El lado bueno de las cosas

Clichés

Hay un aspecto que se repite en la filmografía de David O. Russell que me resulta muy ingenioso, pero que también resulta frustrante, pues el ingenio se queda siempre a medio gas. Para mí, lo más interesante es que cada una de sus películas se presenta en sus primeras imágenes como algo completamente diferente de lo que va a ser su desarrollo posterior. Lo frustrante nace con cada giro en cada película del director de The Fighter (2010), pues nos abre un camino que desaloja las mejores opciones en cada película. Esas inflexiones conllevan un acercamiento hacia los convencionalismos de un cine estadounidense enormemente conservador, con giros difícilmente creíbles en el desarrollo de alguno de los personajes. El lado bueno de las cosas contiene lo anterior pero además carece de la precisa definición de los personajes, que si tenía The Fighter o la capacidad para asumir grandes riesgos como sucedía en ese extraño objeto que era Extrañas coincidencias (I Heart Huckabees, 2004). Comienza en un sanatorio mental con la salida de su protagonista, en lo que parece la reincorporación del mismo a la rutina familiar, y se desliza sin pudor hacia la comedia romántica acaparando numerosos clichés.

La respuesta a esa indefinición me parece que reside en la debilidad y poca coherencia del guión que firma en solitario su director. Es un guión que juega, conscientemente, con arquetipos, con sencillas propuestas de causa y efecto. Esa causalidad es la que define a los protagonistas de El lado bueno de las cosas: un joven supuestamente bipolar que regresa al hogar, tras haber embrutecido cuando descubrió a su esposa con su amante y atacar a éste, que pasa de ocho meses en el manicomio, y que una vez de vuelta borra esos meses de su mente y su única meta es recuperar a su esposa, a quien cree todavía enamorada de él. Mientras hace footing, cubierto por una bolsa de basura, que define con sencillez su estado emocional, conoce a una joven viuda, quien perdió a su marido, atropellado por un coche cuando regresaba de una tienda de lencería con prendas para despertar su libido. Desde ese momento folla compulsivamente con quien se le cruza, metáfora de su intento de no volver a defraudar a nadie, de que nadie muera a causa de su posible insatisfacción sexual. Sencillo, demasiado sencillo.

Incomunicaciones

Es conocida la querencia de David O. Russell por los personajes con algún tipo de disfuncionalidad: en Flirteado con el desastre (Flirting with Disaster, 1996) era un hombre en busca de su desconocida madre; en Extrañas coincidencias intentaba racionalizar las casualidades, dotarlas de lógica; en The Fighter, la presencia de una familia con la madre a la cabeza, que adora a su primogénito pero no reconoce los méritos del hermano pequeño, entrometiéndose en su vida personal y profesional; en El lado bueno de las cosas, aparte de la pareja protagonista hay un padre incapaz de comunicarse normalmente con su hijo y que solo es capaz de hacerlo —en una escena admirable, quizá el único momento verdadero de la película— a través de su pasión por el fútbol americano y las apuestas y un hermano que desprecia a su par.

Esa querencia por los personajes supuestamente heridos en lo emocional no es más que un punto de partida por el que se definen pero su articulación y proyección deambulan dependiendo de la precisión del guión. En el caso que nos ocupa la retahíla de arquetipos resulta molesta pero más preocupante es la innecesaria obligación del director para desarrollar un último tercio de película incoherente con lo precedente. Cuando afirmo esa incoherencia es porque alguno de los personajes de la película desaparece o ejerce unas funciones para las que no estaba hasta entonces definido. Ya ocurría con el personaje de la madre en The Fighter, pero aquí el personaje de la madre, el único no tarado, que ejerce de pilar de la familia, desaparece de la función en el último acto, abandona sus funciones de pilar familiar, de nexo, para posibilitar una reunión de locos que permita admirar su sensibilidad, y forzar un happy end que muestre que el amor puede curar o minimizar ciertos estados de frustración. No estamos lejos en lo conceptual de muchas de las comedias de Howard Hawks, alguna de Preston Sturges y varias Frank Tashlin, además de la esencia de Jerry Lewis, pero hay una abismal distancia entre la lógica narrativa de todos éstos y los saltos al vacío de David O. Russell.

Elogio de la mediocridad

A diferencia de la comedia más clásica o de los artefactos cinematográficos que construía Jerry Lewis para dinamitar ese clasicismo y darle la vuelta al modo de vida estadounidense de los años sesenta, el director de Tres reyes (Three Kings, 1999) define a sus personajes dentro de lo que denominaría como elogio de la mediocridad. Aquí no hay científicos, filósofos, profesores de universidad, banqueros, como protagonistas, es decir una clase acomodada que era habitante de la comedia de los años treinta y cuarenta. En este retablo de personajes ubicados cómodamente en la mediocridad, destaca sobremanera la labor de los hermanos Coen, capaces de crear muchos personajes caracterizados por superar pequeñas pruebas que resultan las más de las veces estúpidas pero que representan un paso adelante fundamental en la vida de los mismos. El ovni más destacado en este sentido sería Ed Crane (Billy Bib Thorton) protagonista de El hombre que nunca estuvo allí (The Man Who Wasn’t There, 2001), (in)capaz de salir de su oficio de mediocre barbero, ni siquiera a través de la imaginación. Dentro de éstos, Spike Jonze, Wes Anderson, Michel Gondry ejemplifican con cada película lo anterior, realizando radiografías de personajes emocionalmente inestables, conscientes de ser un John Doe cualquiera pero que creen que, como casi todo estadounidense, deben de destacar en algo, aunque sea visto desde fuera una nimiedad, lo cual en ocasiones los hace queridos por el espectador, por los intentos de éstos por sobrepasar ese estado de mediocridad que los define, por intentar hacer cosas que, siendo banales, son vitalmente necesarias, pues los define.

La maestría del director es la que permite que comprendamos mejor a unos que a otros y si los hermanos Coen son grandes maestros en convertir con pequeños actos a sus mediocres personajes en seres adorables, ahí está la variedad de entrañables personajes de Fargo (1996), David O. Russell se queda en el intento, aunque adorne sus fábulas con rocambolescos personajes y excentricidades varias y crea que de verdad ha conseguido crear grandes personajes. Pequeños actos son los que crean grandes diferencias.