Santos motores
Un espectro recorre el mundo… Dos espectros, de hecho, viajan en limusina por espacios oníricos, en Nueva York y en París.
David y Leos
David Cronenberg (Cosmópolis, 2012) retrata, basándose en la obra de Don DeLillo, con profusión de monólogos y gran densidad textual, un mundo en descomposición, tal vez en fase terminal. Su cámara recoge diversos testimonios desde el interior de un vehículo que, atrapado en el caos circulatorio, semeja un Titanic varado o un animal antediluviano a punto de morir en un paisaje caótico y más abstracto de lo que en un principio parecería. Cronenberg conduce su vehículo por un mundo en desintegración donde los escenarios externos acogen escenas de separación, de finalización: una bolsa en crisis, una sociedad rota, una pareja que reconoce su imposibilidad de continuar siéndolo, un asesinato o un duelo a muerte. Los escenarios son progresivamente desestructurados. De la frialdad de la librería pasamos a una calle en pleno conflicto, luego a una barbería con aspecto de purgatorio (aunque nadie pretende purgar nada) y finalmente a un edificio abandonado y una habitación llena de deshechos donde se buscará una redención que nunca llegará. Por contraste, la limusina es el vientre materno, el espacio seguro dónde Eric recibe a sus putas, sus sanadores, sus gurús. Una moderna caverna donde sólo se proyectan las sombras que el joven millonario desea ver. Sombras de un poder que se escurre entre sus dedos, un sexo que no tiene pasión alguna, tan frío y funcional como el aséptico orinal en que micciona, un discurso tan brillante como inútil. Eric se ha aislado de la vida y siente ahora, ante su ruina, que lo único que le une a ella es una próstata asimétrica. Siente que los furiosos manifestantes y la presencia que le acecha tienen más vida y más energía que él mismo… aunque sólo sea por envidia, no por búsqueda de justicia ni tan siquiera por ánimo de venganza. El mundo contemplado desde la limusina es tan frío como el de otras obras de Cronenberg, como los mórbidos escenarios nocturnos de Crash (1995) o los mutantes espacios de ExistenZ (1999). Un mundo fantasmagórico construido por Eric y tantos otros como él. Un mundo tan evanescente como los conceptos económicos en los que ha basado su gloria. Índices bursátiles, inversiones, cambio, intereses, valores…. Nombres que desligados del concepto financiero acaban resultando irónicos por el vacío que dejan tras de sí.
Leos Carax (Holy Motors, 2012), por su parte, lanza su vehículo a la búsqueda de nuevos horizontes. A diferencia de la propuesta de DeLillo y Cronenberg, el cineasta francés aspira a identificar nuevos mundos, nuevas posibilidades, a recrear, a jugar, con el cine y con la creación. Carax utiliza el vehículo, como si se tratara de un retocado Delorean, para saltar en el espacio y el tiempo y enfrentarse en cada ocasión a un escenario, a una situación distinta, siempre reivindicando el papel del autor, actor o cineasta, en la creación de nuevas vidas. Porque, a diferencia de la máquina mecánica de Cosmópolis, la limo de Holy Motors es fuente de vida. No importa si los personajes mueren o viven. Lo importante es que hay vida en el automóvil, lo importante es que la vida se crea en su interior y se reproduce, en un ciclo eterno, cada día, cada vez que los vehículos salen de la nave nodriza. Los Holy Motors salen diariamente del garaje maternal y, señores Oscar mediante, van lanzando seminalmente sus creaciones, sus historias. A diferencia de Cosmópolis, donde la combustión es lenta y se produce en el interior del vehículo, apagándose al salir fuera del mismo, en Holy Motors la energía brota de la limusina hacia el exterior, en forma de angustia, fuerza, sexo, muerte, compasión, ternura, amor… Carax también hace una apuesta radical por los escenarios exteriores, siendo el coche la base desde la cual el creador, el explorador, parte hacia sus misiones, todas ellas vinculadas claramente a los espacios en las que transcurren, sean decorados, interiores o escenarios exteriores. A diferencia del fantasmal, casi anónimo, Nueva York de Cronenberg, el París de Carax sigue teniendo relieve y protagonismo como tuvo en sus obras previas. Los puentes y los muelles del Sena, el cementerio, los boulevard o los ruinososo almacenes La Samaritaine tienen mayor protagonismo que todos los difusos espacios de la otra película. Todos y cada uno de ellos incluyen un referente cinematográfico, al menos. Todos y cada uno de ellos conllevan una carga emotiva, un significante, que enriquece la acción de cada secuencia.
El coche de Cosmópolis, en definitiva, es un majestuoso coche fúnebre que cruza un paisaje más mental que físico. La limusina de Carax, sin embargo, aparenta saltar de un espacio imaginario a otro pero, de hecho, se aproxima, mediante las emociones, a una realidad mucho más tangible. Eric está preocupado por saber dónde descansa su vehículo cada noche porque es algo que no controla. Oscar y Celine demuestran no sólo conocer este secreto sino ser partícipes de la sagrada ceremonia que los vehículos desempeñan.
Oscar et Alex
Ambos directores juegan sus bazas con actores muy determinados. Cronenberg coloca a un inexpresivo no muerto (Robert Pattinson), progresivamente desquiciado, en un Leviatán progresivamente falto de sentido. La palidez, la atonía, del actor se corresponden perfectamente con la actitud de un personaje arrogante que lo tiene todo en el mundo y lo pierde sin que haya hecho nada meritorio por ganarlo ni nada distinto por perderlo. Carax, por su parte, recurre a su colega Denis Lavant para encarnar una suerte de mutante de múltiples encarnaciones y numerosas resonancias cinematográficas.
En la historia del cine hay innumerables colaboraciones entre director y actor. Hitchcock nació en 1899 y Cary Grant y James Stewart en 1904. Hitch y Grant colaboraron en cuatro ocasiones, la primera de ellas cuando el actor contaba 36 años. También compartieron película en cuatro ocasiones Hitch y Stewart, teniendo este ya 48 años cuando hizo el primer proyecto. John Wayne tenia 32 años cuando colaboró por primera vez con Ford, con quien repetiría en 10 ocasiones. Akira Kurosawa y Toshiro Mifune colaboraron en 16 películas, rodando la primera a los 38 años del director y a los 28 del actor. Mastroianni tenia 36 años en su primera colaboración con Fellini. Sin embargo, de todos ellos, la relación más destacada es la de Jean-Pierre Leáud y François Truffaut, iniciada en 1959, cuando el actor tenía 14 años y el director 27. Por el momento, pese a ser limitada, la relación de Carax y Lavant parece la más intensa. En su primera colaboración, Carax tenía 23 años y Lavant 22. Excepto en Pola X (id, 1999), donde aparecía la fallecida esposa del director, Yekaterina Golubeva, ambos colaboraron anteriormente en todos los largos de Carax: Chico conoce chica (Boy meets girl, 1984), Mala sangre (Mauvais sang, 1986), Los amantes del Pont- Neuf (Les amants du Pont Neuf, 1991) y el episodio Merde del filme colectivo Tokyo! (id, 2008). Lavant era, respectivamente Alex, Alex, Alex, y… Monsieur Merde. En Holy motors es, sobre todo, Mr. Oscar. Si tenemos en cuenta que el nombre del director es un juego de palabras (Le Oscar a X, El Óscar para X), y que su auténtico nombre (anécdota nada anecdótica) es, en realidad, Alex Oscar Dupont, nos daremos cuenta de que, aunque según él Lavant no es, específicamente, su amigo, no hay duda alguna de que es su alter ego. Más que un cómplice, es su otro yo.
Si los referidos autores utilizaban los recursos actorales de sus intérpretes para representar diversos personajes, algunos siniestros, otros simpáticos, algunos arribistas, otros héroes, Lavant encarna a un único personaje para Carax en sus tres primeras películas. Alex es arrebatado y romántico pero, sobre todo, extremadamente físico. Denis Lavant conjura mágicos poderes para transformar su rostro de joven adolescente en maduro bruto. Sus cejas, las muecas de sus labios, su mirada, conforman la presencia de un ser infantil proyectado bruscamente a un mundo adulto que le es hostil. Su cuerpo es un prodigio de expresividad. No se trata de una exhibición de atletismo. No hablo de un cuerpo de gimnasio como puedan exhibir Brad Pitt o Tom Cruise. Y no por falta de musculación, sino porque esta no está dedicada a la exhibición en escenas de acción; es plenamente expresiva. El rostro apasionado, dolorido, apesadumbrado, ansioso, de Alex/Denis es acompañado por un cuerpo que expresa dolor, rabia o furia. Los golpes que se propina en el abdomen en Chico conoce chica; las carreras desesperadas seguidas en frenéticos travelling, acompañadas de contorsiones, en Mala sangre; su cráneo rapado frotándose contra el asfalto al inicio de Los amantes del Pont Neuf… Hay energía, dormida, en trance de desencadenarse, en su cuerpo entero, inerte, después de ser atropellado, en la misma película. Lavant es una auténtica (y minusvalorada) fiera actoral, aunque tenga otras destacadas interpretaciones en las que su cuerpo constituye la herramienta principal. Así en Beau travail (Claire Denis, 1999), cinta árida de ásperos personajes que concluía con una secuencia de baile convulso, a su cargo, auténtica catarsis de la represión y violencia que hemos visto hasta ese instante, y reminiscente de escenas similares de las cintas previas de Carax.
En Holy motors Lavant alterna a Alex para ser Oscar, la otra personalidad de Carax. De hecho, tras todas sus personalidades, Alex no desaparece por completo. Está en los agitados, bruscos, movimientos de la mendiga rumana; en la violencia sintética del asesino; o en el visceral, enloquecido, galope de Mr. Merde. Pero también en el abstracto baile del especialista cinematográfico y, sobre todo, en el personaje que en el intermedio nos sirve una pieza musical vibrante, acordeón en mano, seguido de toda la banda: músico callejero, artista circense, primo directo de todos los anteriores Alex. Por otro lado, tenemos al sereno Sr. Oscar. El misterioso ser de múltiples encarnaciones que salta de una a otra vida, de una a otra película. El banquero, el padre de familia angustiado por su hija adolescente, el millonario, el enfermo terminal o el actor veterano que encuentra a una vieja amiga (una vez más, ¿realidad o ficción?) son Oscar. Son Lavant. Son un actor formidable que es la otra mitad de Carax. Algo que tal vez solo consiguieron Leáud y Truffaut, Mastroianni y Fellini. Por ello, si Holy motors es una obra maestra sobre el arte de la creación no solo se lo debemos al llamado Leos Carax (sea cual sea su auténtica identidad) sino a Denis Lavant. Parece imposible que suceda, pero de este material están hechos los sueños: Oscar goes to Denis!