El hombre de las sombras

El principal problema del cine de género es que la mayoría de las veces sólo apela a sus seguidores declarados. O a los incautos atraídos de cuando en cuando por la promesa de alguna emoción primitiva que se ofrece sin coartadas como dominante en el producto a vender, ya sea el miedo, el sexo, el enigma, la risa o el llanto. A ambos espectadores potenciales sólo se les puede ofrecer lo que ya conocen, ya que eso es precisamente lo que buscan. No quieren más sorpresa que la incrustada en la estructura interna del género, ni más originalidad que la mínima necesaria para destacar sobre otros productos aún más grises. Así, las películas de género no compiten con el resto del cine, sino sólo con otras películas de género. Más que conformar un microcosmos fílmico, tienden a una endogamia degenerativa, con suerte rota cada muchos años por nuevas variaciones que se agotan pronto —como, recientemente, el torture porn o el revival zombie—. Por otro lado, rara vez se encuentra una obra de terror en los cánones oficiales, ni siquiera una de las más clásicas. Es cierto que se debe a espectadores y críticos prejuiciosos, pero también a los propios generófilos, que toleran niveles mínimos de calidad por su habitual falta de exigencia, cuando no autocomplacencia. En todo caso, estos grupos de espectadores son ideales y, en la práctica, los enemigos del cine de terror pueden disfrutar —aunque sea sintiéndose culpables— de El exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973) o de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968), así como los fanáticos hunden sin piedad películas hechas en exclusiva para ellos pero que, quizá por eso mismo, les toman por tontos, negándose a darles nada que supere lo estrictamente necesario para atraerlos.

Pero ya basta de cosas conocidas por todos; afirmación ésta que sirve para el párrafo anterior y también para Pascal Laugier, director de El hombre de las sombras (The Tall Man, 2012). Seguramente él mismo gritó esto tras hacer su primera película, la vulgar El internado (Saint Ange, 2004). Laugier descubrió tarde que el mundo podía muy bien seguir existiendo sin su opera prima, y decidió que no quería conformarse con ser director de cine para pagar las facturas y para quitarse el mono de filmar. Así que decidió respetar a los que iban a ver su cine, dándoles experiencias que no les dejaran indiferentes, que no pudieran calificar en su blog con un simple «aceptable» o recomendarlas a sus amigos con un «póntela si no tienes nada mejor que hacer». Tras un paseo por el lado indiferente de la existencia con aquella primera obra, decidió ser alguien y hacer cine de verdad, realizar películas completas y no fotocopias ajustadas a un modelo genérico. Sabía que no le sería fácil, por eso cedió algo cuando aceptó que sus siguientes obras se vendieran como productos para atraer a los de siempre. Pero su objetivo ya no sería darles lo que quieren, sino tratar de hacerles entender que en el fondo no quieren lo que se les suele dar. Que pedir más de lo mismo a la larga te convierte en una maceta ante la pantalla, en un ser acrítico con corazón y, lo que es más grave, cerebro de niño. Que puedes disfrutar con el miedo y desear ser asustado y ver pasillos oscuros y asesinos dementes sin traicionar tu inteligencia. Por eso hizo Martyrs (2008), para dar una bofetada a todos los automatizados seguidores del cine de género y hacer que se revolvieran en sus butacas, no tanto ante lo visto sino ante sí mismos, logrando que tomaran distancia y se contemplaran como lo que eran: cinéfilos cobardes que creían ingenuamente pasear por el lado salvaje del cine. No lo logró con la ultraviolencia ni la radicalidad mostrada, sino por su alteración y (literal) trascendencia de las figuras retóricas del género. Laugier osó sorprender. Muchos no lo soportaron y rechazaron aceptar que habían fracasado como espectadores.

Lo mismo, en un tono menor, puede aplicarse a su tercera y reciente El hombre de las sombras. Su finalidad parece ser la máxima imprevisibilidad posible, no sólo creerse sino ser efectivamente siempre más listo que el espectador, ir por delante de él a un ritmo al que Laugier nunca puede ser alcanzado. Tras un arranque doble en el que uno siente que pisa terreno firme y conocido, da el primer volantazo con la agresiva entrada de unos espectaculares títulos de crédito, en los que cada plano dura la mitad de lo que se percibe que debiera durar. A partir de ahí, El hombre de las sombras es un encadenamiento constante de sorpresas y de cambios de rumbo, un esforzado trabajo de truncar expectativas y, más aún, de mantener coherente la enloquecida trama. Pronto queda claro que esto no es una película de terror ni de cualquier otro género, sino una película a secas. En su afán por romper con lo que se espera, Laugier intenta escapar de la tiranía del argumento en la que se ha enredado y va tomando progresivamente una deriva pseudofilosófica parecida a la de Martyrs, un saludable ejercicio contra el ombliguismo omnipresente en el género y en el cine comercial en general, tan a menudo ignorante de la vida. El resultado no es tan profundo como pretende ni mueve demasiado a la reflexión, pero no me atrevo a analizarlo aquí porque el placer de El hombre de las sombras es dejarse llevar por ella. El lugar para discutir sobre su universo moral no es una crítica como ésta sino, como en Martyrs, el intercambio directo con otras personas que también la hayan visto, preferiblemente justo después de que acabe de terminar. Algo que sí puede concluirse ahora es que Laugier prueba que todavía hay caminos poco transitados en el cine de género y que éstos consisten sobre todo en reventarlo desde dentro, dándole a su público lo que realmente quiere pero que, sin embargo, se ha olvidado de pedir: inquietud, empujones, pasión. Cine. Lo mismo que nos da La cabaña en el bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2011), con la que tiene en común la imperiosa necesidad de alimentarse de los códigos de género para destruirlos, si bien la de Laugier sólo los niega mientras que la de Goddard, además, los celebra. Que cada uno decida si merece la pena seguir intentándolo o ya va siendo hora de pasar página.