La ley del garrote
De casta le viene al galgo», dice el refrán. Le encaja bien a Jacques Audiard, imaginando que su padre Michel fuera un campeón de los canódromos, al cachorro Jacques lo hubiera adoptado un cazador de liebres y el perro se acabara perdiendo en el bosque durante una cacería para acabar reinando en lo salvaje. Porque si Michel Audiard fue, desde una luminosa sombra, una de las figuras clave del cine francés de la segunda mitad de siglo, su hijo es, junto a Gaspar Noé y Olivier Marchal, uno de los pilares de la santísima trinidad del cine galo de las últimas dos décadas.
A entendederas profanas como las mías les puede parecer extraño el índice de popularidad que puede alcanzar un tipo en base a escribir los diálogos de una película. Es el caso de Audiard padre, que llenó de socarronería las frases que se lanzaban personajes interpretados por Jean Gabin, Lino Ventura o Jean-Paul Belmondo en films dirigidos por gente como Henri Verneuil, Yves Boisset, Jacques Deray o Georges Lautner. Y la filosa acidez de su réplicas casó especialmente bien con el polar y la aventura, como se puede apreciar en El comisario Maigret (Maigret tend un piège, Jean Delannoy, 1958), 125, Rue Montmartre (Gilles Grangier, 1959), Un taxi para Tobruk (Un taxi pour Tobrouk, Denys de La Patellière, 1960), Gran jugada en la Costa Azul (Mélodie en sous-sol, Henri Verneuil, 1963), Gángster a la fuerza (Les tontons flingueurs, George Lautner, 1963), Cien mil dólares al sol (Cent mille dollars au soleil, Verneuil, 1964), Secuestro bajo el sol (Par un beau matin d’été, Jacques Deray, 1965), Armas para el Caribe (L’arme à gauche, Claude Sautet, 1965), Los gángsters no se jubilan (Ne nous fâchons pas, Lautner, 1966), Inspector Joss (Le Pacha, Lautner, 1968), El cuerpo de mi enemigo (Le corps de mon ennemi, Verneuil, 1976), Muerte de un corrupto (Mort d’un pourri, Lautner, 1977), Les égouts du paradis (José Giovanni, 1979), Yo impongo mi ley a sangre y fuego (Flic ou voyou, Lautner, 1979), Arresto preventivo (Garde à vue, Claude Miller, 1979), El profesional (Le professionnel, Lautner, 1981), Espion lève-toi (Yves Boisset, 1982), Mortelle randonnée (Miller, 1983), El marginal (Le marginal, Deray, 1983), Día de perros (Canicule, Boisset, 1984) o Rufianes y tramposos (Les morfalous, Verneuil, 1984). Films que, pese al relumbrón de sus estrellas y la solvencia de sus realizadores tiraban de los diálogos escritos por Audiard como uno de sus reclamos más atractivos y hacían ostentación de ello.
Audiard hijo es menos socarrón pero sí ha mantenido la querencia del progenitor por el género negro. Agotó el cachondeo en sus primeros trabajos como guionista, algunos junto al padre, y en su debut como director, Regarde les hommes tomber (1994), aunque algún resquicio de humor quedara en su siguiente trabajo, Un héroe muy discreto (Un héros tres discret, 1996). Quizá sea por lo mucho que suena a chiste que tantos franceses hayan luchado en la Resistencia. ¡También tantos españoles han corrido delante de los grises! (por eso somos tan buenos en deporte). En la primera ya exhibió su afinidad por el thriller desde una perspectiva terrenal y desde entonces no ha dejado de cultivar cierto noir quotidien. El cine negro de Jacques Audiard no es, salvo relativamente en Un profeta (Un prophet, 2009), de mafias y policías. Reposa en el lumpen, en los ladronzuelos y en los estafadores por necesidad, pues uno de sus grandes temas es el de la supervivencia. Sobrevivir a la ocupación nazi, a la herencia familiar, a la prisión o a los duros tiempos que siempre nos ha tocado vivir.
Y sobrevivir es una lección que se asimila, ya sea aprendiendo a matar, a crearse un pasado, a robar, a escribir a máquina, a tocar el piano, a leer, a hablar corso, a caminar sin piernas o aprendiendo a amar. Los personajes de Jacques son alumnos al tiempo que maestros, como Mathieu Kassovitz y Jean Louis Trintignant en su opera prima, Emmanuelle Devos y Vincent Cassel en Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001) o Matthias Schoenaerts y Marion Cotillard en De óxido y hueso (De rouille et d’os, 2012). Estudian y ensayan en solitario frente al espejo: Kassovitz memoriza un pasado ajeno en Un héroe muy discreto, Romain Duris teclea un piano etéreo en De latir mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s’est arrêté, 2005) y Tahar Rahim retoma las conversaciones en corso de sus compañeros de prisión o degüella veinte veces a un tipo antes de hacerlo definitivamente en Un profeta. Son personajes que se construyen y/o reconstruyen ante nuestros ojos, siendo quizá el caso de Malik El Djebena (Rahim) el más evidente de todos.
A esa construcción se llega también, habitualmente, a través de la huida. Hay que escapar de la realidad, dura. Las vías de fuga son diversas en el cine de Audiard. Su uso de la luz solar es liberador, así como los planos detalle aislados del resto de la narración que lo emparejan con Michael Mann. Tira también de recursos más manidos para reflejar ese anhelo de escape, como la arena de playa encontrada en los zapatos de Malik o en la silla de ruedas de Stephanie (Cotillard en De óxido y hueso), o de otros más particulares, como esos planos glaucómicos que emplea con frecuencia desde Lee mis labios y que sólo a él le conozco, normalmente acompañados de la melancólica música de Alexandre Desplat.
También se aprende a través del trauma, plasmado con reincidencia en la mutilación o la tara física y mental. Es la cicatriz, el depósito de calcio que almacena a la vez el conocimiento asimilado. Así tenemos al semi-retrasado interpretado por Kassovitz en el primer largo del cineasta, la sordera y timidez patológica de Carla (Emmanuelle Devos), la amputación de las piernas de Stephanie (Cotillard) o la fractura de las manos de Ali (Schoenaerts), que se une al tajo que sufre en una de ellas Tom (Duris) justo cuando empieza valorarlas como es debido. Este personaje sufre también de cierto comportamiento esquizofrénico, heredado con menor virulencia del que exhibía Harvey Keitel en Melodía para un asesinato (Fingers, James Toback, 1978), historia recontada por Audiard en De latir mi corazón se ha parado.
He ahí otra de las virtudes de Audiard hijo, partir de material ajeno y llevarlo a su terreno de forma ejemplar. Si descontamos Lee mis labios, por motivos que explicaremos más adelante, sólo Un profeta se origina desde material original, que no es propio de Audiard y está además fuertemente marcado por las influencias del maestro José Giovanni, que ya había trabajado con el padre, y del Chester Himes, un “afrancesado”, de Por el pasado llorarás (Yesterday Will Make You Cry, 1993). Un peso de la novela negra clásica que se hace patente en la sombra que Jim Thompson proyecta sobre las historias de Audiard, ya desde el habitual protagonismo de mentalidades esquizoides (que me perdonen los profesionales) y esa contextualización en una criminalidad de bajo nivel. Se refleja además el legado del autor de Un cuchillo en la mirada (After Dark, My Sweet, 1955) en las relaciones entre padre e hijo, la real de De latir mi corazón se ha parado o la figurada de Un profeta, que parecen la propia que vivió Thompson con su padre y que ocasionalmente plasmó en sus libros. También en detalles más frívolos, como esas pintas que luce Cassel en Lee mis labios, trasunto de Patrick Dewaere en Serie negra (Série noire, Alain Corneau, 1979), genial adaptación de Una mujer endemoniada (A Hell of a Woman, 1954).
Sin haber leído las novelas en que se basan Regarde les hommes tomber y Un héroe muy discreto, de Teri White y Jean-François Deniau respectivamente, no dejo de pensar en cómo me recuerda el personaje interpretado en la primera por Jean Yanne al protagonista de Volver al redil (Le Petit Bleu de la côte ouest, 1976) de Jean-Patrick Manchette, otro autor con un enfoque bien particular del polar. En su caso, sus novelas eran políticas, surrealistas, cómicas, hiperviolentas,… todo ello servido mediante diferentes recetas y siempre de forma genial. Explotador literario también Manchette de tipos con la mente ligeramente estropeada.
Para Lee mis labios, Audiard contó con la colaboración al guion de Tonino Benacquista, novelista con el que comparte la tendencia a la cotidianía negra, además de sacarle buen partido a la mutilación, como demuestra el autor de Tres cuadros rojos sobre fondo negro. Para su última película se ha inspirado, fusionándolos, en dos relatos del escritor canadiense Craig Davidson, tipo que bebe de fuentes clásicas de narración norteamericana, desde Ernest Hemingway a Bruce Springsteen. Escuchando el Highway Patrolman del Boss sonando en De óxido y hueso es difícil no recordar como esa canción del álbum Nebraska (Columbia, 1982) inspiró la excelente opera prima como realizador de Sean Penn, Extraño vínculo de sangre (The Indian Runner, 1991). Mientras no dejamos de ver paralelismos entre el film de Audiard y el imaginario de El luchador (Hard Times, Walter Hill, 1975), cambiando los trenes a vapor por el autoestop en camiones y a las prostitutas decadentes por adiestradoras de orcas. Más curioso quizá fue ver como el francés rehacía el sobresaliente y no demasiado conocido film de James Toback en De latir mi corazón se ha parado. ¿Por qué no?, como reza el desafiante y peckinpahiano nombre de la productora de Audiard.
Como los embrutecidos brazos de Ali, que igual sirven para romper una mandíbula que para cargar el roto y hemoso cuerpo de Stephanie, Audiard nos lleva normalmente por senderos tortuosos para mostrarnos finalmente la luz del sol entre las ramas. Y es de agradecer.