Sacrificios

I

El cine también ha generado leyendas urbanas. Sus propias historias de fantasmas, sucesos inexplicables, desapariciones y prodigios. El tipo de narraciones que reservamos a nuestras alumnas predilectas pero que nos inquieta evocar sentados a solas frente al escritorio, cuando nuestro rostro no es más que una sombra torva reflejada en el monitor. Fábulas que, gracias precisamente a tal condición, a su tránsito por los márgenes de la razón, dan con las claves auténticas, inexpresables, de nuestra vocación y nuestras ideas en tanto críticos como nunca lo harán ni las enciclopedias generales del cine, ni las ponencias, ni los archivos de las filmotecas, ni las reseñas de dos mil quinientos caracteres.

Algunas de estas leyendas no tienen un ápice de verdad. Aunque abunden en detalles plausibles. Pensamos en esos cortometrajes de animación que se insiste Charles Chaplin llevó consigo de Essanay a Mutual en 1916, y que habría destruido una inundación. O en el secuestro de la pequeña Luisa Ferrer en las navidades de 1938 y la consiguiente exhibición de ciertos cuadros cromofundentes en la sala barcelonesa Monasterio, escándalos eclipsados supuestamente por la entrada en la ciudad de las tropas franquistas.

Otras leyendas, como la que nos ocupará esta tarde de invierno, tienen sus orígenes en hechos reales. Por fantasiosos que nos puedan parecer. Lo que redunda en la inutilidad de continuar disociando lo espontáneo del artificio, lo vivido de lo imaginado, los datos de las intuiciones, lo matérico de lo virtual. Así es (si así os parece). De ser una invención, ¿consideraríamos menos elocuentes los asesinatos acaecidos durante la segunda edición del Festival de Espoo? ¿Quién ha visto las filmaciones experimentales que llevaron a la cárcel a Eva Massardi y Bernardo Maurice precipitando el final de la Nueva Ola Uruguaya? ¿Habría tenido consecuencias diferentes el cisma crítico en Il Nostro Cinema de no mediar en la disputa el insólito accidente sufrido por quien había sido estandarte ideológico de la publicación, el cineasta Marco Caserini, objeto aun hoy de innumerables tertulias sobre temas paranormales?

Centramos sin embargo este artículo en Der Tod —no confundir con Las tres luces (Der müde Tod. Fritz Lang, 1921)— porque su caso evidencia como pocos el carácter ambiguo de cualesquiera actividades, en especial las artísticas; la difusa línea que separa lo que se llama existir de su reinterpretación cultural; los peligros de juzgar la pureza de las aproximaciones fílmicas o críticas al hecho cinematográfico. Porque juzgar conduce a la guerra, como explicaba a un reportero del Berliner Tageblatt el guionista y realizador de Der Tod, Hans Rogge, el 21 de octubre de 1920, fecha de la primera y última exhibición pública de su película: «Der Tod no es cine. Es una batalla».

II

El periodista describió el estado anímico de Hans Rogge aquella noche como «agitado […] El señor Rogge mantiene a lo largo de su breve conversación con nosotros una expresión enojada. Una tormenta de emociones distorsiona sus rasgos mientras dirige miradas huidizas a un extremo y otro del vestíbulo». No era para menos. La proyección de Der Tod acababa de concluir dejando a los invitados estupefactos, cuando no aterrados, ante el relato desplegado en la monumental pantalla del Kino Palast con lo que el Berliner Tageblatt definió como «trucos fotográficos inéditos, de diabólica eficacia».

Los lectores familiarizados con el cine mudo saben que no se conserva ninguna copia de Der Tod. Por mucho que algunos rumores apunten otra cosa. Que tan solo han sobrevivido a su producción escasos testimonios gráficos, que ilustran este artículo, y contadas referencias bibliográficas. Entre ellas, una sinopsis incluida por Michael Wilson en su Antología de las imágenes secretas que, de ser exacta, testimonia lo singular de cuanto había imaginado Rogge:

«Saskia, actriz de belleza perturbadora, es también suma sacerdotisa de un culto obsesionado con devolver a los seres humanos la energía que cree nos arrebata el registro en celuloide. Saskia rapta a quienes poseen, reproducen y distribuyen las películas que protagonizase antes de descubrir el pavoroso secreto del cine, y los somete a un cruel ritual mágico mediante el cual sus cuerpos se consumen junto a los fotogramas de sus films, lo que sacia su sed de vida y la de sus seguidores».

«Alan, el amante de Saskia», continúa Wilson, «es víctima del poderoso influjo de la actriz, hasta que se rebela y contrarresta sus siniestras actividades apelando a los oficios de Werner, un jovial operador de noticiarios. Ambos irrumpen en una ceremonia sacrificial de Saskia con sendas cámaras, filmando a los presentes. El enfrentamiento entre las fuerzas liberadas por los ritos de Saskia y los espíritus del arte conjurados por las cámaras que empuñan Werner y Alan concluye con la victoria de estos últimos. Alan abraza compungido el cuerpo exánime de Saskia. Un intertítulo postrero sentencia: Sie wurde geopfert auf dem Altar der Filmkunst [Sacrificada en el altar del cine]».

Pero, ¿había imaginado Hans Rogge semejante argumento? Es en este punto donde empiezan a embarullarse lo real y lo fantástico. Porque la Saskia de Der Tod era, por supuesto, Saskia Ekman, uno de los mitos más esquivos del cine mudo. Por añadidura, la amante de Rogge. Una actriz que nunca quiso serlo, por lo que su apasionada liaison profesional y sentimental con Hans mutó, según declararon con mala intención conocidos de este tras su espantosa muerte, en animadversión mutua.

Para comprender hasta qué extremo los credos contrapuestos de protagonista y director habían litigado en el seno de Der Tod, por qué la película era menos una ficción que un ensayo —¡un documental!, en palabras de la ocultista Louann Kowalski—, por qué Hans puede que temiese la aparición de Saskia en el Kino Palast de Berlín la noche en que se proyectó Der Tod, hay que retroceder en el tiempo dos años. Hasta las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.

III

Gracias a sus talentos, y a los posibles y contactos de su familia, Hans había logrado eludir el reclutamiento militar durante el conflicto y dirigir a edad inhabitual dos largometrajes: el drama social Todos somos humanos (Wir sind alle Menschen. 1917), secuestrado seis meses por la censura alemana, y Zahlen und Schatten (1918), cuadro de costumbres con aristas expresionistas y avant garde. Ambos títulos le habían procurado un renombre. Pero a Hans no le bastaba con ser una versión ilustrada, consciente, de su homónimo Hans Castorp o del hombre sin atributos de Musil.

La angustia vital de su país en aquellos tiempos cruciales y un implacable proceso de autocrítica individual desembocan según su mejor biógrafo, Siegfried Höch, en un «poner en tela de juicio su rol testimonial como cineasta, tan conveniente para las revistas ilustradas de variedades y de tendencias; así como el rol mismo del cine en tanto ornamento de las masas, en tanto reproducción técnica de imágenes que deriva en referencia abstracta y alienante de los cuerpos […] Rogge ha entendido el mundo y su papel en él. Pero quiere comprender la necesidad de su presencia, su poder catalizador de significantes inéditos, el secreto transformador que pudiese albergar su posición consolidada, acomodada, como cineasta».

Hans se percata de que la Alemania histérica recién salida de la guerra y abocada a la República de Weimar no es el lugar propicio para su introspección creativa, y fija su atención en el norte de Europa: En películas como La noche de la venganza (Heavnens Nat. Benjamin Christensen, 1916), Los proscritos (Berg Ejvind och bans hustru. Victor Sjöström, 1918) y El tesoro de Arne (Her Arnes pengar. Mauritz Stiller, 1919) percibe una combinación de lo paisajístico y lo corpóreo con una plástica trascendente que se le antoja sublime, la materia prima idónea para experimentar una iluminación artística y existencial en toda regla. Decidido a vivir de primera mano lo que se dio en llamar después «el esplendor fugaz del cine nórdico» y, más en concreto, las estrategias de la «escuela sueca», Hans emprende en junio de 1919 un viaje iniciático a Estocolmo.

IV

Quien busca, halla. Pero no siempre lo que espera. En una de las últimas etapas de su ruta, en la que ha alternado visitas a luminarias de la cultura de la región con el disfrute de una naturaleza agreste, Hans recala en un pueblo minúsculo llamado Värm. Hoy desaparecido, entonces apenas otra cosa que parada y fonda para los viajeros. Y, en la orilla pedregosa de un riachuelo arrebolado por el deshielo, se topa con Saskia Ekman, que aprovecha un mediodía bonancible para extraer de las grietas rocosas y los troncos rugosos de los fresnos hierbas tónicas y medicinales.

Hans cuenta, en una carta dirigida a su hermana Lotte que llegará a Berlín cuando él ya esté de vuelta en la ciudad, lo que ha supuesto para él Värm: «Sigo varado en el villorrio que te comenté y que jocosamente aseguras no encontrar en los mapas, hermanita […] Pese a las muchas incomodidades que conlleva permanecer en sitio tan lóbrego, es perfecto para destilar sobre el terreno las conversaciones, las lecturas, las reflexiones que me han salido al paso este verano […] Agradezco haber traído conmigo material de escritura y dibujo; creo que mi percepción de las cosas está madurando, respondiendo a través de la pluma y el pastel a preguntas que jamás había planteado correctamente […]».

También hace partícipe a Lotte de su relación incipiente con Saskia, aunque subrayando el rechazo que la chica le inspira como persona: «Me ayuda a hacerme con los entresijos de la zona la joven de la que te hablé, que, para desconcierto y disgusto de los dueños de la posada donde me alojo, se me aparece todas las mañanas en el jardín trasero, en el vestíbulo y hasta en el umbral de la puerta de mi dormitorio, cosa que no deja de divertirme […] Es grácil y hermosa como un boceto de Rückert, pero le gusta decir con un poso de melancolía que “ni siquiera a la vida le gusta estar sola”. Misteriosamente, se ha revelado más cultivada de lo que podría pensarse teniendo en cuenta que habita sola una covacha lindante con el bosque y el río: chapurrea alemán y me sorprende con apreciaciones agudas y descaradas sobre mis esfuerzos estéticos. Pero he visto cosas en su cabaña que no me gustan; cosas que no detallaré para no perturbarte sin necesidad, pero que dan cuenta de una naturaleza salvaje y hasta profana».

Lo que calla Hans a Lotte es que esas cosas alarmantes no han impedido que él y Saskia establezcan de la noche a la mañana un vínculo ardiente, que contiene por otra parte el germen de su posterior desencuentro, de su destrucción: «Saskia me fascina, me es imposible no esbozar sus rasgos sobre el papel», revela Hans en otra misiva destinada a uno de sus mejores amigos, el arquitecto Erich Mendelsohn; «ojalá tuviese a mi disposición útiles fotográficos. Ojalá pudiese apresar sus rasgos, el pulso latente de su carótida, el aleteo de sus manos. He soñado con sus ojos y su cabello regando la película virgen de  grano, ralladuras, manchas estrelladas, fundidos en negro y quemaduras […]».

Pero, añade Hans, «Saskia goza forzándonos a hacer lo opuesto: sumirnos en la oscuridad. No se trata de imaginarse otros, como podrías pensar, sino, como ella me explica mientras emborrona mis dibujos, de despojarnos de nosotros mismos, de la imagen que tenemos el uno del otro. Siguiendo las instrucciones que me dicta desde su lecho mísero, recorro la cabaña cubriendo con paja cualquier atisbo de luz, aunque sea el relampagueo de la luna sobre las aguas. Y, con cada grado de penumbra que gana el habitáculo, su voz toma un cariz más impaciente, más ronco, que, apenas sumidos en las tinieblas, se torna silencio amenazador. Entonces vuelvo a ciegas junto a ella y, cuando tanteo la frazada, ya no estoy seguro de lo que me espera allí: si la mujer que deseo, siquiera una mujer, o una bestia capaz de despedazarme. Saskia admite después con sonrisa trémula sentir lo mismo al escuchar cómo me acerco quedamente… Nuestros encuentros son feroces, tienen tanto de abrazo como de lucha. La saliva adquiere sabor a sangre».

V

Estas indiscreciones le cuestan a Hans ser recibido con muchas cejas enarcadas cuando regresa a Berlín acompañado de Saskia y un equipaje en el que se confunden las maletas de cuero turco y los bultos envueltos en cáñamo y estraza. A ninguno de los dos les importa. A ojos de Saskia, Berlín es el País de Oz; Hans, su demiurgo. Para Hans, Saskia representa todo lo que la cultura no se atreve a asimilar. Viven su luna de miel, que se concreta en Puls (Saskia Ekman y Hans Rogge, 1920), cortometraje vanguardista perdido a fecha de hoy en el que, como ha documentado Lars Rohe, «se encadenan la contemplación morosa de una vagina palpitante en el momento del orgasmo, los estremecimientos de una paloma semiaplastada por un carruaje, una mariposa que bate con pereza sus alas, inflexiones mudas de unos labios entregados a un mantra».

Puls constituye también el principio del fin. El cortometraje se proyecta con éxito en los cenáculos más exclusivos de la ciudad, y se publican entrevistas conjuntas con Saskia y Hans, pareja de moda, en Der andere Bildschirm y Apropos Filme. Pero, leyéndolas, diríase que una y otro han trabajado en proyectos diferentes. «Puls pretende extraer a la vida su esencia, lo mejor de sí misma, transfigurar lo que nos rodea en una experiencia significativa», opina Hans. «Puls nos recuerda lo que hay más allá del cine. Es una nota al pie de las páginas de la vida, una manera de celebrarla», replica Saskia.

Cuando empiezan a escribir juntos Der Tod, Hans y Saskia afirman con humor que su nuevo proyecto nace precisamente con la idea de limar sus diferencias. Iniciada su producción se han multiplicado los rumores en Berlín sobre discusiones, intrigas, jornadas de rodaje oficiales y extraoficiales, desaparición de película en el laboratorio, reuniones de urgencia con los socios de Hans, sorpresas en la sala de montaje… Y todo ello es la punta del iceberg de otros acontecimientos que tienen lugar en la primavera y el verano de 1920 y de los que dan cuenta los diarios de Lotte Rogge, conservados en la Schmidt-Rottluff Bibliothek:

«Mi hermano no sabe lo que ha traído consigo de tierras nórdicas, o va siendo consciente de algunas cosas cuando ya es difícil que escape indemne a ellas […] A mí no me costó descubrir lo que era la señorita Ekman. Bastaba fijarse en cómo escudriñaba con mirada lobuna los cuadros, las fotografías, los espejos, las reproducciones, todo lo que conforma la cultura alemana […] Hans está cada día más sorprendido: su prometida no solo es mucho más sofisticada de lo que creía; trata de imponer un sentido perverso a su carrera como cineasta, y se presentan de continuo en su casa extraños visitantes suecos que, de no ser bien recibidos, obligan a la señorita Ekman a ausentarse hasta horas tardías […] “Cuando tú vas al cine, hermanita”, me dijo ayer Hans con tristeza, “buscas un alivio fugaz o espiritual a tu condición, y la imagen sale fortalecida del proceso. Pero otros beben de la pantalla hasta dejarla seca, agostada como el pergamino” No entendí plenamente lo que trataba de explicarme, pero cuando se marchó se apoderó de mí una gran congoja».

VI

Tras un tiempo indeterminado de accidentadas filmaciones en una retirada casa de campo a las afueras de Rostock, Hans se planta una madrugada de domingo en casa de Lotte «demacrado, la sombra de sí mismo», con un cargamento de material cinematográfico que pone bajo severa custodia mientras trabaja con él de cara a culminar Der Tod. Los archivos de la policía berlinesa acumulan en esa época diversos reportes de incidentes relacionados tanto con Rogge como con la película: dos asaltos, conatos de incendio, un intento de secuestro.

Lotte y Erich Mendelsohn, el gran amigo de Hans, insisten en preguntarle qué está pasando, por qué el director ha puesto su fortuna al servicio de su protección personal y la de su trabajo, cuál es el motivo de que Saskia Ekman haya desaparecido. Hans solo da una explicación elíptica a Erich en vísperas del estreno de Der Tod, de nuevo en una misiva que redacta apresuradamente en un café, «seguido de cerca»:

«Erich, pedí comprender lo que oculta el velo de nuestras estructuras psicológicas y sociales. No me bastaba con entender, con ser partícipe complaciente o medroso de ellas. Lo conseguí. Ahora, comprendo. Estoy al otro lado del espejo. Al borde del abismo que yo mismo he abierto a mis pies. En esta tesitura, la obra de arte ya no puede concebirse como testimonio sumiso sino como trinchera, como última barrera de ataque y defensa, frágil por otra parte como el cristal. Un cristal a través del cual se contempla con profusión de obscenos detalles la ola carmesí de la vida, que se abate sobre nosotros. La Vida en todo su esplendor informe y parasitario, agitado y vampírico. La vida, la muerte».

VII

El 21 de octubre de 1920 tiene lugar en el Kino Palast de Berlín la primera y última exhibición pública de Der Tod.

Hans Rogge guarda en lugar secreto la documentación generada por el proyecto, copiones y fotografías, bobinas y negativos, y ordena la realización de un número desproporcionado de copias de la película, que insiste en programar allá donde le informan hay una pantalla disponible.

El 29 de octubre Hans le comenta a Lotte: «Me siento como un pequeño insecto atrapado en la tela de una araña. Pero tengo la esperanza de hacer vibrar otros filamentos, de hacer que la araña piense que repentinamente son muchos los insectos posados sobre su tela, de desconcertarla hasta que se sienta más segura escondida en su cubil».

VIII

El amanecer del 1 de noviembre, un operario de la factoría Bloesch, ubicada en las afueras de Berlín, se topa en el arcén del camino que frecuenta a diario para ir a trabajar o llegarse hasta el colmado, con una pila de celuloide calcinado y un cuerpo humano. Todavía con vida, pese a mutilaciones que lo han convertido en un despojo de carne. De acuerdo con el informe pericial posterior, al hombre le faltan los pies, las manos, la mandíbula inferior y los ojos. De lo que fue su boca, declarará el trabajador a las autoridades, emana todavía durante largo rato un aliento agónico que se condensa sobre sus propias mejillas y la frente, lugar este último donde se mezcla con lo que aparentan ser «minúsculos depósitos de sal y rímel», como si una mujer hubiese llorado sobre él. Junto a la víctima, que morirá en brazos del conmocionado obrero, un hito kilométrico en el que alguien ha garabateado con sangre: Offras på altaret för livet [Sacrificado en el altar de la vida].

IX

A última hora de la tarde, el cadáver es identificado como el de Hans Rogge, a quien se había intentado localizar durante toda la jornada: un incendio ha arrasado los laboratorios donde se procesaban las copias de Der Tod, y desconocidos han saqueado sus dos residencias.

X

Décadas después, Lotte escribe en su diario: «Der Tod desapareció. Dicen que desapareció. Se empeñan en continuar investigando si desapareció o no. Pero el horror que sentí en el depósito de cadáveres, el horror que me ha embargado desde entonces ante las presencias desconocidas, la sensación de ser espiada, la idea de toparme en mis propiedades con algo ligado a aquella película, nunca ha desaparecido. El horror siempre ha estado ahí. Y el odio. El odio a Saskia Ekman. Un odio puro y persistente que me ha llevado en el curso de los años, en un par de raptos alucinatorios, a creer que la veía tal y como la conocí, riéndose lozana y radiante en las calles de los sueños y las quimeras de la multitud, que devora como una mantis, como una víbora, como una rata».