En el clímax final de Orgazmo (Trey Parker, 1997), el incendio del chalet que hace las veces de plató de producciones hardcore es sustituido por una rudimentaria maqueta en llamas sin que ninguno de los personajes haga mención explícita de lo evidente del trucaje. Una maqueta tal vez similar a la que uno de los personajes de la memorable Los caballeros de la tabla cuadrada y sus locos seguidores (Monty Phyton and the Holy Grail. Terry Gilliam y Terry Jones, 1975) alude con desprecio cuando sus compañeros de aventura mentan los encantos de Camelot. La narrativa codificada enfrentada al lenguaje: la sinuosa cámara de Máxima ansidedad (High Anxiety. Mel Brooks, 1977) se aproxima a un salón donde cenan los principales protagonistas encontrándose de pronto con el inesperado obstáculo de un cristal que colisiona con el objetivo y, en consecuencia, con el punto de vista del espectador. Son estas manifestaciones aisladas de lo que podría interpretarse, no tanto como una burla o homenaje cándido a las texturas del bajo presupuesto, sino en virtud a una cierta voluntad de reflexionar sobra las limitaciones de la forma y el espacio como metáfora autoconsciente de las mismas fronteras del humor, en términos de una concepción idealizada y con toda seguridad utópica de la comedia.
Will Ferrell, como todo gran cómico con pretensiones de trasgredir y desafiar la norma, entiende que el humor tiene la responsabilidad de cuestionarse a sí mismo. No es extraño entonces que su estilo haya evolucionado del desbordamiento cinético de algunos de sus mejores sketches en el Saturday Night Live a una posición privilegiada dentro de la NCA, menos dependiente de esquemas predefinidos, en relación a otros cómicos autores como Adam Sandler, más afines a modernizar o desarticular la tradición. Ferrell, sobre todo a partir de su colaboración con Adam McKay, en la web Funny or Die y el posterior programa de la HBO o en pequeños hitos de la comedia contemporánea como El reportero (Anchorman. The Legend of Ron Burgundy. Adam McKay, 2004) o Los otros dos (The Other Guys. McKay, 2010), ha sabido reinventar el discurso de su admirado Andy Kaufman y es, hoy por hoy, plenamente consciente de que el lenguaje y la construcción del gag son recursos tan importantes como la intertextualidad o la incorrección política, quizá porque los nuevos tiempos nos han llevado a cuestionar tanto aquello que nos hace reír como las cosas que supuestamente no deberían hacernos gracia. Se trata, tal vez, de un proceso natural y hasta cierto punto previsible: una vez saqueados los valores sociales y políticos imperantes, el humor se mira en el espejo y hace una autocrítica salvaje y despiadada, sin otro objetivo que el estado de continua experimentación y búsqueda.
Casa de mi padre (Matt Piedmont, 2012) quizá sea la película de Ferrell que exponga con más rotundidad y eficacia estas tentativas. Tanto es así, que más que una parodia y una sátira sobre un modelo dado –en este caso, el western mexicano, a través de la historia de Armando, el miembro más honesto de una familia cercada por la avaricia de los traficantes locales-, se convierte en una película obsesionada por la forma y el lenguaje. Una idea que ya estaba presente en algunos de los mejores gags de las películas de los hermanos Zucker y Jim Abrahams y los primeros títulos de Woody Allen —sobre todo en Lily la tigresa (What´s up Tiger Lily, 1966)—, pero que se difumina en las comedias posteriores tantas veces (mal) interpretadas como una degeneración del modelo, como las firmadas por el tándem Seltzer y Friedberg: obras caóticas, hiperbólicas, voluntariamente fragmentarias, feístas pero con toda seguridad merecedoras de un análisis más riguroso. Tampoco detectamos en Casa de mi padre visos de un cariño hacia el referente similar al de realizadores como Joe Dante, Sam Raimi o más recientemente Robert Rodriguez, si bien este último en Planet Terror (2007) ya utilizaba algunos recursos que aquí son explotados a conciencia, como problemas en las bobinas, en el enfoque o en el estado del celuloide. Lo que en Rodriguez era un mero complemento para capturar la esencia del cine grindhouse y una muestra de complicidad con el público entendido, se convierte en Casa de mi padre en carne de gag reflexivo sobre el alcance y las limitaciones del lenguaje cinematográfico, un poco a la manera de la excepcional Garth Marenghi´s Darkplace (Matthew Holness y Richard Ayoade, 2004) o el cine de Quentin Dupieux. El peso humorístico no reside aquí tanto en la encarnación que hace Ferrell del atontado, y atontadamente convencional, antihéroe y las —simpáticas, entregadas a la causa— composiciones de Genésis Rodríguez, Diego Luna o Gael García Bernal sobre arquetipos del género, sino en los decorados, en las maquetas y en los saltos de eje. La interferencia disfuncional como eje del discurso. En una de las mejores secuencias de la película, una tensa conversación entre Ferrell y Garcia Bernal en una oscura taberna adquiere una inesperada fuerza cómica por un uso del raccord que podría tildarse de psicótico. En otra, una aparatosa escena de acción es sustituida por una detallada y tronchante carta de disculpas de uno de los responsables de la película, un gag ya utilizado por Allen en Toma el dinero y corre (Take the Money and Run, 1969). No menos revelador es, a su vez, el momento antierótico en la que los cuerpos de los actores son fugazmente sustituidos en algunos planos por pétreos maniquíes. Como tampoco conviene pasar por alto que toda la película y el gancho de la historia gira en torno a que el personaje protagonista se ve forzado a hablar, con apabullante aplomo, en un idioma que no es el suyo y sobre el que evidencia continuas carencias. Es este un running gag incómodo, agotador, casi doloroso por su insistencia a lo largo del metraje, que busca más un choque frontal con la convención o la magia agónica de un clima de extrañamiento decadente que la irrupción de la carcajada, y que por descontado abunda en la aspiración de la propia película de conquistar territorios más propios del underground o de la performance que de una comedia dirigida al espectador medio del SNL o de otras comedias más convencionales del actor. Una pregunta queda en el aire: ¿es ésta una retorcida venganza del Ferrell actor por su participación en naderías como Un entrenador genial (Kicking and Screaming. Jesse Dylan, 2005) o Embrujada (Bewitched. Ephron, 2005), tan atadas a los códigos y a las convenciones de rigor, y precisamente por ello, a la postre parcial o totalmente frustradas en lo humorístico?