Nuestros amigos los engendros
La coincidencia en las carteleras americanas y en el pasado Festival de Sitges de Frankenweenie (Tim Burton, 2012), Hotel Transilvania (Hotel Translyvania Genndy Tartakovsky, 2012) y El alucinante mundo de Norman (Paranorman, Chris Butler y Sam Fell, 2012) obliga al aficionado a establecer una profunda reflexión sobre el estado de la animación y su asociación con el fantástico. Propuestas ajenas a los principales estudios de animación son una muestra perfecta de la elasticidad y mixtura de un género que en su constante evolución y búsqueda de nuevas tendencias imperantes no duda en absorber y pervertir corrientes y estilos supuestamente antagónicos entre sí.
¡Buenas noches, señor Monstruo!
Hay escenas que condensan en sus imágenes un significado más puro y profundo que cualquier texto redactado. Es el caso de Hotel Transilvania. Hacia el clímax final de la película, la particular parada de monstruos protagonistas se dirige a rescatar al único humano con el que han interactuado desde hace años. Extrañados, se topan con un pueblo donde no son recibidos por antorchas y horcas, como habían pensado, sino como deidades a las que representar en una peculiar convención en torno a ellos. La aceptación del monstruo clásico como figura infantil o popular no resulta nada novedoso. David J. Skal, en su famoso libro Monster Show, ya comentaba cómo toda una generación creció al amparo de la domesticación del icono gracias a la encapsulación provocada por la llegada de la televisión a los hogares americanos o el amanecer de revistas como Famous monsters of Filmland. Nuevos creadores e hijos terroríficos como el binomio Craven/Krueger también apuntaron el cambio de roles y la imposibilidad de una permanencia en el legado cultural de lo macabro y pertubador. Así, en La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven´s New Nightmare, Wes Craven, 1994) los primeros pasos metanarrativos del director llevaban a presentar a su criatura en el plató de un talk show rodeado de una audiencia infantil portando sus afiches preferidos a modo de disfraz.
El cine de animación es un género en constante mutación; busca su identificación con una audiencia cada vez más abstraída de sus códigos debido a la hipersensibilización de una sociedad multimedia donde el cinematógrafo ha dejado de ser un referente social o cultural; y acaba reconociendo en la figura del monstruo una suerte de tabula rasa posmoderna. No debería extrañarnos pues que en este maremágnum de intersecciones genéricas y personalidades opuestas aparezca la figura de Adam Sandler como nexo de unión casi generacional. Y es que si por algo se ha distinguido la trayectoria del intérprete de Jack y su gemela (Jack & Jill, Dennis Dugan, 2011) es por su apertura al mercado infantil y por la apuesta de la familia como núcleo narrativo y emocional de buena parte de su última filmografía. Al fin y al cabo, ni siquiera es la primera incursión de Sandler en la animación puesto que ya contaba con Ocho noches locas (Eight Crazy Nights, Seth Kearsley, 2002) como demostración de la fusión entre dos mundos referenciales totalmente distintos como el suyo y el de Disney de principios de los 90.
Si el mito y lenguaje han quedado sublevados al entorno infantil y al universo individual de un cómico, ¿puede quedar algo de singularidad o capacidad autoral en una película como Hotel Transilvania? En un gesto cada vez más acorde a movimientos cinematográficos actuales, Tartakovsky es capaz de quitarse la camisa de fuerza que supone el argumento y engranaje narrativo para volver al primitivismo del cartoon. De este modo, llena los fondos y acciones de personajes supervitaminados e hipermineralizados cuya kinectividad no deja de chocar frontalmente contra el peaje que suponen los caminos trillados por los que tiene que pasar obligatoriamente la narración. No deja de ser una trayectoria paralela a la que está corriendo parte del género de terror con el auge de una imagen primitiva y atávica que se ha podido observar en títulos de reciente producción como Insidious (James Wan, 2010), Sinister (Scott Derrickson, 2012) o Lords of Salem (Rob Zombie, 2012). La vuelta al pasado, a los orígenes más primitivos, para volver a explorar nuevas formas de narración y recuperar la esencia del género.
Precisamente los orígenes y las vueltas al pasado para adquirir una significancia en el presente son capitales a la hora de entender Frankenweenie. Disociar la trayectoria y personalidad de Tim Burton de la narrativa de su última película sería un gran error que no se debería dejar pasar por alto. No deja de ser irónico que el director de Sombras tenebrosas (Dark Shadows, Tim Burton 2012) nos hable sobre no olvidar y dejar marchar los cadáveres del pasado y, a la vez, esté haciendo una maniobra de resucitado parecida a la de su protagonista. Más allá de hablar de los melancólicos chicos ostra que pueblan Frankenweenie, conviene destacar el cambio de rumbo de personalidad y cinematografía que ha tomado Burton desde la realización del corto procedente. Si en aquel las emociones cinematográficas eran una quimera a merced de la gris realidad —recordemos las simulaciones que suponían el clímax final situado en un molino de viento de un campo de golf; o la lluvia que golpeaba la ventana del niño protagonista y que acompañaba los sentimientos de pérdida por la muerte de su perro, que en realidad no dejaba de ser un manguerazo de su madre cuidando del jardín—, en su paso al largo la realidad ha sido sustituida por un conjunto de acepciones formales que se esperan de su obra. Así, los homenajes se imponen a la narración global del conjunto y los personajes no dejan de ser reconstrucciones más o menos personales de una memoria cinematográfica. Burton, como los niños de su Frankenweenie, ha decidido que eso de jugar a ser Dios no está nada mal y que, pese a las consecuencias colaterales que puede haber, va a seguir reanimando todos los cadáveres que le venga en mano. Por ello, no duda en articular una invitación formal para todos aquellos que gusten con la sobreexposición afectiva de la resurrección final del cánido protagónico.
El extraño que hay en mí
Apoyémonos de nuevo en el concepto de escenas con más relevancia que los textos aplicados a ellas. No deja de tener importancia que, aplicada al género fantástico, una de las primeras y más logradas escenas de El alucinante mundo de Norman sea aquella en la que Norman, el protagonista que da nombre a la película, camina por la calle rumbo a su jornada escolar saludando con naturalidad a los difuntos del vecindario mientras sus semejantes asisten con perplejidad y asombro a su ritual cotidiano.
A diferencia de las propuestas de Tartakovsky y Burton, la nueva película de los estudios de animación Laika, responsables de Los mundos de Coraline (Coraline, Henry Selick, 2009), habla sobre un fantástico indómito; sobre la peligrosidad que supone en una sociedad actual no atenerse a unas normas imperantes; sobre la marginación de lo especial y distintito. En definitiva, sobre la auténtica putada que significa sentirse singular en estos días.
No nos engañemos, el fantástico sigue siendo un género confuso, imposible de amaestrar por más que algunos se empeñen en criarlo domésticamente y darle de comer en la mano. No se nos debería olvidar que a lo largo de los años muchas películas de vital importancia para la modernidad del género han sido despachadas con celeridad y ceguera en sus primeros pases. Sin ir más lejos, Southland Tales (Richard Kelly, 2008) y Enter the Void (Gaspar Noe, 2009) fueron recibidas con las mismas violencia y represión con la que es recibido Norman cuando trata de salvar a su ciudad natal. «¡Esto es el siglo XXI, aquí no practicamos la inquisición a nadie!», grita una de las vecinas de Norman portando una antorcha encendida. Errores condenados a repetirse por generaciones que creen haber enterrado bien profundo los fantasmas de su pasado.
La aceptación del género en El alucinante mundo de Norman es traumática porque así debe serlo, más allá de la aceptación del muerto viviente como elemento icónico y casi humorístico dentro de la cultura popular del siglo XXI. Los poderes paranormales del protagonista le convierten en un paria social autocondenado al exilio y alejado de cualquier lazo emocional con el mundo que lo rodea. A diferencia de los protagonistas de las otras dos películas, Norman es expulsado afectivamente del núcleo familiar, no existe un refugio o salvoconducto para su singularidad. Colegio, familia, vecindario, todo entorno es hostil hasta que acepte que ser especial no tiene nada malo. Entonces, y sólo entonces, es cuando el resto de gente que lo rodea empezará a comprenderlo. Si por algo destaca el largo de Butler y Fell es por sentirse una película absolutamente moderna comparada con sus semejantes. El presente es una forma inquietante con reminiscencias de un pasado nunca feliz, los monstruos del ayer se repiten durante el día de hoy. Es por ello que es preferible asentar nuestras bases en nuestro presente sin olvidar nuestro pasado. O, lo que es lo mismo, combinar con sabiduría la técnica del stop motion y a la vez lograr que nuestro clímax final sea un calco de lenguajes más cercanos a la actualidad como los JRPG (Japanese Role Playing Game).
Como ese paseo sobrenatural bajo la música de Jon Brion, El alucinante mundo de Norman nos enseña a reconocernos a nosotros mismos como los seres singulares que somos. Lo irrepetible y lo característico deberían ser condiciones intrínsecas en el ser humano, por más que necesitemos varios intentos de ser reconocidos. Así como en el cine, lo extraordinario que hay en nosotros es lo que nos hace ser únicos.