Peter Jackson en el laberinto tolkiano
A la hora de abordar el estudio de una obra —sea cual sea el formato artístico al que pertenezca— uno de los principales puntos que ha de atender cualquier investigador es la biografía del autor, rastreando aquellos datos vitales que pongan en situación sus inquietudes con el contexto histórico en el que se enmarcaron. El entorno nos modifica a todos indeleblemente, y nuestra forma de expresarnos deviene de la época y la sociedad que a cada cual le ha tocado vivir.
Por ello, es fundamental destacar que la etapa de maduración de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) se produjo durante la época de entreguerras, en una Europa convulsa repleta de amenazas. Su experiencia directa de los horrores de la guerra en las trincheras francesas de 1916 y los posteriores bailes geopolíticos —tanto en el viejo continente como en el resto del mundo— resultan ser datos trascendentales para poner en valor parte de lo que sería el principal mensaje de su obra: la lucha del Bien contra el Mal, convirtiéndose la Tierra Media en un trasunto del mapa de Europa, donde las amenazas para los pacíficos habitantes de La Comarca —léase: Gran Bretaña— siempre proceden del Este, al otro lado de las cadenas montañosas —los Alpes, los Cárpatos, los Urales—, ese territorio oscuro llamado Mordor —o, lo que es lo mismo, las tierras orientales habitadas en la vida real por pueblos germánicos y eslavos de ínfulas imperialistas—.
Este maniqueísmo basado en los Míos contra los Otros está amplificado por el país de origen de Tolkien, pues el hecho de que naciera fuera de territorio británico —concretamente en Sudáfrica— lleva la lectura hacia el territorio de la cooperación racial, donde distintas etnias con unos mismos intereses vitales y con un pasado común concurren para establecer la paz. Todo ello una clara referencia a la Commonwealth, esa mancomunidad de naciones dependientes de la administración británica, países que se estaban desligando de la antigua metrópoli y que, bajo la filosofía de la colaboración en un nuevo marco que permitía relacionarse en igualdad de condiciones, estaban forjando una estabilidad duradera en pos de la pacífica armonía y la prosperidad. Una visión que cae en lo naíf —a tenor de lo traumático de algunas rupturas de las colonias con su centro de poder—, transformándose más en un anhelo que en un reflejo de la realidad. Así, hobbits, elfos, enanos y humanos pueden ser vistos como una metáfora de británicos, australianos, sudafricanos o indios, unidos, a pesar de sus diferencias, en la tarea común de imponer su concepto de paz social frente a las coacciones exteriores que amenazan con perturbar su cultura política.
Más allá de estas referencias concretas, hay algo en la obra de Tolkien que lo hace ser un relato universal y, por ello, digno de ser llevado a la gran pantalla, generando un producto cultural con el que cualquier ser humano de cualquier parte del mundo se pueda identificar. Varios han sido los proyectos que en distintas ocasiones se han barajado para poner en imágenes el universo tolkiano. Algunos fallidos, como los intentos de cineastas como John Boorman o Peter Weir para realizar sus respectivas versiones de El señor de los anillos. O la más extraña de todas ellas, la que se planteó el mismísimo Stanley Kubrick, cuyas intenciones eran otorgar los principales papeles… ¡a los Beatles! —reservando, por ejemplo, el personaje de Gollum para John Lennon—. Otros proyectos se vieron truncados a pesar de su sugerente propuesta, como la versión animada que dirigió Ralph Bashki en 1978, cuyo fiasco crítico impidió que se llegara a completar, legándonos una obra inacabada con una estimable fuerza visual, pero que no logró trascender esa parte de mero relato de aventuras que contenía el original literario.
Se tuvo que esperar hasta mediados de los años noventa del siglo pasado para que un proyecto contara—no sin dificultades— con la necesaria aprobación para ser llevado a cabo. Y éste llegó bajo el brazo del director neozelandés Peter Jackson, quien, a tenor de sus obras precedentes y de los posteriores resultados exhibidos, se ha postulado como la mejor apuesta para plasmar en imágenes el espíritu de la obra de Tolkien, pues las inquietudes de ambos han terminado por encajar a la perfección, aportando el realizador una especial mirada a la creación literaria. Una obra, todo hay que decirlo, plagada de minuciosas descripciones que lastran su lectura —amparándose en un decimonónico estilo romántico a lo Walter Scott, literatura creadora de mitos, forjando los orígenes políticos, sociales y culturales sobre los que asentar el espíritu nacional—, y que Jackson logró materializar en un diseño artístico que redunda en ese carácter testimonial de Tolkien, quien más que el creador de las aventuras y desventuras de la Tierra Media actuó como cronista de la misma, ejerciendo más como si de un biógrafo o un historiador se tratase, trasladando su carácter imaginario hacia los vericuetos de una realidad plausible.
Peter Jackson y su numeroso equipo han logrado dar carácter de verosimilitud a lo imposible, donde el detallismo es la base para desterrar la ampulosidad de la obra literaria. Su afán por construir un escenario veraz se percibe en las arquitecturas, las caracterizaciones, el vestuario y demás elementos de atrezzo, creados ex profeso para la producción. Las armas, los trajes y las viviendas nos dicen mucho más de la personalidad y del pasado de cada una de las razas que aparecen en la película que lo que los propios personajes nos podrían contar de sí mismos como especie, enunciando el delicado trabajo de producción que, a tenor por los resultados, más bien parece un film histórico que una elaborada fábula imaginaria.
Todo ello —personajes, decorados y situaciones— dispuesto sobre un mismo telón de fondo: la exuberante postal que conforma el paisaje de Nueva Zelanda. Porque no es en absoluto gratuito que este país sea el escenario sobre el que se ejecuta la partitura de esta desbordante sinfonía. Si en el seno de la obra de Tolkien encontramos un relato plenamente instalado en el ecologismo, la lujuriosa explosión de la Naturaleza que Jackson logra fotografiar le sirve al director como vehículo para reivindicar esa parte de su país como si de un tesoro nacional se tratase, logrando transmitir un mensaje en el que el patrimonio natural neozelandés adquiere un papel protagonista. Más allá de la mera postal, los valles, los ríos, los páramos y las montañas de Nueva Zelanda se exhiben sin recelo prácticamente en cada uno de los fotogramas, con una viveza presencial que fagocita al resto de los personajes, quienes deben presentarse ante ese mundo natural con humildad y respeto, sabedores que son parte de un ecosistema de orden mayor que no está a su exclusivo servicio. La vida se torna así en un hermoso círculo —como un anillo de poder—, donde el equilibrio garantiza la diversidad y viceversa. Y cuando uno de estos dos factores se altera —como es el caso de Saruman, que representa esa parte depredadora que habita en el ser humano, utilizando para ello herramientas como la deforestación, homogeneización social y cultural, la sumisión o el terror— la Naturaleza surge con toda su fuerza destructora, rebelándose como un ente vengativo que se empeña en la aniquilación como forma de autodefensa. Una alegoría de la que, a cada día que pasa, más conscientes somos, soportando en nuestras carnes las funestas consecuencias de los arrebatos naturales.
Cuando enunciábamos aquellos otros directores que en algún momento también se plantearon realizar su propia versión de El señor de los anillos, no podemos dejar de pensar en cuáles habrían sido los resultados. Si todos ellos hubieran podido llevar a cabo sus películas, tendríamos un buen crisol de ejemplos con los que comparar el trabajo realizado por Peter Jackson, cotejando sus diferentes inquietudes y, sobre todo, los estilos de cada cual. Sin embargo, debemos reconocer que Jackson, por su reconocido gusto por el gore, el cine fantástico, los personajes y las situaciones bizarras y la truculencia, sería a priori uno de los mejores candidatos para abordar un proyecto como éste.
La orientación religiosa de Tolkien es, sin duda, un factor a tener en cuenta para poder realizar tal afirmación, pues uno de los signos de identidad del catolicismo —confesión a la que su madre se convirtió junto con sus dos hijos— lo podemos encontrar en cierto regodeo para con el sadismo, un elemento elevado a los altares en su iconografía, repleta de martirios, amputaciones y sangrados varios. Peter Jackson, como experto en el tema, ha sabido conseguir enfatizar toda esa parte sanguinaria y violenta que habita en lo tolkiano. Y no sólo a lo que a batallas respecta, pues dentro de la obra de Tolkien hay un más que explícito juego con lo grotesco, lo siniestro y, sobre todo, lo monstruoso, un tema que sin duda siempre ha interesado al realizador de origen neozelandés, siempre atento a retratar los aspectos oscuros y luminosos que habitan en la vida, trasgrediendo en la mayoría de las ocasiones términos relacionados con lo políticamente correcto.
El cine de Peter Jackson siempre se ha mantenido fiel a observar cómo detrás de lo bello se esconde lo sombrío, recreando aquellos aspectos más lúgubres del alma humana. Los límites entre la fantasía y la realidad o entre la humanidad y la monstruosidad se disuelven en una obra instalada en el relativismo, forjando borrosas fronteras entre conceptos aparentemente antagónicos. Sus personajes suelen optar por refugiarse en un onirismo sin reservas, allí donde sus contradicciones internas pueden ser superadas en un contexto de libertad personal total. No puede caber ninguna duda de que un personaje como Gollum debió de hipnotizar a Jackson en sus lecturas juveniles, pues en su dualidad están recogidas todas las constantes que más han interesado a este realizador: el tortuoso camino que cada cual debe soportar para reconocer lo que de monstruoso habita en nuestro interior, allí donde el Bien y el Mal conviven y se confunden.