El fenómeno del cine low cost en la industria española
Aunque los agoreros que llevaban décadas hablando de «la muerte del cine» seguramente ahora se golpeen el pecho con orgullo porque siguen creyendo haber tenido razón, lo cierto es que la trágica situación que está viviendo el hecho fílmico está mucho más relacionada de lo que acostumbra a mencionarse con la crisis sistémica que nos está dejando desprotegidos frente a los bancos y a los grupos de poder. Y es que lo que está en cuestión no es la narración cinematográfica en sí —sé que es muy tentador hablar de la obsolescencia del modo de representación institucional, pero ¿de verdad creemos que los que antes llenaban los multicines de extrarradio ya no van a ellos porque no les gusta cómo les cuentan las películas?—, sino las estructuras industriales y de distribución que hasta ahora la sostenían. Lo que antes era un entretenimiento de masas se ha convertido prácticamente en un lujo —supongo que no hace falta volver a repasar lo carísimo que resulta hoy en día ir al cine en España—, y a la ya fuerte competencia de la televisión se le ha añadido un contrincante todavía más duro, y lo que es peor, mucho más insidioso: internet. ¿Cómo pueden las salas convencionales competir contra la posibilidad de ver películas en casa, con una calidad de imagen incluso HD y, o pagando un módico precio o, directamente, y apostando por la ilegalidad, sin tener que desembolsar ni un duro? Desde luego, llorar al Gobierno o exigir que se endurezcan las leyes contra la piratería sólo es poner una tirita sobre el auténtico problema: la insostenibilidad de los sistemas de producción conservados hasta ahora, y en gran parte basados en las ayudas públicas.
Si hacer películas es más difícil ahora de lo que ya era —en este país, digan lo que digan los que siempre se quejan del cine autóctono, nunca lo ha sido—, y encima las salas están copadas por los blockbusters hollywoodienses, que son los que garantizan la asistencia de público, y sostienen sobre alambres el viejo sistema, ¿qué le queda al cine de pequeño y mediano formato? Los vaivenes de las distribuidoras patrias, que no saben qué hacer con este tipo de producciones, son una señal inequívoca de que el público objetivo de las mismas va cada vez menos al cine. Y la respuesta no es exigirle a ese tipo de espectador que ayude a sostener este tipo de filmes yendo a las salas, sino perseguirle, facilitarle el acceso, darle alternativas que le resulten cómodas y le sean más satisfactorias que los omnipresentes —y no nos equivoquemos, cada vez más deprimentes— multicines. Sea a través de festivales, salas de pequeño formato o, lo que quizá sea la tendencia más pujante, ofreciéndoselas en formato doméstico, ya sea en disco (Blu-ray, DVD) o mediante descarga, a poder ser, legal. El problema, claro está, es que con cualquiera de esas opciones los beneficios obtenidos por la exhibición caen en picado —algo que no sería tan importante si no desaparecieran, al mismo tiempo, las ayudas—, los márgenes para los intermediarios desaparecen y resulta mucho más complicado financiar el cine tal y como lo concebíamos hasta el momento, porque además desde que la crisis se agravió tanto, las entidades bancarias ya no conceden créditos con la alegría que les caracterizaba.
¿Cómo puede hacerse cine en esas condiciones, cuando las productoras no quieren (ni pueden) tomar riesgos? Saltándose intermediarios y apostando por la autofinanciación de proyectos pequeños, asequibles y asumibles sin el apoyo de los grandes capitales, ya sea rascándose el bolsillo o utilizando la vía del crowfunding —mayoritariamente a través de Verkami, la plataforma más popular en nuestro país para buscar microfinanciación, siguiendo el ejemplo de esa ambiciosa adaptación de los poemas de Henry Pierrot que parece ser la inacabada El cosmonauta (Nicolas Alcalá, 2011)—, que está convirtiéndose en una alternativa privada a la carencia de ayudas públicas para la consecución de proyectos audiovisuales de cualquier tipo.
Remedios y enfermedades
Se trata de volver al viejo cine de guerrilla, al que algunos directores todavía retornaban utilizando cámaras de 16 mm, pero aprovechando una ventaja tecnológica: el abaratamiento de los rodajes que permite el uso de las cámaras de alta definición —podríamos incluir también las cámaras de cine digital como los modelos de Red o de Arri, pero la realidad es que su precio de alquiler sigue siendo notablemente alto—, y la posibilidad de grabar horas y horas de metraje directamente sobre dispositivos de memoria sólida, sean discos duros o tarjetas de memoria de gran capacidad, con una calidad de imagen más que aceptable. Claro que quizá una de las mayores revoluciones ha sido la aparición de las cámaras fotográficas réflex con capacidad de grabación HD, y que ofrecen una alternativa económica, muy manejable y, sobre todo, muy flexible, a las cámaras de vídeo: aunque la resolución que ofrecen sea similar, la calidad de los objetivos y, en general, de las ópticas disponibles también es mucho mayor, así que los resultados también ofrecen un mejor acabado técnico.
Un poco al estilo de producciones pioneras en esta senda, como La fiesta (Manuel Sanabria, Carlos Villaverde, 2003), Yo (Rafa Cortés, 2007), Embrión (Gonzalo López, 2008) o la condensación de la webserie homónima que es Hienas (Norberto Ramos del Val, 2009), la falta de presupuesto obliga a concebir estos proyectos con esa misma limitación de partida: hay que reducir gastos de contratación de actores, de desplazamientos y acondicionamiento de localizaciones, de efectos especiales, etc —un poco lo que llevó, hasta hace relativamente poco, a una explosión del documental en nuestro país, ya que era mucho más barato de producir—, así que se opta por historias muy sencillas, con pocos intérpretes, ambientadas en unos pocos escenarios, y que puedan rodarse en poco tiempo. Además, como lo ideal es reducir también los gastos técnicos, se tiende a rodar de forma eficaz y sencilla, con iluminación natural o muy reducida —hay sistemas portátiles que permiten resultados muy destacables con un único foco—, y postergando la manipulación fotográfica de algunos planos al momento de la posproducción, aprovechando que los sistemas de etalonado digital permiten alterar las características de la imagen hasta límites sorprendentes. De esa manera, los directores pueden contar con un equipo de rodaje limitado, que no frena tanto la velocidad de rodaje, y que da una mayor flexibilidad creativa.
Todas esas limitaciones crean una cierta estética (más o menos) compartida, de concepción minimalista e incluso hiperrealista —los movimientos de cámara se reducen al mínimo, se explota el off visual, se alargan los planos, se utilizan los escenarios, muchas veces, tal y como se encuentran…—, que debido a la auténtica explosión de títulos que se ha vivido en los últimos meses, está empezando a convertirse en una característica más o menos definitoria de este tipo de películas. ¿Se trata del comienzo de un movimiento del que, por la cercanía, no estamos siendo lo suficientemente conscientes? ¿Nos estamos encaminando hacia un nuevo concepto del cine español, que se aleje de las características técnicas y visuales que vienen desarrollándose desde los lejanos años 90, época de la explosión de jóvenes directores como Álex de la Iglesia, Alejandro Amenábar y similares?
Generación (no) perdida
Con esos mimbres y semejantes limitaciones narrativas, se diría que este cine low cost atraería más a los auteurs, a aquellos (sobre el papel) más dispuestos a jugar con el lenguaje, en la línea de Esperando septiembre (Tina Olivares, 2010) o Buenas noches, España (Raya Martin, 2011) —ahí entraría también el próximo proyecto de Jonás Trueba, Los ilusos, o incursiones en el documental como Ensayo final para utopía (Andrés Duque, 2012), Arraianos (Eloy Enciso, 2012) o All the Women (Pablo Maqueda, 2012)—, pero lo cierto es que ha atraído también a directores interesados en el cine de género, dispuestos a experimentar más allá de los parámetros heredados de (y casi impuestos por) Hollywood. Ante la imposibilidad —o la falta de necesidad— de recurrir a las vías de distribución convencionales, estos autores se pueden permitir juguetear con los límites del género, saltándose los tropos más extendidos y ofreciendo una lectura alternativa a la que ofrecen las apuestas mainstream. Abundan las comedias, como Dispongo de barcos (Juan Cavestany, 2010), 12+1, una comedia metafísica (Chiqui Carabante, 2012), Mi loco Erasmus (Carlo Padial, 2012), El señor (Juan Cavestany, 2012), Qué pelo más guay (Borja Echevarría, 2012), El mundo es nuestro (Alfonso Sánchez, 2012) o la limítrofe, por aquello de su impulso y popularidad mediática, Carmina o revienta (Paco León), pero también se han realizado incursiones en el fantástico tan estimulantes como Mí (César del Álamo, 2009), El último fin de semana (Norberto Ramos del Val, 2011), Diamond Flash (Carlos Vermut, 2011), Buenas noches, dijo la señorita Pájaro (César del Álamo, 2012), Summertime (Norberto Ramos del Val, 2012) u Otro verano (Jorge Arenillas, 2012), así como la exploración del erotismo que es la película de episodios Barcelonorra (Bouman, Rubén Granados, Hernán Migoya, Scrott McKenzie y McKeyhan, Santiago Alvarado, Néstor F., Naxo Fiol, Dani y Olga Navarro, Toni Junyent, Oscar Vinilo, Motze Jiménez, 2012).
Esta reacción a la crisis del sector está, hoy en día, en plena eclosión: sólo hace falta pasarse por páginas como Verkami para darse cuenta de hasta qué punto los proyectos financiados por crowfunding se han multiplicado de forma exponencial. El tiempo nos dirá si consigue enraizar, y convertirse en una vía adicional de creación cinematográfica para los creadores de nuestro país, generando un underground español de nuevo cuño y de futuro esperanzador. Pero, de momento, debería servir para que las grandes empresas del sector se quitaran de una vez la venda de los ojos, cesaran en su insistencia en querer resucitar a un muerto que está ya en avanzado estado de descomposición, y empezaran a plantearse que, si no quieren que sus salas mueran y sean sustituidas por Zaras (o por Lidls), tienen que empezar a innovar, a sorprender, a estimular a los espectadores para que acudan a los cines y disfruten, de nuevo, de la pantalla grande… O no, y lo que es necesario es facilitarles el consumo en casa, de forma barata, sencilla y rápida, de todo tipo de productos culturales sin tener que pasar ni por el top manta ni por las últimas páginas de torrents, descargas directas, elinks…
Espero que este especial, dentro de su modestia y de la imposibilidad de alcanzar más terreno por las limitaciones temporales, sirva para descubrir y valorar un fenómeno que, aunque hay quien ya ha intentado apropiárselo, convertirlo en una especie de coto privado —ya se sabe: de listos está lleno el mundo, y mejor hacerse con un nicho antes de que la mayor parte del mundo sepa que existe—, si por algo se caracteriza es por ofrecer una cierta democratización en el hecho cinematográfico. Ya no son necesarios grandes presupuestos, ni enormes equipos técnicos, para rodar un simple drama minimalista: con una pequeña inversión, ciertos conocimientos y ganas de hacer cine, prácticamente cualquiera puede poner manos a la obra y rodar.
El cine español necesita proyectos desenfadados como La fiesta y peliculones como Yo, que me he alegrado de ver nombradas en tu especial. Felicidades.