Una experiencia remota
Solicité acreditación para el Festival REC con dos ideas en mente: una era dar unos cuantos paseos por Tarragona, ciudad que conozco muy poco, y la otra era ver L’age atomique (2012) de Helena Klotz, que, a bote pronto, era el título que más me interesaba de la programación, cuyo leit motiv son las operas primas. Al final, ni una cosa ni la otra: sólo bajé una vez a Tarragona, y mi visita turística se limitó a unas cuantas calles del centro y al recorrido que había desde ahí hasta el coche de mi amigo. Comimos, eso sí, un dûrum tropical muy cargado que hizo estragos en mi estómago y, ya en casa, en Torredembarra, me quedé dormido viendo Control remoto (Remote Control, 1988) de Jeff Lieberman. Mi experiencia en el REC fue también remota: vi dos películas en Tarragona, Arraianos (Eloy Enciso, 2012) y Animals (Marçal Forès, 2012), otra ya la había visto antes en un pase de prensa, Amor y letras (Liberal Arts, Josh Radnor, 2012), y hubo otras dos que descargué para verlas en mi casa: Tiny Furniture (Lena Dunham, 2010) y De jueves a domingo (Dominga Sotomayor, 2012). Tampoco pude ver L’age atomique: en mi camino se interpuso una timba de póquer que al mismo tiempo era fiesta de cumpleaños y compromiso ineludible. Dicho sea de paso, y sin otro ánimo que el de consignar aquí lo vivido, la calidad de las proyecciones en la Antiga Audiencia, la sala en la que estuve, dejaba mucho que desear. Admito mi ignorancia total sobre formatos y calidades de visualización, pero cuando me senté en las primeras filas para ver Arraianos me pareció que no se veía demasiado bien. Luego, en Animals, ya acompañado, mi amigo no fue tan tibio y dijo que la película se veía como el culo. Él, sin embargo, volvió al festival el sábado, también a la Antiga Audiencia, y luego me hizo un estremecedor sumario de pifias y accidentes que prefiero dejar a la imaginación. Otro aspecto que me tuvo desconcertado esos días, cuando trataba de hacerme unos horarios, es que había días en los que una película empezaba a las 18:30 en una sala y la siguiente a las 20:00 en otra, a unos diez minutos de distancia a pie. La cual cosa hacía difícil ver las dos seguidas, si uno no contaba con que las sesiones empezaban casi siempre con retraso.
Deficiencias organizativas aparte, el REC me permitió recuperar el debut de Marçal Forès, Animals, que se me había escapado a su paso por Sitges. Aunque su joven protagonista tenga un oso de peluche que habla, no hay ni un ápice de comedia en esta película sobre un chaval que no tiene claro ni si quiere crecer ni cuál es su orientación sexual. La principal baza del filme es la excentricidad de la propuesta en sí: más aún en unos tiempos en los que, en Catalunya, nos venden la patria y lo que se supone que ya es nuestro a todas horas, resulta agradable encontrarse con una opera prima que no quiere parecer de aquí sino que busca sus raíces más allá de nuestras fronteras (la historia sucede en un instituto de habla inglesa) y dota a su película de cierta atmósfera de extrañamiento a la que contribuyen la mezcla de idiomas y los misteriosos sucesos que empezarán a ocurrir. Antes que a Donnie Darko, la película con la que todo el mundo emparenta a Animals, a mí me recordó más a Simon Werner a disparu (Fabrice Gobert, 2010), otra ominosa intriga de instituto que se pudo ver en el Festival de Sitges hace dos años. A la película de Forès le fallan los personajes, que con todas sus miserias y particularidades no llegan a resultar ni carismáticos ni demasiado interesantes, más bien nos recuerdan a otras cosas ya vistas, y a mí, personalmente, también me irritó la alegría indiscriminada y casi ombliguista con la que su director saca a colación referencias, dejándonos muy claro, por ejemplo, que le gusta Agujero negro de Charles Burns, filmando sus páginas en más de una y de dos ocasiones, para que sepamos que la película va por ahí. Con todas sus imperfecciones, Animals es una atrevida carta de presentación a un universo, el de Marçal Forès, del que esperamos tener novedades pronto.
De Catalunya nos vamos a la otra punta de la península. La gallega Arraianos, sobre el papel, sonaba a película con ínfulas de las que pueden valer la pena. Como esas cagadas que implican cierta complejidad y una adecuada dosificación de la respiración pero que, cuando finalmente expulsas el artefacto, te sientes fresco y renovado. Y oyendo hablar, tras la proyección, a Eloy Enciso, su director, me daban ganas de habérmelo pasado mejor, porque simpatizaba con las intenciones últimas del proyecto, que no eran otras que lanzarse con una cámara al campo y tratar de capturar imágenes inéditas, de lugares que no existen para casi nadie menos para los que allí viven, con la excusa de adaptar muy libremente una obra de teatro de cierto autor gallego. Aún con hallazgos puntuales y alguna que otra postal indudablemente bella, la película nunca llega a fluir, los interludios existenciales à la Beckett parecen descolgados del resto, como documental no enseña ni descubre gran cosa y como película sucumbe, atraída por la maleza pero incapaz de extraer poesía de ella, pese a su loable voluntad de reivindicar el cine como remedio contra el olvido. Propósito este resumido con simpleza en una bonita secuencia de fotografías antiguas, cada una más ajada que la anterior, hasta llegar a la última, en la que los rostros son apenas reconocibles, y luego sólo queda la niebla.
No hay niebla, el cielo está despejado en De jueves a domingo, y la película nos entra inmediatamente por los ojos, aunque durante su primera mitad no veamos mucho más que la cabina del coche en el que viajan sus protagonistas y los áridos paisajes chilenos por los que transitan, que nos mecen y nos emboban como si fueran canciones de cuna para un accidente aún por ocurrir. La opera prima de Dominga Sotomayor es una road movie familiar y al mismo tiempo un esquivo thriller de carretera, en el que lo que está por asomar es la descomposición de un matrimonio pequeñoburgués. Una descomposición sugerida, apenas explicitada por la directora, a través de pequeños desencuentros, discusiones a media voz, y también de silencios, miradas y ciertas acciones que observaremos como las observa Lucía, la mayor de los dos hijos de la pareja. Ella es nuestra referencia, el punto de vista obvio, puesto que, mientras que su hermano pequeño aún está en la edad de gritar y corretear y poco más, ella ya empieza a tener una noción de lo que son las cosas y intuye que los padres, cuando están con sus hijos, a menudo usan códigos cifrados para comunicarse. Sotomayor utiliza muy pocas posiciones de cámara, que casi siempre mantiene fija, haciendo que sea el coche (cuando están a bordo) el que genere la sensación de movimiento. Y mientras veía la película no podía dejar de recordar un cortometraje muy triste, que me gusta mucho, Home Road Movies (Robert Bradbrook, 2002), en el que un coche es testigo del esplendor y la decadencia de otro núcleo familiar.
Me quedan las películas confesionales de Lena Dunham y Josh Radnor, Tiny Furniture y Amor y letras, que si algo tienen en común es que sus protagonistas, interpretado ambos por los mismos directores, no salen muy bien parados. Tiny Furniture viene a ser un ensayo de lo que luego será Girls (Dunham, 2012-), y si uno ha visto esta última, que es superior, el visionado de su segundo largo servirá sobre todo para reconocer aquí y allá los temas y los motivos de Dunham, sobre los que la neoyorquina volverá en su celebrada serie para la HBO. Resintiéndose de una enunciación algo plana, incluso televisiva, la película no está exenta de momentos hirientes, y es especialmente desopilante ver lo incómoda que la protagonista se siente en la casa de su madre, un moderno apartamento-estudio en el que Aura/Dunham nunca encuentra su lugar, intimidada por el prometedor futuro social y artístico de su hermana y la mala leche de su madre, con la que terminará firmando una tregua en una de las mejores escenas de la película. La directora y actriz también acierta cuando dispara sus dardos contra el arte contemporáneo y sus ramificaciones mutantes, con Youtube convertido en estandarte último de la democracia de la representación. Jesse Fisher, el protagonista de Amor y letras, por su parte, es un integrista cultural, de esos que probablemente suscriben eso que se dice de que la filosofía, y casi todo lo demás, murió en 1900 con Nietzsche. Y aunque, en un principio, su personaje parece un tío guay, un cultureta resabiado al que probablemente no le falte parte de razón, iremos aprendiendo a odiarle conforme la película avanza y veamos lo incapaz que es en casi todo. Eso es lo que más gracia me hace, que Radnor haya escogido interpretar a un personaje que no hace nada bien en toda la película, aunque al final, faltaría más, nos disfrazan sus dislates como un aprendizaje, la conquista de la madurez y todo eso, y para que no salgamos del cine intranquilos, nos lo emparejan con una rata de biblioteca como él. Entretenida y funcional, aunque sin demasiado brillo, de Amor y letras me quedo con la parte en la que el angelical personaje de Elizabeth Olsen le descubre a Jesse las bondades de la música clásica, por medio de una cálida correspondencia entre Nueva York y la universidad, de largo el segmento más lírico del filme. Y estas son todas las películas que vi de las ofertadas por el REC, en una programación que, a falta de medios, tuvo que ser por fuerza selectiva, y en la que me supo mal perderme cosas como Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012), la flamante ganadora del In-edit, la misteriosa Mapa (2012) de León Siminiani o el apetecible placer culpable que podría muy bien ser la chilena Joven y alocada (Marialy Rivas, 2012).