte como el cine, marcado por su alto coste, que genera una necesidad de financiación que solo puede provenir de la rentabilización de sus obras, lo cual, a su vez, ha provocado una lamentable homogeneización de los contenidos; y aún más, en el caso del cine español, donde este lastre general se ha unido a otro lastre particular, la tradicional financiación por vía de ayudas públicas, algo bueno en sí mismo pero tan mal gestionado que ha hecho posible, entre otros vicios, que algunos cineastas reciban subvención permanentemente, sin necesidad siquiera de terminar o de sacar del cajón sus creaciones.

No es eso lo que le ocurrió a Berger con Blancanieves, en la que solo entraron económicamente dos televisiones españolas (Canal + y TVE) una vez terminada la película; el resto de la base pecuniaria del proyecto procede de fuera de España. Ahora, sin embargo, va camino de convertirse en una de las películas del año, y no solo en nuestro país. De momento, ha sido aclamada en la última edición del Festival Internacional de Toronto y galardonada en el de San Sebastián con el Premio Especial del Jurado y el de Mejor Actriz (Macarena García: Blancanieves).

No suele ser casual que los autores interesantes conecten singularmente con las preocupaciones y las pulsiones de su tiempo; consciente o inconscientemente, se acercan a tendencias contemporáneas y tratan temas que tienen mucho que ver con la sociedad que les ha tocado vivir, intelectual o emocionalmente, o desde ambas perspectivas. Blancanieves, bajo este punto de vista, se convierte de inmediato en un paradigma, puesto que está construida bajo dos prismas —uno más formal, otro más semántico— que han ido eclosionando en los últimos años y que recientemente han alcanzado su esplendor: la vuelta a las formas del cine mudo y el auge de los cuentos clásicos como origen del relato cinematográfico. El filme de Berger fusiona en su segundo largometraje las dos perspectivas.

El cine mudo

El periodo inicial del cinematógrafo, caracterizado por la imposibilidad técnica de grabar y reproducir sincronizadamente el sonido, supone todavía la cuarta parte de toda la Historia del cine (1895-1926) y, además, alcanzó un notable grado de perfección técnica y estilización poética; todo ello ha coadyuvado para que su impronta en el arte cinematográfico nunca haya desaparecido. Sin embargo, recién comenzado el siglo XXI, han empezado a proliferar miradas muy estrechamente ligadas a formas de expresión netamente propias de aquellos años.

Ya en 2005, la Sociedad Histórica H.P. Lovecraft impulsó que la adaptación homónima de The Call of Cthulhu (EE.UU., Andrew Leman), uno de los relatos más célebres del escritor estadounidense, fuera rodada como una película muda; emula los filmes de los años veinte, coetáneos a la historia de Lovecraft (1926), aunque algunos elementos (las interpretaciones histriónicas, más propias de la década anterior o principios de los veinte) apuntan a un cine más primitivo como referente. Al año siguiente, en 2006, Guy Maddin decide afrontar Brand Upon the Brain! A Remembrance in 12 Chapters (EE.UU.-Canadá), entendiendo que una historia que narra ante todo una vuelta al pasado podría ser óptimamente narrada con las formas del cine del pasado, siendo destacables en este caso el empleo de texturas que añaden edad a los fotogramas y una música de evidente parentesco con las que se creaban para acompañar el cine silente.

En 2007 encontramos tres producciones destacadas. La más desconocida, basada en una obra de teatro japonesa, quizá sea la estadounidense Love Suicides (David Teague), una audaz propuesta que mezcla elementos primitivos con melodías y montajes propios del cine contemporáneo. Tampoco la australiana Dr. Plonk (Rolf de Heer) alcanzó popularidad alguna, a pesar de ser un filme de ciencia ficción sobre máquinas del tiempo y el fin del mundo; ambientada en 1907, fusiona eficazmente el humor chapliniano y el amor por los ingenios propio del pionero Georges Méliès. Mucho más popular es la argentina La antena (Esteban Sapir), que se estrenó internacionalmente (también en España); visualmente bellísima, se muestra claramente deudora del expresionismo alemán y, especialmente, de Metrópolis (Fritz Lang; Alemania, 1927).

Precisamente, como un gran homenaje al cine expresionista se concibió Golgotha (Karla Jean Davis; EE.UU., 2008), a medio camino entre el romanticismo de Murnau y el aventurerismo de Lang. No es difícil rastrear la influencia del cine mudo de Carl Theodor Dreyer en Silent (Michael Pleckaitis.; EE.UU., 2008), así como la semejanza de uno de sus personajes al Nosferatu de Murnau; muy interesante película donde la aparición de una voz en medio de un mundo de silencio se convierte en un elemento distorsionador. En 2009 se realizó The Gold Bug (Spike Carpenter; EE.UU., 2009), una muy poco sofisticada adaptación del relato de Edgar Allan Poe que apenas si profundiza en la dramaturgia del cine mudo, más allá de algunos lugares comunes.

Como se verá, muy pocas de estas producciones alcanzaron verdadera repercusión, pero el hecho es que viene habiendo un interés creciente por la estética del cine primitivo desde hace años. Todo esto se hizo evidente para el gran público a partir del impacto mundial de The Artist (Michel Hazanavicius; Francia-Bélgica-EE.UU., 2011), que recogía en sus imágenes la tendencia de un cierto cine mudo estadounidense; aunque el estreno de Blancanieves ha sido posterior, ya se estaba trabajando en el proyecto en ese momento, de modo que de ninguna manera responde al éxito del filme de Hazanavicius.

La singularidad de la película de Berger estriba en que está realizada no como si fuera una creación de la época sino como una obra actual que recrea conscientemente el momento del cine mudo; recogiendo la mejor tradición de interpretaciones contenidas, de imágenes rítmicas, de luces y sombras expresivas, de primeros planos saturados de significación o de metáforas poderosas que suplen a las palabras, Berger ejecuta una excelente película silente que recoge en sus fotogramas la tradición del cinematógrafo con la modernidad en la reinterpretación de su propia Historia. La pertinencia de la elección artística de la estética muda, por cierto, resulta indiscutible, en cuanto que la textura del cine sin palabras permite una estilización poética sin la que Blancanieves hubiera sido una propuesta inviable o grotesca, ayuda a conectar emocionalmente con el año en que transcurre la trama (1929) y, además, permite fusionar, como detallaré más adelante, elementos muy heterogéneos en un imaginario que empasta a la perfección.

Los cuentos clásicos

Un repaso a los filmes que durante la última década —especialmente durante el último lustro— han revisado los cuentos clásicos resulta tan abrumador que nos obliga a acotar el terreno de análisis; no digamos si añadimos aquellos que no se basan directamente en la literalidad de los viejos relatos pero sí se alimentan de su imaginario (por ejemplo, la exitosa serie de cuatro películas en torno al ya célebre ogro Shrek).

Si circunscribimos nuestra atención a las referencias audiovisuales de Blancanieves como personaje, lo que parece aconsejable, nos encontramos que de las 99 sobre las que se tiene constancia, nada menos que 48 son posteriores al año 2000 (el 48%); se mantiene la proporción si nos atenemos a las realizadas para el cine (26 de 54). Las cifras son aún más significativas si analizamos por décadas, y comprobamos que en doce años (2000-2012) ha llegado a las pantallas cinematográficas en 26 ocasiones, por doce veces en más de sesenta años (1895-1961).

Por centrarnos solo en el año en curso, 2012, podemos citar (solo las más relevantes): Blancanieves (Mirror, Mirror) (Tarsem Singh, EE.UU), Emmanuelle in Wonderland (Rolfe Kanefsky, EE.UU.-Tailandia-Egipto-Brasil), Happily Ever Evil (Kate Kroll, Canadá; cortometraje), Blancanieves y la leyenda del cazador (Snow White and the Huntsman; Rupert Sanders, EE.UU), Érase una vez (Once Upon a Time, Adam Horowitz y Edward Kitsis; serie de televisión, ABC) y la película que nos ocupa. Los filmes de Singh y Sanders han trascendido a las grandes pantallas de todo el mundo y, de hecho, han colocado el foco sobre los cuentos clásicos, junto a otros filmes tan populares como Caperucita Roja, ¿a quién tienes miedo? (Red Riding Hood; Catherine Hardwicke; EE.UU.-Canadá, 2011).

No cabe pensar, por tanto, que se trata de algo casual. En una sociedad marcada por la confusión ideológica y de valores (especialmente desde la caída del Muro de Berlín, en 1989) y sumida en profundos traumas colectivos, antes impensables, de marcado carácter simbólico y mediático (sobre todo desde el atentado a las Torres Gemelas, en 2001), los cuentos clásicos aparecen ante nosotros como una oportunidad de volver la mirada al pasado, con la intención de recuperar un tradicionalismo que hunde sus raíces en un cierto determinismo antropológico, al mismo tiempo que los revisamos y los reinterpretamos, casi los deconstruimos, como si quisiéramos aprender de ellos aquello que nos sirviera para entender y gestionar nuestro presente sin que su sustancia, tan atávica, nos obligue a sumirnos en la oscuridad del pasado. Algo parecido, creo, ocurre con la nueva pasión por el medievalismo, tan bien representada por el éxito monumental de la serie Juego de tronos (Game of Thrones; David Benioff y D.B.Weiss, 2011-2012), y que invade también desde hace unos años todas las expresiones artísticas.

Es obligado centrarnos en Blancanieves que, por otra parte y según los diferentes estudios al respecto, es uno de los dos o tres cuentos más populares, del mismo modo que es necesario, por razones de espacio, centrarnos en los aspectos que más nos ayudan en el análisis del acercamiento de Berger. Sin entrar en significados psicológicos más profundos ni en la complejidad de su evolución a través de las diferentes versiones, es importante recordar las líneas básicas del cuento popularizado por los hermanos Grimm: el padre ausente, la niña perseguida o la competición sexual a partir de la belleza. Roles sexuales y sociales que, como bien sabemos, han saltado por los aires en la sociedad occidental durante las últimas décadas; el retorno a los cuentos de hadas y su puesta al día, por tanto, muestra la necesidad de encontrar nuevos esquemas reconstructivos bajo los escombros de la tradición olvidada.

Todo esto, además, en el filme de Berger, adquiere una relevancia aún mayor, como veremos a continuación.

Imaginarios

El gran logro del cineasta vasco, en mi opinión, lo que eleva la película muy por encima de la mayoría de la producción española de todos los tiempos, es la fusión en un mismo relato de dos imaginarios que se complementan a la perfección y que, además, se encuentran íntimamente relacionados con el tiempo que vivimos: el de los cuentos clásicos y el de España como país. Ambas narraciones abiertamente en crisis en el momento en que se estrena el filme. Citaré solo algunos de los elementos coincidentes: la pulsión sexual escondida (en los cuentos de hadas vehiculada mediante el inconsciente, en España ocultada por hipocresía), la necrofilia (evidente en el final de Blancanieves, impulsada por el catolicismo en nuestro país) o el enfrentamiento polarizado (entre buenos y malos en los cuentos, entre las dos Españas). Berger ha puesto imágenes a todo eso, lo ha poetizado y, probablemente, su película quede en la memoria como una de las más profundamente españolas de las que se han hecho, siendo al mismo tiempo una de las más crueles con nuestro país.

No deja de ser significativa, al respecto, la coincidencia de que todos los personajes que en algún momento del filme son malvados o lo parecen (la madrastra, el padre, el amante de la madrastra) pertenecen a la clase alta del momento y, presumiblemente, son futuros simpatizantes del franquismo  (el caso del amante interpretado por Pere Ponce parece evidente, por su caracterización con el bigotito y su altanería, ambos signos propios de la representación de caracteres franquistas en el cine); sin embargo, los personajes más positivos (Blancanieves y los enanos, singularmente) pertenecen, por cuna o por destino, a la clase baja. Sin necesidad de elucubrar demasiado (el filme se ambienta en 1929 y la Guerra Civil comenzó en 1936, aunque sociológicamente lo hizo mucho antes), lo evidente es que existe en la película una dicotomía entre opresores y oprimidos que no responde solo a la lógica del cuento de hadas (opresión emocional) sino también a la lógica de España como país (opresión económica). En este sentido, Blancanieves tiene numerosos puntos de contacto con El laberinto del fauno (Guillermo del Toro; España-México-EE.UU., 2006), otro cuento de nuevo cuño que también pone encima de la mesa el tema de las dos Españas eternamente enfrentadas, quizá con mayor esquematismo que Pablo Berger.

Autoría

No cabe duda de que uno de los grandes protagonistas de Blancanieves, vocacionalmente, es su director. El modo de construir el relato delata no solo un profundo y complejo universo personal, sino una voluntad de estilo y un amplísimo aprendizaje cinéfilo que se refleja claramente en el filme y que disfrutarán especialmente los espectadores más conocedores del séptimo arte.

Más allá de las influencias que el propio Berger ha reconocido públicamente, creo que Blancanieves recuerda con fuerza los universos personales de Ingmar Bergman y Carl Th. Dreyer. En cuanto a este último, no solo por algunos primeros planos y el contraste fotográfico de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc; Francia, 1928), sino también por la limpidez de algunas imágenes de su cine mudo (recuerdo especialmente El amo de la casaDu skal ære din hustru; Dinamarca, 1925—) o por algunos poéticos exteriores de La palabra (Ordet; Dinamarca, 1955) así como por sutiles semejanzas en el tratamiento del “milagro” final de ambos filmes. En lo que se refiere a Bergman, son evidentes los parecidos —en cuanto al general tono grotesco, el protagonismo del mundo del circo y por la oscuridad moral y fotográfica de buena parte del metraje— con Noche de circo (Gycklarnas afton; Suecia, 1953); más sutil, aunque creo que no es difícil entreverla, percibo una influencia de Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende; Suecia, 1955), en un cierto tono de dramática ligereza en el trato de lo sentimental y lo sexual. Son solo algunas de las muchísimas referencias que Berger ha trabajado, consciente o inconscientemente, a la hora de poner en imágenes su fábula sobre Blancanieves.

Todas las razones enunciadas hasta aquí serían suficientes para colocar este filme no solo en la vanguardia del cine español contemporáneo, sino en la primera línea de la poética fílmica española de cualquier tiempo. Y eso a pesar de sus irregularidades: las fundamentales son una cierta monotonía en el tratamiento musical, poco perdonable habida cuenta del exquisito cuidado prestado al resto de la estética muda, y un pasaje a mitad de película (quince o veinte minutos) de cierto preciosismo, que paraliza el progreso narrativo con que se construye la película.

Pero si todas las razones enunciadas, a pesar de estos problemas, serían suficientes para considerar Blancanieves un filme de una singularidad extraordinaria, lo es aún más si nos fijamos en la habilidad técnica y artística de un cineasta que logra escenas memorables: casi todas las correspondientes a la tauromaquia son, en general, de las mejor rodadas que uno haya visto, teniendo además en cuenta que los eventos taurinos son de los temas menos sencillos de plasmar creíblemente en imágenes; la escena del baile entre Blancanieves y su padre (que recuerda por varias razones a la de El sur —Víctor Erice, 1983—: esto nos obligaría a una amplia reflexión sobre la importancia y significación de la figura del padre en el cine español), que no solo logra elevar con gran sutileza el tono emocional del filme, sino que reúne en sus imágenes un cierto grado de abstracción poética que la convierte en una de las más bellas escenas que yo haya visto en el cine español; o el magnífico final necrófilo que, al mismo tiempo, deja escuchar el eco de mil y una referencias, además de poner de manifiesto una sensibilidad nada común. La dirección de actores, fundamental en un filme mudo y de época, es también irreprochable, logrando una magnética Maribel Verdú (aunque algo rutinaria respecto a otros de sus personajes anteriores) y un sorprendente Daniel Giménez Cacho, quizá en su mejor trabajo.

A mí no me cabe duda, en fin, de que esta magnífica película de Pablo Berger pasará a la Historia. En primer lugar, como expresión artística sincrética de dos imaginarios tan diferentes (uno político, el otro literario) en un todo convincente y de innegable coherencia artística y semántica. En segundo lugar, por gritar con una voz poderosa en medio del desierto del cine contemporáneo, donde tanto el cine comercial (fundamentalmente el estadounidense) como el de autor (y especialmente el tan de moda cine asiático) están alcanzando unas inéditas cotas de homogeneidad empobrecedora. En tercer lugar, porque reivindica un modo de entender el cine que, siendo compatible con los avances tecnológicos, deja bien clara la singularidad de la experiencia en salas (loable su empeño en que se realicen proyecciones con orquesta en directo) en un momento donde las salas se vacían. En cuarto lugar, porque ha logrado sacar adelante un proyecto caro para la cinematografía española en plena y lacerante crisis económica, llegando a la ayuda pública solo después de demostrar su talento, y no antes, lo cual no deja de constituir un hito poco común en nuestro cine. Y, finalmente, porque su poética resulta lo suficientemente concreta como para contribuir al debate sobre trascendentes temas contemporáneos y, al mismo tiempo, lo suficientemente abstracta como para que sea entendida desde casi cualquier lugar y desde casi cualquier tiempo.