Nárranos suavemente
1Esta noche, más de 200 años después de que una antigua colonia ganara el derecho a decidir su propio destino, la tarea de perfeccionar nuestra unión avanza». No se trata de política-ficción catalana —ya hubiera comprado los derechos Disney—, sino del discurso de Barack Obama la noche de su reelección como presidente de EE.UU. En su habitual retórica de altos vuelos con calculadas aproximaciones al ciudadano de a pie, Obama hiló exitosamente esta alusión al pasado fundacional de la Unión con lo que vino a llamar «espíritu» americano, en sintonía con su programa de igualdad de oportunidades para los colectivos desfavorecidos. Una evocación no muy distante del «principio de solidaridad» al que Mariano Rajoy apelaba tras obtener su mayoría absoluta el año anterior, con una diferencia: mientras que el inquilino de la Casa Blanca habla de la política como expresión de continuidad de una idiosincrasia popular de raíces históricas, el de la Moncloa la entiende como una herramienta para forjar desde el Gobierno un carácter patrio ad hoc útil en la actual coyuntura.
Al margen del temor que todo ciudadano debiera tener a los intérpretes de una supuesta voluntad colectiva o a los paternalistas que no le hablan a uno como un adulto, ambas posturas evidencian esfuerzos por integrarse en sus respectivos relatos nacionales. En virtud de la conciencia política modulada por las élites, la visión de la Historia, los valores y las convicciones individuales quedan supeditados a la narración a la que se refieran. Por ejemplo, en el diario El País una noticia de junio de 2009 calificaba de «desastroso» un dato de paro del 9’4% en EE.UU. salvo interpretado en un marco de evolución favorable; un año antes, poco antes de las elecciones generales en España, un editorial del mismo periódico llamaba a «atajar la atmósfera de desastre inminente» promovida por la oposición en un trimestre en que la EPA arrojaría una tasa de desempleo del 9’63%. Contradicciones semejantes (de las que la hemeroteca provee abundantes ejemplos) son sintomáticas de la crisis de contexto que padece la sociedad de la información. ¿Explica la falta de deportividad por sí sola que Mitt Romney achacara su derrota a la promesa de «regalos a las minorías» de su contrincante, o más bien pretendía reafirmar su propia lectura de los EE.UU., que tanto esfuerzo le llevó matizar para vencer a extremistas como Rick Santorum en las primarias de su partido?
2En los años previos al primer mandato de Obama como presidente de Estados Unidos, el cine y otras artes sortearon los problemas de identidad colectiva integrando ésta en las corrientes de reacción contra la Administración Bush: Afganistán, Irak o Irán eran algunos de los más frecuentados resorts políticos para intelectuales con sobrevenido ímpetu transformador. Efectuado el relevo de gobierno y una vez disipado el efecto Obama, vemos la gran pantalla poblada de personajes como el Cheyenne de Un lugar donde quedarse (This Must Be the Place, Paolo Sorrentino, 2011) o el Henry Barthes de El profesor (Detachment, Tony Kaye, 2011), sin rumbo ni narrativa de sí mismos, como señalaban Ignacio Pablo Rico y Diego Salgado en su debate sobre identidad y narración en el programa El Rayo Verde.
En el nuevo y desconcertante panorama, además de empaparse de este tipo de filmes de rabiosa actualidad, es natural acudir a figuras como Clint Eastwood: uno, por constituir uno de los pocos referentes que después de habernos acompañado en nuestro crecimiento como espectadores aún permanecen en la escena, al igual que Spielberg o Scorsese; dos, por acreditar una mayor permeabilidad al devenir sociopolítico que sus colegas citados, quienes buscan en Hergé o Méliès un refugio ultramarino para su cine más respetable que el de Woody Allen con Carla Bruni o Penélope Cruz. Pese a sus numerosas irregularidades e incluso cierta pereza en la realización, a nivel de discurso su díptico sobre Iwojima destaca en el periodo como una revisión profunda del sentir patriótico más allá del frentismo anti Bush, que tuvo continuidad de fronteras hacia dentro con la cristalización de su visión post-Obama en Gran Torino (2008). Todas estas películas de la segunda mitad de los 2000 significan un punto y aparte respecto al clasicismo en presente continuo que venía practicando desde la década anterior, un oximorón estético cuyos términos se verán progresivamente desequilibrados por un creciente sentido de urgencia en detrimento del vehículo formal.
Adentrándonos en la era Obama, se anticipa a los títulos mencionados de Sorrentino y Kaye con Más allá de la vida (Hereafter, 2010), un cuestionamiento del mito (representado aquí por lo sobrenatural) en las antípodas de Gran Torino y el de mayor envergadura desde Sin perdón (Unforgiven, 1992); el Otro Mundo, apenas unas sombras, deviene tan elusivo como la tierra prometida del presidente demócrata, reservado a individuos cuyo potencial y soledad extraordinarios contradicen aquel ubicuo espíritu americano. Esta obra, no obstante, queda como perla aislada en la filmografía de Eastwood al compararla con su precedente Invictus (2009) y la última como director, J. Edgar (2011), más conectadas entre sí. Ambas se afanan en retomar la importancia del relato predominante en su carrera hasta que Guantánamo se impuso a América; pero si la primera fracasa por su exceso de confianza en la fuerza de la parábola a propósito de un episodio de la vida de Nelson Mandela, la otra cae víctima de un escepticismo que lleva a la propia narrativa de la película al límite de la viabilidad, con una reescritura final —este año reeditada en Salvajes y La saga Crepúsculo: Amanecer 2— que únicamente hace más explícitas las dificultades del autor para recuperar la historia de su nación, incluso en un proceso de ficcionalización tan flexible como el biopic.
3En contraste con los dramas intensos y los personajes singulares de Eastwood director, su producción Golpe de efecto presenta un argumento más convencional. Su colaborador debutante en la realización Robert Lorenz cuenta disciplinadamente la historia de Gus, ojeador profesional de béisbol en edad y condiciones físicas de retirarse (papel obviamente a la medida de Eastwood) y fuente continua de preocupación para su hija (Amy Adams), quien decidirá acompañarle en su último lance laboral pese a las brechas emocionales abiertas entre ambos.
La falta de riesgo de la propuesta le tienta a uno a valorar a Lorenz respecto a la carrera de quien le produce como el típico relevista intermedio, concentrado en perder la menor ventaja heredada posible hasta entregar el testigo a un sprinter de más potencia que culmine la carrera con éxito. Ahora bien, a tenor del repaso del apartado anterior ¿en qué medida el propio Eastwood ha conseguido ofrecernos un cine del presente mientras se empeñaba en hablar del mismo? A diferencia de ese otro audiovisual en que lo contemporáneo parece filtrarse con naturalidad trascendiendo la conciencia de sus artífices, la última etapa de su obra abunda en cuadros refractarios y difusos de nuestra época, resultantes de forzar la tesis sobre la coherencia del discurso visual. Por su parte Golpe de efecto, con su estilo invisible y sus conflictos abordables por el espectador, parece buscar la institucionalización de una estética Malpaso que domestique las tensiones expresivas del productor-autor, a fin de reconciliarse con una América que se resiste a la narración eastwoodiana. Con esta misión los rotundos primeros planos de Clint —tan familiar que invita a usar su nombre de pila— salen a la caza de efímeras obras maestras gestuales, verdades absolutas que sancionen la existencia de dicha nación cultural; en consonancia, a lo largo del metraje se suceden los escenarios de encuentros entre personas característicos del imaginario norteamericano (bares, aparcamientos, estadios, etc.) bendecidos por la impronta icónica de Eastwood-intérprete. Su personaje escruta los campos de béisbol y sus jugadores haciendo gala de una percepción profunda más allá de sus deficiencias visuales, competente para descubrir esa alma del juego en la que cada vez menos gente cree, incluidos nosotros los espectadores.
Porque la fascinación con que nos atrapan los ojos brillantes del californiano, la alegría por su triunfo sobre el técnico que reduce el béisbol a un montón de estadísticas o la esperanza de redención de sus errores como figura paterna, entre otros sentimientos, se apoyan en nuestra voluntad de rechazo de una determinada realidad, aquella cuyas aristas cortantes sí que puede percibir hasta un ciego. Hablamos de una acción política suspendida entre un Congreso republicano y un Senado demócrata e incapaz de velar por el principio fundacional de la búsqueda de la felicidad, ese «espíritu» del discurso de Obama sacrificado en los aquelarres financieros de Margin Call (J. C. Chandor, 2011), echado a la jaula de ratas hambrientas de Mátalos suavemente (Killing Them Softly, Andrew Dominik, 2012) y descartado metodológicamente por los post-héroes analíticos de Moneyball (Bennet Miller, 2011) que Gus encuentra despreciables, tanto que casaría a su hija con la fracasada promesa de su antítesis que representa Johnny (Justin Timberlake). Contra estos ejemplos de éxito en un sistema de moral líquida y estructuras de poder viscosas, Lorenz se alinea con filmes como el drama de ángeles caídos The Company Men (John Wells, 2010) o la oda a la inocencia Convención en Cedar Rapids (Cedar Rapids, Miguel Arteta, 2011), creyentes en el viejo capitalismo de rostro humano mientras lo permita la magia del cine.
A ésta recurre con descaro un guion que ata todos los cabos con doble nudo para no dejar escapar una vez más el sueño americano, en concordancia con la estabilidad de corsé que transmite la puesta en escena. Es el Eastwoodcare que Lorenz nos dispensa a la gran minoría que aún pisamos las salas de cine, no tanto para comprar nuestro favor como por fidelidad al relato colectivo que nos mantenía unidos, y que el Viejo Zorro se resiste a abandonar.