Bestias del sur salvaje

Animales fuertes, corazones débiles

Nuestra (aún) aburguesada sociedad de consumo ha olvidado cómo se narran los cuentos de hadas. Cuando lo hacemos, acostumbran a ser versiones esterilizadas, con cualquier atisbo de arista bien limado, de los clásicos de toda la vida, por aquel miedo irracional que todos los padres compartimos a exponer a nuestros hijos a un trauma emocional grave —algo alentado, digámoslo ya, por unos pediatras que exhiben con una alegría indecorosa teorías de la crianza que se contradicen entre sí, y que no hacen más que confundir a los progenitores primerizos. No es el caso de Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild, 2012), en la cual sus responsables, el director Benh Zeitlin y su coguionista Lucy Alibar, sea de forma consciente o puramente intuitiva, emplean herramientas propias del documental —una imagen llena de grano, la iluminación naturalista, las tomas cámara en mano, los insertos del entorno natural…— para construir una ficción que, en cambio, no pretende ser realista, sino que se adentra en el fantástico más puro como vehículo expresivo. Tal y como decía Bruno Bettelheim, el cuento de hadas de toda la vida «no se refiere de modo plausible al mundo externo, aunque empiece de manera realista e invente personajes cotidianos» y, de hecho, «la naturaleza irreal de estas historias (a la que ponen objeciones los que tienden exageradamente al racionalismo) es un mecanismo importante» porque les permite centrarse no «en una información útil acerca del mundo externo, sino en los procesos internos que tienen lugar en el individuo».

Con la pericia de un director mucho más veterano, Zeitlin construye un mundo fantástico a partir de detalles cotidianos, a priori naturales, sacándolos de su contexto habitual y extrañando, así, nuestra percepción, sin necesidad de caros efectos de maquillaje ni retoques infográficos. Ahí reside una de las claves que hace Bestias del sur salvaje tan fascinante: cómo rompe de un plumazo, casi sin pretenderlo, con el pretendido hiperrealismo de las herramientas propias del documental, retorciendo los límites de la ficción, y realizando, de esa manera, una apuesta narrativa incluso más atrevida que las de películas found footage tan subversivas, al menos a nivel de propuesta lingüística, como Paranormal Activity (íd.; Oren Peli, 2007) o El último exorcismo (The Last Exorcism; Daniel Stamm, 2010). Así, Zeitlin demuestra que no hace falta recurrir al maximalismo de un Roland Emmerich para lograr reproducir una imaginería puramente escatológica, para reflejar sobre la pantalla el apocalipsis de nuestra civilización: al recurrir, además, a un enfoque más íntimo, menos expansivo, del fin del mundo, eso le permite darle una carga emocional y, sobre todo, metafórica, mucho más abrumadora. No es solamente que el cambio climático arrase el pueblo donde vive la pequeña Hushpyppy (Quvenzhanés Wallis) y libere a los monstruosos uros, sino que además la enfermedad de su padre Wink (Dwight Henry) le amenaza con dejarla huérfana, sin la protección que éste le proporcionaba, lo que no deja de ser un apocalipsis sentimental para la niña, que se ve obligada a hacerse fuerte —algo a lo que la empuja su propio progenitor, que convierte su relación en un rito de paso constante para asegurarse su supervivencia—, a asumir que va a quedarse sola en el mundo. Algo parecido a lo que intentaba infructuosamente John Hillcoat en La carretera (The Road, 2009), incapaz de reflejarlo con tanta contundencia como Cormac McCarthy en su (crudísima) novela original.

Bestias del sur salvaje está preñada de un primitivismo quizá ingenuo, pero desde luego, con una potencia iconográfica sorprendente, que evidencia una personalidad cinematográfica que, está claro, hay que seguir de muy cerca. Que Zeitlin y Alibar reivindiquen las comunidades a la antigua, idealizando el retrato que hacen de las mismas, y criticando abiertamente el área civilizada que aparece en el filme —las escenas de Hushpuppy y Wink en el refugio/hospital se asemejan, en cuanto a inquietud y a extrañeza, a las del hospital móvil de E.T. El extraterrestre (E.T. the Extraterrestrial; Steven Spielberg, 1982)—, no es tanto un retorno a valores que puedan considerarse conservadores, incluso retrógrados, como un voto de fe hacia el espíritu indomable del ser humano, hacia esa relación armónica con el medio natural, con nuestro entorno, que nos hemos dejado por el camino al encerrarnos en jaulas de cemento y asfalto, mientras destrozamos los recursos del planeta. La bellísima imagen de la pequeña protagonista plantándose, sin miedo alguno, ante un uro —una de los planos fantásticos más poderosos que ha dado el cine reciente—, es un inmejorable reflejo ficcional de todo ello. Un retorno a nuestras raíces más auténticas, en cierta manera.