La venta de lo intangible

«El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, el dinero habla solo para sí mismo»
Cosmópolis, Don DeLillo

Una de las funciones de la narrativa es la de articular la realidad. El cine, la literatura y el periodismo son capaces de seleccionar y reunir las piezas fragmentarias y dispersas de las que nos priva nuestra limitada percepción para ofrecernos un relato consistente del mundo. Como nuestra memoria es limitada, como no podemos estar en todas partes y como, aunque lo estuviéramos, tampoco somos capaces de procesar la vasta simultaneidad de la existencia, las narraciones escritas y audiovisuales nos proporcionan cronologías y descripciones coherentes, efectos con sus correspondientes causas, historias privadas y públicas que nos permiten aprehender lo que sucede.

La capacidad de la narrativa para articular hasta nuestra vida más íntima se ha hecho patente en especial desde el cambio de milenio. Vivimos tiempos, en apariencia, acelerados. Llevamos vidas que transcurren fulminantes. Presenciamos cambios asombrosos. Percibimos lo que nos rodea como un mosaico confuso, casi apocalíptico, que se altera ante nuestros ojos como aleteaban los rótulos de aquellas antiguas pantallas de los aeropuertos. Esa aceleración convertida ya en una bajada de cuesta sin frenos, se ha incrementado si cabe desde el estallido de la crisis actual, llamada ya por muchos la Gran Recesión. Este descalabro ocurrido parecería casi por sorpresa, casi de un día para otro, nos ha sumado en un estupor sin precedentes primero, y en un arrebato de indignación después, a medida que se han ido conociendo sus causas y sus artífices.

A esta creciente concienciación ha contribuido el cine con documentales tan beligerantes como Capitalismo: Una historia de amor (Capitalism: A Love Story. Michael Moore, 2009) o tan magníficos como The Flaw (David Sington, 2011) o el televisivo The Warning (Michael Kirk, 2009), así como films tan mediocres como The Company Men (íd. John Wells, 2010) o tan brillantes como Margin Call (íd. J.C. Chandor, 2011), que han explorado el antes y el después del Fukushima económico que estamos atravesando, sus causas, sus responsables y sus consecuencias, como lo han hecho Enrique Pérez Romero o Borja Vargas Llopis en la propia Miradas de Cine.

Una prueba de que sentimos esa necesidad urgente de usar la narrativa como forma de articular, procesar y comprender los tiempos que vivimos la encontramos en la fuerte relación entre el cine y la literatura que tratan sobre la Gran Recesión. En ese apremio candente podemos enmarcar la deslumbrante adaptación que David Cronenberg ha firmado este mismo año de Cosmópolis, la clarividente novela escrita por Don DeLillo en 2003. Otros casos análogos han sido los de Malas noticias (Too Big To Fail. 2011), el telefilm que, con reparto estelar y dirigido con pulso por Curtis Hanson a partir de un libro de Andrew Ross Sorkin, narraba la caída de Lehman Brothers; el caso de la injustamente despreciada Up in the Air (íd. Jason Reitman, 2009), que adaptaba al mundo post-2008 la novela sobre un downsizer o despedidor nómada escrita por Walter Kim en 2001; y los documentales La doctrina del shock (The Shock Doctrine. Mat Whitecross y Michael Winterbottom, 2009), versión de la obra homónima de Naomi Klein, el contundente Overdose: The Next Financial Crisis (Martin Borgs, 2010), basado a su vez en Financial Fiasco de Johan Norberg, y el estupendo Enron: Los tipos que estafaron a América (Enron: The Smartest Guys in the Room. Alex Gibney, 2005), adaptación del libro de Bethany McLean y Peter Elkind sobre aquel enorme escándalo empresarial que fue eclipsado por el 11-S y que anticipó otros escándalos que estaban por venir.

Esa sinergia entre cine y literatura se ha dado también en la dirección inversa porque la naturaleza intuitiva e incompleta de la argumentación cinematográfica se complementa bien con la argumentación sólida y secuencial de la hoja escrita. Así, documentales como el pionero The Corporation (Mark Achbar, Joel Bakan y Jennifer Abbott, 2003), el libertario I.O.U.S.A (Patrick Creadon, 2008), el arrebatadoramente bello Vamos a hacer dinero (Let’s Make Money. Erwin Wagenhofer, 2008) y el celebrado Inside Job (íd. Charles Ferguson, 2010) han conocido versiones en papel que extendían y daban sustancia documental a sus tesis. La retroalimentación entre cine y literatura ha reforzado y difundido versiones y modelos de una realidad que nos resulta a menudo incomprensible y confusa y que no deja de hacerse cada vez más terrible.

El desarrollo y adopción de Internet crearon nuevas formas de negocio y conductas empresariales que desafiaban los usos del viejo capitalismo. Sitios web como Ebay o Napster revolucionaron el comercio y pusieron en serios aprietos a la industria musical, que a día de hoy resiste como puede. Lo mismo puede decirse del periodismo tradicional, asediado por la inmediatez y flexibilidad de la información online y las redes sociales. Esa incorporeidad de las comunidades digitales, de la unión débil de los individuos a través de su necesidad de conocer y darse a conocer es la que llevó a Mark Zuckerberg, con más o menos ayuda e inspiraciones ajenas, a crear Facebook, la red social por antonomasia. Basándose (también) en un libro, Multimillonarios por accidente de Ben Mezrich, David Fincher retrató en la electrizante La red social (The Social Network. 2010) esta nueva fase superior del capitalismo capaz de crear oportunidades multimillonarias de la aparente nada. Una idea que emerge rápidamente de todas estas piezas es la de la naturaleza intangible y fantasmática del capitalismo actual. Como se dice en Vamos a hacer dinero, una vez metes tu dinero en el banco, este se volatiliza, se reduce a una nube molecular que se dispersa por todo el globo financiando desde la construcción de una factoría en India hasta la especulación financiera en Singapur, pasando por la construcción en la Costa del Sol de complejos residenciales destinados a permanecer vacíos. Fondos de pensiones, titularizaciones, refinanciaciones, hipotecas sub-prime. Lo que se vende y lo que se compra, las fuentes y usos del dinero, ya no están asociados a realidades tangibles. Lo rentable no es invertir en agricultura ni en industria sino en esos entes incorpóreos que son la Nueva Economía y el sector financiero.

Zuckerberg es un joven brillante y discapacitado socialmente, un genio que divierte su intelecto no en avanzar en una teoría unificadora de la física cósmica sino en dar la gente lo que quiere: Socialización. En ese camino se topa con el capitalismo de abolengo, el del dinero heredado, encarnado por los gemelos Winklevoss y con las rancias estructuras de una sociedad que apenas estaba empezando a hacer hueco a lo digital. Durante la burbuja que precedió a esta última, la de las dot.com, jóvenes ambiciosos y dotados como Zuckerberg podían hacer dinero simplemente con una idea que usaban para atraer la atención y el capital de inversores deseosos de abrir nuevas rutas de beneficios. Esos jóvenes se encontraban de súbito con posibilidades y millones y, por eso, no es de extrañar que los lazos emocionales que hasta entonces les definían ahora les confundieran y obstaculizaran. Así le sucedió a Zuckerberg con su amigo Eduardo Saverin, y a los protagonistas del documental Startup.com (Chris Hegedus y Jehane Noujaim, 2001) cuando la necesidad de gestionar de manera fría y sin motivos personales sus empresas chocaron con una amistad que se remontaba hasta la infancia.

No deja de resultar irónico, por otra parte, que cuando los Winklevoss pidieron que la Universidad de Harvard intercediera en su conflicto con Zuckerberg, acabaran tratando con su entonces rector Larry Summers, quien durante su servicio como Secretario del Tesoro con Bill Clinton unos años antes había aprobado una severa desregulación de los servicios financieros que sin duda contribuyó a la explosión de la crisis. Además, la conjunción del desplome en Bolsa del índice NASDAQ y los ataques del 11-S llevaron a la Reserva Federal a inyectar crédito barato y fácil para reestimular la economía. Los bajos tipos de interés, la desregulación financiera y los incentivos a la compra de vivienda crearon una nueva burbuja de dimensiones monumentales, centrada en los sectores inmobiliario y financiero. El inevitable colapso se materializó cuando varios bancos de inversión y aseguradores entraron en quiebra técnica.

Margin Call ficcionalizaba ese momento en el que el sector financiero comprueba que ya no hay suelo bajo sus pies. En el centro de la película también hay un brillante joven, interpretado por Zachary Quinto, físico teórico de formación, que es capaz de ver lo que otros no ven y que en una noche de tensión pura descifra los arcanos números y balances de la empresa de la que es analista financiero —un trasunto de Lehman Brothers— hasta descubrir que esta se encuentra al borde de la insolvencia. A medida que transcurren las horas va encontrándose con sus superiores en niveles cada vez más alejados de lo cotidiano, cada vez más ignorantes de cómo funciona el negocio, cada vez más preocupados por salvar su pellejo de una reestructuración que se prevé draconiana, hasta llegar al jefe supremo, un Jeremy Irons decrépito y siniestro que le pide que una explicación en lenguaje llano —que pueda entender su madre— sobre lo que está sucediendo.

Como ilustra uno de los mejores segmentos de Capitalismo: Una historia de amor, un serio problema de las sociedades avanzadas modernas es precisamente que sus mejores talentos se canalizan hacia un sector financiero gigantesco e hipertrofiado. Los derivados financieros son en realidad ecuaciones de matemática estocástica que precisan de esfuerzo para su comprensión y resolución. Estas son tareas repetitivas y aburridas, de poco valor real para la economía pero que se pagan muy bien y que seguirán siéndolo: El protagonista de Margin Call tiene asegurada su continuidad en la empresa porque es de los pocos que comprende realmente esas fuerzas ignotas que el capitalismo ha desatado como en el poema de Goethe El aprendiz de brujo.

Pero el capitalismo intangible no solo se circunscribe a un puñado de hechiceros imberbes que conjuran y dominan poderes que nadie más comprende. El capitalismo intangible también se manifiesta en la mercantilización de los sueños y las experiencias, que incluso ya se venden tal cual y en cajitas rojas en nuestro supermercado cultural más cercano. Steven Soderbergh ha sabido diagnosticar como nadie este aspecto de la crisis en su díptico The Girlfriend Experience (íd. 2009)/Magic Mike (íd. 2012). Los protagonistas de ambas historias, la prostituta de lujo encarnada por Sasha Grey y el stripper interpretado por Channing Tatum, comercian con sus cuerpos para ofrecer a otros lo que estos ansían pero no tienen: Una novia complaciente, un marido apasionado. Lo que venden por tanto es inmaterial —placer, novedad, belleza— aunque ellos mismos sean muy palpables. Sin embargo pertenecen a los perdedores de la crisis. El colapso económico se interpone en sus respectivos sueños.

El sueño de la prostituta Chelsea, pese a su aparente superficialidad y falta de dobleces, es el de conectar real y profundamente con alguien. Es el amor verdadero. Y así, contraviniendo sus propias reglas, y dejando de lado a su estúpido y materialista novio, preocupado solo por mantener su tren de vida, Chelsea se enamora de un cliente mientras otros dejan de llamarla agobiados por sus problemas financieros o porque prefieren la compañía de otras señoritas más jóvenes y pujantes. El sueño de Mike en cambio es más terrenal: montar un negocio de venta de muebles hechos por él mismo. Trabaja por el día en una obra y por la noche como stripper para obtener el suficiente dinero con el que pedir un préstamo que le permita comenzar su proyecto. Pero los bancos no conceden ya préstamos a nadie y Mike se ve forzado a concentrarse en sus actividades nocturnas, enfrentándose a su avaricioso jefe, probando números de baile cada vez más exigentes físicamente. Aunque la conclusión de The Girlfriend Experience no podría ser más opuesta a la de Magic Mike, ambas películas esbozan un estado de las cosas al que los seres humanos tratan de acomodarse como pueden, un medio ambiente en el que ideas, conceptos y objetos invisibles como la deuda, el déficit, Internet o los servicios financieros determinan y configuran nuestras vidas, alterando su curso como no sucedía en décadas.

¿Y qué ocurre más abajo? Son tiempos duros hasta para el hampa. En el légamo del crimen, la mezquindad y la miseria se muestran descarnadas y desnudas. En Mátalos suavemente (Killing them softly. Andrew Dominik, 2012) el asesino interpretado por Brad Pitt se queja permanentemente del poco dinero que recibe por sus servicios mientras acaba con desgana con aquellos que han sido marcados para morir por un robo insignificante y que no son ni siquiera los culpables, incluyendo otro asesino putero, alcohólico y acabado (¿su yo futuro?) interpretado por James Gandolfini. Andrew Dominik no es muy sutil a la hora de trazar el paralelismo simultáneo entre ese ruin microcosmos y el macrocosmos del rescate multimillonario al sector financiero, pero es que la sutileza puede resultar casi frívola en estos temas y en estos tiempos ásperos.

Más abajo aún, en el nivel de los desposeídos, los afligidos por la deuda tienen que proseguir su existencia como puedan, esquivando servicios públicos depauperados y desahucios. Como ilustraba The Flaw, es gente a la que se dijo que dormían sin saberlo sobre una caja de dinero: Su casa. Gentes que la rehipotecaron para poder mantener o aumentar su consumo. O a la que se le aseguró, por malicia o por ignorancia, que el precio de la vivienda, como la Bolsa, nunca baja. Los de más abajo están, estamos, formando una clase cada vez más marginada y desesperada que ya solo tendrá para vender su energía física y su tiempo. En In Time (íd. Andrew Niccol, 2011) esta tendencia es llevada hasta sus últimas consecuencias utilizando las convenciones del género de ciencia ficción: en el futuro, todas las transacciones se llevarán a cabo en minutos de vida que se van descontando hasta llegar a cero. Y aunque In Time termina convirtiéndose en una versión adrenalítica y sin mucho encanto del mito popular e idealizado de Bonnie & Clyde, no se puede negar el poder de esta visión que Andrew Niccol nos ofrece del porvenir, en la que los pobres están condenados a vender el último intangible. Su propio tiempo.