El capital

Carne para la máquina

Tras sus dos primeras películas, Los raíles del crimen (Compartiment tueurs, 1965) y Sobra un hombre (Un hombre de trop, 1967), Costa-Gavras hubiera podido labrarse una lucrativa carrera en el thriller o en el cine de acción, pues con aquellas había demostrado un formidable pulso para ambos géneros. Pero inmediatamente después gestó una magistral tetralogía de cine político que le colocó definitiva e irreversiblemente en esa vía, que ya había transitado de forma tangencial en sus dos anteriores obras, y desde entonces no la ha abandonado. El tipo insiste y es de agradecer, pese a quien pese, porque esta puñetera guerra tiene muchos frentes abiertos y está muy lejos de ganarse.

Hay que reconocer que, cuando el autor de Z (1969) pinta sus paredes, emplea brochas de las gordas. Incluso estuca y se atreve con el veneciano. Y le quedan de lujo. Otros se lían con el rodillo y una inmensa torpeza, como Andrew Dominik, y les sale lo que les sale. A la habilidad hay que sumarle cierta fe y convencimiento, más allá de intentar complacer a determinado tipo de audiencias. Las frases finales de El capital, desconozco si originarias de la novela en que se basa el film, y el consiguiente aplauso de loco frenesí por parte de una caterva de autómatas inmorales son un claro ejemplo de esa evidente contundencia del franco-griego. Es lo que ha hecho durante más de cuarenta años y con una recepción no demasiado entusiasta en los últimos tiempos.

Otra cosa que no ha perdido el cineasta desde los inicios es, salvo en muy contadas ocasiones, su querencia por los esquemas y aires del thriller. Lógico, teniendo en cuenta la perpetua relación entre el género y los discursos sociales y políticos. Su nuevo film es pues una suerte de noir financiero que estaría en un lugar intermedio y complementario junto a The international (Tom Tykwer, 2009) y Cosmopolis (David Cronenberg, 2012). La gran conspiración bancaria se destapa aquí de nuevo como un mero juego que sirve para diversión de unos pocos, una inmensa partida al teto en la que siempre ganan los mismos y seguimos pringando los demás, un deporte en el que gana el que más huevos (literalmente) y menos escrúpulos tiene.

Siguiendo senderos similares a los de Arcadia (2005) y Edén al oeste (Eden à l’Ouest, 2009), el resultado aquí es más imperfecto. Quizá se deba a que no acaba de cuajar ese tono de comedia negra y un tanto amarga, que sí funcionaba a la perfección en aquellas, y acaban chirriando los momentos en que se rompe la cuarta pared o se visualizan los delirios oníricos del protagonista (excelente Gad Elmaleh). Tampoco ayuda lo poco aprovechadas que están las sendas atracciones que el protagonista siente hacia esa suerte de insulsa Ajita Wilson con el anoréxico pellejo de Liya Kebede o respecto a la posibilidad de redención moral que representa el personaje interpretado por Céline Sallette. Aunque el film se sobrepone a esos contratiempos gracias a esa mencionada claridad expositiva, un ritmo frenético, unos diálogos de antología y un reparto que borda la manada de hijos de puta a los que debe dar vida, alimañas de las que dejan los huesos bien limpios y arrasan campos con sus eructos de nunca plena satisfacción.