Terror con memoria histórica

Cabañas que no dejan ver el bosque

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Entre las muchas fullerías que se gasta The Cabin in the Woods, la cinta de culto del año a juzgar por el número de fuentes, ninguna brilla como la de hacer pasar por cerrado un final desvergonzadamente abierto. En su conclusión —que no desvelaremos por respeto a los lectores con conexión aún más lenta que la distribuidora— la película renuncia a llevar a su consecuente fase de síntesis el ejercicio analítico que propone acerca de los clichés del género, limitándose a desnudarlo y dejarlo a solas en la habitación con el público, para que éste haga lo que le plazca con él. El resultado de esta indefinición puede constatarse en la euforia desatada por el trailer del remake de Posesión infernal (Evil Dead, Sam Raimi, 1981): por más que sus códigos debieran ser ya cuestionados a la luz del filme de Drew Goddard, como señalaba Roberto Alcover Oti, parece que pocos ven todavía al emperador desnudo.

Antes de achacar este entusiasmo colectivo aparentemente acrítico a la ceguera o la pasión incondicional, para los que aún nos sonreímos con el mencionado trailer es imperativo sacudirnos el cinismo y buscar alguna otra explicación. El dedo acusador de The Cabin in the Woods nos señala certeramente desde la posición del creador de ficciones, pero ignora el fuera de campo que se correspondería con nuestra visión: al fan no le preocupa tanto la labor del director o el guionista como la realidad que late bajo las imágenes de su discurso, un manantial de pánico que ha alumbrado desde tiempos primigenios a las diversas religiones. Éstas proveen al creyente de coordenadas para interactuar con su mundo e interpretarlo a partir de modelos que, en el marco de la civilización occidental, han evolucionado desde sus raíces judeocristianas hacia lo que podríamos denominar nichos culturales. Este último estadio se compone de expresiones laicas sin voluntad holística, en respuesta a demandas específicas de la cultura popular detectadas por los dispositivos mercadotécnicos —referidos en su mayoría a la industria audiovisual— u otros observadores desde sus respectivas atalayas; el cine se cuenta entre aquellas que pretenden aproximarse a lo real mediante su representación.

Dentro de esta vocación de conocer el universo físico a través de sus proyecciones, pues, ¿dónde se ubicaría el corpus canónico del cine de terror? Las claves afloran singularmente en las etapas de proliferación de filmes exploitation, menos dados a mezclarse con otros géneros (que no temáticas): desde los cautionary films de la Gran Depresión hasta el torture porn de la Administración Bush Jr., pasando por el mondo adelantado al post-mayo del 68 o el slasher sinécdoque del liberalismo reaganiano de los ochenta, nos adentramos en una concepción de lo real como la suma infinita de aberraciones de la razón, inaccesible desde una percepción velada por la cotidianidad. Desprovista de argumentario filosófico, semejante noción sencillamente brota del horror al contemplar lo que nos rodea sin el soporte de las convenciones (entre ellas el lenguaje) que la sociedad crea para su asimilación; inevitablemente, según crece la complejidad del sistema más ineficaces se muestran para abarcarlo, como refleja la crisis de las religiones tradicionales. Surge así la disyuntiva de emborracharse de vida social, una forma de autismo interior, o bien tomar cierta distancia y transformarnos en outsiders del cosmos. El cine de terror nos ayuda a lo segundo al ejercer de proxy entre nosotros y el mundo exterior mediante una peculiar operación: en vez de exponer directamente la mentira de la realidad consensuada —¿cómo representar la falsedad de una representación?— traduce nuestra conciencia de dicha ilusión a estructuras de ficción más digeribles que la percepción en bruto. En otras palabras, se efectúa una violación controlada de la normalidad.

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Joss Whedon, cerebro principal de The Cabin in the Woods y probable conocedor del fandom que lo elevó a la categoría de icono, no anda desencaminado al comparar a los aficionados con dioses que descargan su ira sobre autores proletarios a su servicio. Ahora bien, desde otro punto de vista la relación sería asimismo equiparable a la existente entre fieles y sacerdotes, encargados estos últimos de preservar un canon ficcional que actúe como profiláctico en la referida profanación de lo ordinario. La rebelión de los primeros se produce cual pueblo de Moisés al verse tragado por el desierto de lo real, consecuencia de la experimentación mediante la que algunos heterodoxos se obcecan en desafiar las Tablas de la Ley sancionadas por el principio superior de la Tradición. El miedo a perder el control sobre la propia transgresión frena la evolución del nicho cultural del cine de terror, y en consecuencia se crea una metanormalidad; es decir, otra ficción consuetudinaria superpuesta a la que se denuncia. Ello explica fenómenos como la sobreexplotación del subgénero de muertos vivientes, en el que nos topamos con cintas como Automaton Transfusion (Steven C. Miller, 2006) o Zombiez (John Bacchus, 2005), delatoras de la podredumbre (qué mejor término) desde su misma base amateur; documentales conservadores como Going to Pieces: The Rise and Fall of the Slasher Film (Jeff McQueen, 2006), en línea con las recuperaciones hagiográficas de mitos dudosos como Paul Naschy; o el uso torticero del género como excusa para la fiesta promovido, por ejemplo, por la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, y del que participan supuestos fans entregados a la desactivación de obras que amenacen la placidez a la que aspira un panorama fílmico mediocre —recuérdese el reestreno en salas en el año 2000 de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), acogida con el cachondeo y la condescendencia que algunos reservan a los parientes que vienen del pueblo de visita.

Aunque la mayoría de los cineastas se limita a explotar comercialmente dicha metanormalidad, el tándem Whedon-Goddard ha culminado una tendencia de los últimos años a reflexionar sobre sus características, inconfundiblemente ligada a una inquietud renovadora. Su vertiente más llamativa, a la que pertenecen títulos como la comedia a costa de los tópicos del terror rural Tucker and Dale vs Evil (Eli Craig, 2010) o el homenaje para modernos Chillerama (Adam Green, Joe Lynch, Bear McCreary, Adam Rifkin y Tim Sullivan, 2010), se basa en un recurso que podríamos denominar como tensión de la cuarta pared. Sin llegar a interpelar directamente al espectador para provocar su ruptura —la clásica mirada del actor a cámara— sí logran un efecto de desestabilización al cuestionar los códigos asumidos por ambas partes (tras decenas de números de Cahiers-Caimán por fin vimos una lección de palimpsesto gracias a Wes Craven en Scream 4 [2011]) o llevarlos al límite de la parodia (la trilogía Feast [John Gulager, 2005-2009], ya enterrada por un Noboru Iguchi que deja a Gulager cual niño bien metido a gamberro para caer simpático).

Sin embargo, es complicado estar a la altura de las intenciones en una época en que el arte se edifica sobre la referencialidad y el guiño cómplice, quedando en tierra de nadie la pretendida radicalidad de Rubber (Quentin Dupieux, 2010), fagocitada sin mayor problema por una platea acostumbrada a argumentos inverosímiles, o la prematuramente envejecida Behind the Mask: The Rise of Leslie Vernon (Scott Glosserman, 2006), la cual ironiza sobre códigos que ya se hallaban en decadencia cuando se realizó. Para hacer temblar la cuarta pared, por tanto, es necesario jugar la baza de la ferocidad hacia el espectador, como lo hace el díptico (hasta la fecha) compuesto por The Human Centipede (First Sequence) (2009) y The Human Centipede II (Full Sequence) (2011), ambas dirigidas por Tom Six. El grotesco festival de casquería de la secuela funciona como espejo de los gorehounds decepcionados por la tibieza de la primera entrega; si The Cabin in the Woods alude a la intransigencia de los fans, la saga The Human Centipede la supera en contundencia al recordarles su miseria espiritual.

Sin esa agresividad el terror de cuarta pared deviene mero filón comercial, aprovechado por artesanos rapaces como Robert Rodríguez y su Planet Terror (2007), viviendo su apogeo como becario de Tarantino, o actores como Simon Pegg, quien recurre a los tópicos de los géneros como libros de chistes desde la sobrevalorada Zombies Party (Shaun of the Dead, Edgar Wright, 2004). El lema «Renovarse para no morir», más propio de un congreso socialdemócrata que de jóvenes turcos, se ajustaría como un guante al grueso de proyectos que se ufana de situarse por encima de sus referentes.

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Otro tipo de ficciones de segunda generación menos estridentes, si bien partícipes de la misma vocación de reescritura, han cosechado un éxito mayor en la revitalización del género. Son aquellas que optan por mantener implícitos sus engranajes referenciales o, aun exponiéndolos, por ampliar sus fronteras antes que postularse tratados críticos sobre su declive. Entre los directores que niegan la crisis a través de sus excelentes resultados es obligado mencionar a James Wan, cuya Insidious (2010) le confirma como un creador de nuevos espacios en el canon cinematográfico desde el respeto a éste; de hecho este filme evidencia la extemporaneidad de Silencio desde el Mal (Dead Silence, 2007), la cual pagó cara una falta de tono paródico derivada de la humildad hacia sus fuentes temáticas. Otro bastión incontestable del terror cinéfilo es Ti West, cuya La casa del Diablo (The House of the Devil, 2008) admite todo tipo de lecturas metacinematográficas sin ni siquiera rozar la cuarta pared: el suspense y la seriedad del planteamiento la habilitan como obra autónoma incluso para espectadores neófitos en el género. West también se mueve como pez en el agua tanteando sus límites (Trigger Man, 2007) o descubriendo tierra fértil donde se intuía un erial (Cabin Fever 2: Spring Fever, 2009).

Al margen de figuras notables como las citadas, la escena del fantástico con retrovisor es fecunda en aportaciones de interés provenientes de autores menos constantes. Por su parte, el heredero de Wan en la saga Saw, Darren Lynn Bousman, se suma a La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, Dennis Iliadis, 2009) en la inversión de papeles entre verdugos y víctimas con su propio remake en 2010 de El día de la madre (Mother’s Day, Charles Kaufman, 1980). Estas películas ofrecen una óptica diferente del tema respecto a los rape & revenge y otros exploitation de los setenta, relacionada con el rol del monstruo en la configuración de la comunidad y la identidad a la que apuntaba Óscar Brox en su crítica de Almas condenadas (My Soul to Take, Wes Craven, 2010). A pesar de su aparente deuda con los filmes originales, su distinto planteamiento conceptual les lleva a tratamientos divergentes no siempre óptimos en términos comerciales. Y hablando de tradiciones siniestras, qué mejores fechas que Halloween para recordar el maltratado trabajo de Michael Dougherty Trick’r Treat (2007), repositorio cultural de nociones pop con resonancias ancestrales asociadas a la noche de difuntos, a las que no es ajena el cine; o la menos redonda Murder Party (Jeremy Saulnier, 2007), disquisición ligera acerca del asesinato como performance que carga con mayor contundencia en su último tercio, cuando convierte la masacre del psychokiller en elogio de la autenticidad de la expresión popular. Estas cintas de distribución limitada son ejemplos de terror reflexivo acaso obligado a moverse entre dos aguas, la ficción autoconsciente y las exigencias particulares del direct to DVD, como sucede con Colinas sangrientas (The Hills Run Red, Dave Parker, 2009) —reanimación temporal del slasher a partir de su recuerdo— o la saga Wrong Turn —apropiación gore-festiva del survival, especialmente a raíz de su segunda entrega dirigida por Joe Lynch (2007).

Al comprobar la riqueza en propuestas de esta índole en circuitos alternativos de lanzamiento, así como la permeabilidad del medio televisivo a su influencia (Perdidos o Walking Dead, por no ahondar otra vez en el magistral episodio Cigarette Burns de John Carpenter para Masters of Horror), da la sensación de que se recurre a la mirada al pasado simplemente como una técnica legítima de guión que requiere más habilidad que atrevimiento. Dado además el estilo funcional al que tienden la mayoría de estos títulos, más bien centrados en los resortes narrativos, nos encontramos con que, después de una etapa abundante en obras truculentas o basadas en su impacto visual, el terror revisionista desplaza de nuevo el peso del género hacia la literatura y sus complicaciones de traslación a la pantalla.

Coda

En el cuadro que hasta aquí he dibujado The Cabin in the Woods aparece como el faro que nos guía al futuro del fantástico, puntuado por estimulantes hitos redefinidores de subgéneros como la romántica (qué coño) Bienvenidos a Zombieland (Zombieland, Ruben Fleischer, 2009) o Attack the Block (Joe Cornish, 2011), tan divertida como asaltar impunemente una tienda de Apple con tus colegas. Sin embargo, en el pasado festival de Sitges muchos vimos cristalizar una segunda vía para la que debiera rescatarse la palabra «horror» en su acepción literal del diccionario: «Sentimiento intenso causado por algo terrible y espantoso.» Un significado al que ya solo acudíamos para calificar algunos bodrios vuelve a antojarse el más adecuado para expresar lo que transmiten determinadas ficciones, apostadas como testigos de nuestro presente en la misma medida en que rechazan ensimismarse en el legado cinematográfico del que han germinado.

Muchos lectores ya habrán disfrutado de los filmes exhibidos en el festival o de nuestro especial del mes pasado dedicado al mismo; les sonarán por tanto Lovely Molly (Eduardo Sánchez, 2011), el ómnibus V/H/S o la nueva versión de Maniac (Franck Khalfoun, 2012). No es el momento ni el lugar de apostillar los textos aún frescos de mis compañeros sobre trabajos tan complejos, sino de invitar a su descubrimiento a la par que el de uno mismo como aficionado. Si de algo son herederos es de la iconoclastia y la incomodidad que nos producía la desesperación telúrica de Vinyan (Fabrice Du Welz, 2008), la suspensión hipnótica del relato en A Horrible Way to Die (Adam Wingard, 2010) o la sensualidad que Amer (Heléné Cattet y Bruno Forzani, 2009) introducía en los boquetes narrativos del giallo. Hablo de un horror emanado de nuevas formas y al mismo tiempo conectado con la materia de la que está hecho el mundo, de cineastas en pos de la libertad de estilo con el fin paradójico de alcanzar compromisos más fuertes con la realidad que les envuelve. ¿No resulta irónico que un director como Rob Zombie, que debiera ser objeto central de este texto por su mirada cinéfila rayana en el frikismo, se haya descolgado en The Lords of Salem (2012) con una pieza que traiciona cualquier expectativa basada en el conocimiento previo del género?

A diferencia de los ciudadanos sujetos a las reglas del mercado y al saqueo de la clase política, el cine de terror puede y debe aspirar a vivir por encima de las posibilidades que otros le dictan. Así que si oís de un intrigante grupo nuevo que viene a la ciudad a dar un concierto, dejadlo todo y acudid a verlo. Puede ser algo único.