En las próximas semanas se multiplicarán en las publicaciones de cine. Coparán las páginas centrales de revistas de papel, navegaremos por ellas a golpe de clic izquierdo en webs varias. Las listas llegan de forma anual e inexorable, acompañan el último tramo de diciembre como un indicativo más de las fiestas navideñas, apegadas a su carácter cíclico y a la condición de celebración recapitular de todo un año. Están ahí para poner orden a un nuevo ejercicio de cinefilia, a un año desbordado por más estrenos de los que podemos consumir, procesar, comentar.
Hay una frustración implícita —y necesaria— en el día a día del periodista cinematográfico que, en un momento dado, se ve instado a diseñar su personal ranking anual: la ansiedad, más o menos consciente, de que no llegará a ver siquiera un porcentaje representativo de todo el cine que debería haber visto para llevar a cabo de manera consecuente la tarea encomendada. Hay un desamparo, una desazón que vive en las esferas del comentario cultural y que bien podría manifestarse en ese momento en que reconoces frente a tus colegas de profesión que no viste aquella película, o que te perdiste aquella otra porque diste prioridad a otro pase en un festival. A todos nos llega ese momento incómodo en el que entonas la evolución de ese lamento digno que utilizabas tiempo atrás para excusarte de no haber hecho tus deberes.
Pero no pasa nada: en apenas unas líneas las listas pueden purgar cualquier resquicio de culpa, dar honroso carpetazo a un año en el que viste cuatrocientos títulos o a otro en el que no llegaste a la centena. Ellas te redimen de tus pecados y hasta pueden encumbrarte como voz alternativa a la mayoría, a los Tops que exudan oficialidad y legitimidad. También pueden hacer que tu nombre se diluya entre el acuerdo generalizado, el sosiego que da estar del lado de los que tienen razón. Seguramente no escapes al probable reproche de los devoradores de rankings, pero al menos sabes que no estarás solo, que cuentas con un respaldo difícil de contrarrestar.
A (casi) todo el mundo le gustan las listas. Su síntesis es su poder, su atractivo, también su principal hándicap. Su concisión y su carácter determinante las definen y nos invitan a participar de su juego o a repudiarlo. Existen porque las demandamos, porque para el conocimiento que no puede alcanzar lo exhaustivo, la cultura inabarcable, siempre existirá el alivio del compendio. Pero esa es sólo una de las razones que podríamos argüir en busca de los motivos aproximados del por qué nos fascinan.
Las siguientes líneas están dedicadas a profundizar en las razones de esa seducción, pero también pretenden indagar en los efectos colaterales que este fenómeno de invencible insistencia tiene en el curso de una historiografía del cine o analizar, de una forma más sucinta de lo deseable, nuestra relación con los cánones y su relevancia o no en la educación de una mirada cinéfila. Planteamientos estos, en realidad, tan ambiciosos y tan imprecisos como la misma idea de confeccionar una lista definitiva, pero quizá oportunos para llamar la atención sobre un debate en el mejor de los casos reducido al automatismo y la mínima expresión, y a menudo lapidado bajo el poder de convicción del saber encapsulado.
¿Por qué nos gustan las listas?
El protagonista de Alta fidelidad (High Fidelity. Stephen Frears, 2000), Rob Gordon ―Rob Fleming en la novela de Nick Hornby― mostraba auténtica pasión por confeccionar Top 5 a partir de un amplio espectro de temas, desde sus cinco rupturas más memorables a sus cinco trabajos soñados, pasando por las cinco cosas que más echaba de menos de su ex pareja. Este último resultaba particularmente relevante: la inclinación del personaje por elaborar listados podía leerse como parte de su reacción ante el trauma de la pérdida, un ejercicio de constante síntesis de los diferentes planos que configuran su identidad emocional ―los sueños no realizados, la nostalgia de la felicidad sentimental, la consciencia de los errores―, presto a servir como condensada recitación del mea culpa, pero también como maniobra autocomplaciente.
Digámoslo así: en una realidad en la que la incertidumbre todo lo impregna, las listas ofrecen definición y esa preciosa seguridad que ya no encontramos en la mayoría de ámbitos en los que nos desenvolvemos. Son una entidad cerrada en sí mismas que dan cuenta en pocos trazos de las películas que son imprescindibles, la música que merece estar en nuestro iPod, las tiendas en las que compraremos las prendas de otoño o los consejos que optimizarán nuestro perfil de Linkedin para un mejor futuro profesional. Vienen a ser, en fin, el bálsamo para los que desearían un mundo menos complejo e inconcreto y por tanto, más manejable.
Pero, ay, este mundo dista de ser manejable. Las interpretaciones que de él se haga siempre van a ser incompletas, fastidiosamente discutibles, en ningún caso concluyentes. Lo mismo sucede con el arte, en general, y con el cine, en particular. El ejercicio cinéfilo e intelectual, ya sea el practicado en un año o el fraguado a lo largo de una vida, no puede resumirse en una sucesión de grandes éxitos en los que apenas medie la autorreflexión y el cuestionamiento del propio acto de elegir, encumbrar, cribar. Como al Rob Gordon de Alta fidelidad, llegado el momento se hace necesario trascender la comodidad de la lista para encontrar un diagnóstico propio y, desde ahí, acometer las soluciones que nos permitan seguir avanzando en un nuestra narración.
Esto nos lleva a otra idea que lo complica todo un poco más: el problema no es la existencia de las listas. Al fin y al cabo, estas pueden ofrecer válidos puntos de referencia a partir de los que desarrollar un relato de nuestra experiencia con el medio. Se trata, más bien, del progresivo papel que se les ha conferido como atracción principal en no pocas publicaciones, que cada vez más las utilizan no como herramienta para tomar el pulso al cine o la cinefilia, sino como fin en sí mismo que asegura un incremento de la atención de los lectores, aunque en el camino se disipen las posibilidades para el debate. En ese rol, la lista adquiere un valor total en apariencia, pero en realidad perentorio ―otras más actualizadas y/o ambiciosas vendrán a sustituirla― pese a que se anuncie con perdurable vigencia. El vacío entre líneas, la ausencia de discurso entre unos y otros títulos es, a la postre, el triunfo de la banalidad que no sustituye el vacío anterior, pero que lo sabe rellenar con un simulacro de legítima autoridad.
Hay otro peligro más que debiéramos tener en cuenta. La excesiva publicidad de la que gozan las listas, unida al inexorable proceso de mutación de los canales por los que accedemos al cine, empuja a una precipitada y cada vez menos reflexiva sacralización de determinadas obras, las cuales son encumbradas como nuevos clásicos con la misma instantaneidad con la que otras quedan olvidadas o apartadas de la cinefilia oficial. En un momento en el que un par de clics bastan para acceder a cualquier película que deseemos, el horizonte de posibilidades que se abre ante el usuario hace que sean aquellos títulos que gozan de mayor promoción y aprecio colectivo los mejores posicionados para acabar en el disco duro del usuario.
Es decir, que un gran porcentaje de esos espectadores que gestionan su cinefilia con ilimitada libertad probablemente recurra a las páginas del especial de su revista de cabecera con las mejores películas de todos los tiempos para saber qué ver. Y esta maniobra, repetida con la misma insistencia y constancia con la que los rankings vuelven a nuestras vidas, acaba por consolidar en el tiempo un canon de bases más que discutibles, cada vez menos consistente. Por tanto, debiera acompañar a la lista una cierta responsabilidad, una obligada meditación de su significado propio en previsión de su posible influencia, pues quizá ésta resulte relevante para determinar líneas maestras en la formación de nuevas generaciones de espectadores.
El canon como institución del cine
En su número de septiembre de 2012, la revista Sight & Sound publicaba los resultados de su votación de las películas más importantes de la historia. Esta encuesta, realizada cada diez años desde 1952, contaba en su séptima edición con la participación de más de mil críticos, programadores, académicos, distribuidores, escritores, cinéfilos y directores, una muestra exhaustiva que se tradujo en ochocientos cuarenta y seis Top10 que arrojaban dos mil cuarenta y cinco películas diferentes.
Más allá de la diferencia cuantitativa y cualitativa que pueda presentar ese sondeo frente a otros de similares intenciones, lo verdaderamente reseñable era la vocación de autorreflexión que impregnaba el número en torno a los resultados, un espíritu que, coincidente con la remodelación de la revista, se refrendaba en nuevas secciones y enfoques. Una de esas nuevas secciones consistía en el clásico debate A favor y En contra, en este caso a propósito de la celebración de la encuesta y el planteamiento de la necesidad o no de un canon fílmico como hoja de ruta del espectador.
En su aportación, Henry K. Miller reconocía las limitaciones del ejercicio canonista, pero reivindicaba su importancia en el imperativo de conservar y propagar el cine pretérito u oculto al tiempo que señalaba la alternativa como una posibilidad poco o nada deseable. Por otra parte, Hannah McGill centraba su posición en llamar la atención sobre la imposibilidad de evaluar la importancia de unas películas sobre otras sin que medien factores como el impacto emocional o la nostalgia en el proceso, una incertidumbre lo bastante poderosa como para plantearse si era un Top10 un formato capaz de corresponderse a la complejidad de nuestra relación con el arte.
En la intersección de las opiniones de Miller y McGill nos acercaríamos prudentemente a un sentido de lo canónico: la naturaleza imposible de una lista —al menos, de una que ansíe lo definitivo— podría radicar tanto en la contrariedad de un propósito vocacionalmente objetivo buscado a partir de presupuestos rabiosamente subjetivos, como en el insostenible empeño de no distinguir el renombre de una película de la experiencia sensorial, psicológica, intelectual y sentimental que conllevó para nosotros su visionado; pero a la vez, una consciencia de esa condición inestable, variable de las listas puede devenir luz de faro en una educación como espectador que a menudo exige ser guiada en algún sentido, aunque las rutas puedan —y deban— siempre cuestionarse.
Por ello, resulta tan valioso el gesto del filósofo Slavoj Žižek al confeccionar, para la encuesta de la Sight & Sound, un Top10 enteramente compuesto de guilty pleasures —así lo describe él en el comentario a sus votos— en el que no cabe ninguna de las grandes vencedoras en el cómputo final, pero en el que se citan películas a priori tan inesperadas como Hitman (íd. Xavier Gens, 2007), Hero (Ying Xiang. Zhang Yimou, 2002) o El tren de las 3:10 (3:10 to Yuma. Delmer Daves, 1957). Lo es porque hay en las diez elegidas la asunción de que no vale la pena tomarse demasiado en serio la lista —al menos, no en su sentido más canónico, extendido—, pero que a la vez esta puede servir como trazo representativo de una cartografía emocional de experiencias frente a la pantalla.
Si la totalidad de los votantes de cada consulta masiva y obcecada en identificar lo mejor del cine llevara a cabo una operación similar, sin la presión de sucumbir al obligado voto a Ciudadano Kane (Citizen Kane. Orson Welles, 1941), el resultado seguramente se aproximaría a una geografía de la cinefilia quizá ingobernable y caótica, pero en definitiva más imprevisible y estimulante.
Hacia una reeducación de la mirada (y de la lista)
En ese utópico supuesto, la mirada sería instada a una reeducación en la que probablemente no cabrían clasismos, en la que aquella película una vez masacrada de forma mayoritaria pudiera hacer valer lecturas —soterradas o no, accidentales o no— que hablan de su tiempo mejor que aquella otra aclamada unánimemente. Una reeducación, también, en la que la obra tildada de irregular pudiera despertar una fascinación mayor que la de apariencia impecable, o en la que el discurso de la obra fuera entendido como susceptible de ser transformado por el tiempo y la memoria. En busca de las líneas (no) definitivas para esa nueva mirada, aquí y a modo de cierre siguen cinco condiciones que debieran impulsar las futuras listas que la recogieran y consolidaran:
– La lista es una entidad mutante, variable y en ningún caso definitiva.
– La lista es un retazo de la memoria cinéfila de quien la confecciona, un pequeño apunte de su sensibilidad hacia el medio. No es, sin embargo, una unidad para confirmar la opinión institucionalizada y generalizada.
– La lista debe ser, por tanto, un acto puramente emocional, en el que se deje de lado el presunto prestigio de las obras para traducir lo que sentimos visceral y anímicamente con ellas.
– La lista debe tenerse por apoyo para una educación del discurso y la mirada, pero en ningún caso ser su centro.
– La lista no dejará de ser, en ningún caso, un motivo de diversión y celebración cinéfila.