Heroísmo para tiempos de crisis
En épocas tan inciertas como la que nos ha tocado vivir, con el suelo que creíamos sólidamente asentado bajo nuestros pies oscilando peligrosamente, resulta habitual que surjan propuestas destinadas a aliviar tanta pesadumbre, ofreciéndonos una ventana hacia la que proyectar por unas horas la mirada hastiada ante la dura realidad. Pese a que el cine no atraviesa precisamente su mejor momento, quiere uno creer que aún es capaz de erigirse en portavoz válido de nuestro presente, siquiera para unas minorías cada vez más alejadas del pensar mayoritario, ese que prioriza la experiencia estandarizada sobre cualquier otra forma de disfrute, y si es sin poso alguno mejor que mejor. En la batalla que libra en nuestros días por su pervivencia futura, el producto cinematográfico tiende cada vez más a alejarse de sus orígenes narrativos para encontrar su razón de ser en la dinámica visual pura, transitando una peligrosa senda que le acerca, temerariamente, a su definitivo sacrificio en los altares del ocio interactivo.
Y es que por mucho que nos empeñemos en meter películas, series y videojuegos en el mismo saco —a saber, el del audiovisual contemporáneo— apelando al mínimo común múltiplo, las particularidades inherentes a cada uno de estos formatos son cuantiosas, siendo además las que justifican, en último término, su existencia diferenciada; que la tendencia sea a amalgamarlas en un confuso engrudo motivado por espurios intereses económicos perjudica ante todo al consumidor de cine, el medio a día de hoy más afectado por esta tendencia a la uniformización de la oferta dada la considerable inversión que requiere un largometraje medio —no digamos ya un blockbuster— y la dificultad de cuadrar el balance de resultados anuales. Conste que uno tiene claro que a la sombra de las colinas de Hollywood —lo mismo para sus emporios satélites— no es que se hayan asentado históricamente hermanitas de la caridad, pero al menos los padres fundadores de los grandes estudios tenían una visión de su negociado que lograba aunar cinefilia y rentabilidad comercial. Algo que desgraciadamente brilla por su ausencia en los gerifaltes de las mega-corporaciones del entretenimiento actuales, firmes valedoras de la levedad cultural que caracteriza nuestro tiempo.
Con este panorama resulta una grata sorpresa que la cosecha anual de títulos de inequívoca vocación mainstream haya rayado a gran altura, dejándonos por añadidura algunas obras a incluir con todos los honores entre lo mejor del 2012 cinematográfico. Reflexionando acerca de los motivos de tamaño éxito, sin precedentes en ejercicios anteriores, emerge con fuerza el concurso de un puñado de cineastas de talento contrastado y/o mirada propia en detrimento de los consabidos mercenarios, en algunos casos —como veremos a continuación— puestos a los mandos de la producción en decisiones no exentas de riesgo, y derivado de ello la ubicación de los filmes resultantes en unas coordenadas temáticas muy concretas, marcadamente contemporáneas pese a contextualizarse, en no pocos casos, en realidades ficticias, alejadas a priori de la que padecemos en la actualidad. En este sentido, el incontestable éxito comercial que acompaña a la nueva relectura del cine (super)heroico, proverbial en épocas convulsas, prefiguraba un año de estrenos potentes adscritos al subgénero, como de hecho ha sucedido; lo que no entraba necesariamente en el menú, visto lo visto, era su excelente calidad media.
A este respecto, la elección de Joss Whedon para dirigir ese nudo gordiano de Marvel Comics que supone Los Vengadores (The Avengers, 2012) sorprende de puro coherente, pese a no encajar el tipo precisamente en el perfil de profesional que acostumbra a hacerse cargo de este tipo de superproducciones. Cineasta fogueado en el mundo televisivo, guionista antes que realizador, su contribución resulta patente en el excelente diseño de personajes y la fuerza de unos diálogos que no sólo contribuyen a que la narración avance modélicamente hacia el espectacular clímax final sino que, y esto es lo realmente meritorio, consiguen poner de relieve de modo ágil y elegante la compleja psicología de unos campeones díscolos y endiosados, condenados a entenderse en aras del bien común. Si la filiación con la realidad de Los Vengadores pasa por el retrato en nada complaciente de unos poderes fácticos carentes de la más elemental humanidad, a los que no les tiembla el pulso a la hora de tomar decisiones que suponen la pérdida de millones de vidas, The Amazing Spiderman (íd., Marc Webb, 2012) triunfa en su cariñoso retrato de un Peter Parker (Andrew Garfield) bisoño y atribulado, que resulta igual de creíble intentando seducir atropelladamente a su amada como poniendo en práctica sus nuevos poderes, asumiendo la pérdida de un ser querido que madurando a golpes de supervillano reptiloide. Se podrá discutir la pertinencia de un reboot de Spiderman estando aún caliente la trilogía de Sam Raimi, pero lo que está fuera de duda en mi humilde opinión es el éxito de Marc Webb a la hora de mostrarnos un superhéroe humano, demasiado humano.
Lo que también es Bruce Wayne/Batman (Christian Bale), que duda cabe: un ser humano. Más que adolescentes de todas las edades, con el paladín de DC Comics empatizan todos aquellos que han llegado a un fin de ciclo, que necesitan reinventarse a si mismos dando un giro a su existencia… ¿no es eso la madurez? El Caballero Oscuro: la leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012) concluye de modo prodigioso un arco temático en el que tras el aprendizaje y la consolidación, llega el momento de la catarsis previa al renacimiento. Sintetizando con pulso firme las líneas maestras de los dos títulos precedentes, Christopher Nolan retoma los estilemas del subgénero relegados en El caballero Oscuro (The Dark Knight. 2008) para superarlos ampliamente con un discurso en el que tienen cabida espiritualidad y existencialismo, crítica social y subversión política, clasicismo narrativo y espectacularidad visual. En las antípodas de la abstracción de calado arquetípico característica del cine de (super)héroes, el cineasta británico contextualiza la acción en un mundo en crisis total, donde los malvados se trasmutan en anarquistas hijos de la revolución y los encargados de combatirlos o están desahuciados o directamente seducidos por el Becerro de Oro. Familiar, ¿verdad? Hay que estar muy seguro de sí mismo para colar semejantes cargas de profundidad en un blockbuster destinado a reventar taquillas around the world, y muy convencidos de su viabilidad económica —los mandamases de Warner Bros Pictures— para producirla. Bendita ambición.
No parece casual que el año que termina nos haya legado tantos héroes obligados a hacer frente a circunstancias terriblemente hostiles, replanteándose por añadidura su lugar en el mundo. Al actor Daniel Craig le ha tocado bregar con el particular descenso a los infiernos de dos prohombres de carne y hueso: el periodista Mikael Blomkvist de Millennium: los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011) asiste impávido a un continuum de horrores conforme va adentrándose en la intrahistoria de una familia de la aristocracia industrial sueca, la cual le devolverá, amplificado, el rostro menos complaciente de la Europa invertebrada. David Fincher se vale de los pasajes más jugosos de la novela original para erigir una película fascinante, de poderosa impronta visual y sumamente incómoda y subversiva en su planteamiento. Sam Mendes, a su vez, profundiza en las rugosidades psicológicas del agente 007 que esbozaron acertadamente sus predecesores en la etapa Craig, alcanzando su cénit en Skyfall (íd., 2012) con un James Bond más vulnerable que nunca, asolado por sus propias inseguridades, el implacable acoso de un alter ego demencial y vengativo y, ante todo, el temor a la desaparición de su (inasumido) referente maternal; todo un psicodrama de espías que aúna espesor dramático, excelencia técnica y vigor narrativo, compartiendo además con El legado de Bourne (The Bourne Legacy, Tony Gilroy, 2012) la renuncia a una visión estereotipada del heroísmo, que en el caso de está última se ve complementada por una contundente diatriba contra el establishment político estadounidense, habitual en la saga Bourne pero considerablemente más entonada en el spin off protagonizado por el acosado Aaron Cross (Jeremy Renner). Los agentes secretos —al igual que los superhéroes— se hacen mayores en el 2012, renunciando a su proverbial unidimensionalidad.
Como no podía ser de otro modo, varios títulos adscritos a la Ciencia Ficción se cuentan entre las superproducciones más logradas —y valientes— del año, seguramente porque al requerir de presupuestos más ajustados sus factotum han contado con mayor libertad creativa para llevarlas adelante. No son dólares precisamente lo que se ha escatimado a la hora de convertir Prometheus (íd., 2012) —el anhelado regreso de Ridley Scott al género— en un espectacular homenaje al outer space clásico aderezado con terrores siderales y especulación filosófica, pero lamentablemente los devaneos de un guión de aluvión, sumado a un reparto descompensado, han terminado por restarle enteros al que estaba llamado a ser uno de los must de la temporada estival. Todo lo contrario que Looper (íd., Rian Johnson, 2012), que partiendo de un texto sólidamente armado plantea una inapelable reflexión sobre la relatividad de lo que consideramos realidad a partir del concepto de paradoja temporal, reflejando con lacerante detalle un futuro deshumanizado y nihilista, eco plausible de nuestro presente. Claro que para descorazonadora la distopía que nos sirve (la muy reaccionaria) Dredd (íd., Pete Travis, 2012), filme asumidamente demodé que recupera los modos del actioner canónico —violencia gratuita y mala baba en dosis generosas— para recrear una sociedad en estado de sitio, en la que la humanidad sobrevive hacinada en favelas verticales y la anarquía post-nuclear ha devenido en delincuencia organizada, ofreciendo a las fuerzas del orden la coartada propiciatoria para ejercer justicia a golpe de pistolón. La mejor Sci-Fi vuelve a ofrecernos, filtrada a través de sus códigos propios, una visión en absoluto edulcorada de lo que nos depara la posteridad.
Llegamos al final de nuestro decálogo anual, convencidos como estamos de que la confianza en el empeño debe ser merecedora de recompensa, ponderando positivamente el regreso de Peter Jackson a su Tierra Media, territorio ficcional deslumbrante donde los haya que luce en El Hobbit: un viaje inesperado (The Hobbit: An Unexpected Journey, 2012) con toda la belleza formal y amor por el detalle que este es capaz de imprimir a sus ficciones, desde el convencimiento de que el cine es, ante todo, técnica, emoción, divertimento. Desprovisto del pesado corsé literario de su anterior singladura tolkiana, su nuevo periplo es una epopeya tan liviana y evocadora como el cuento que le sirve de inspiración, pero considerablemente más épica e hilarante. Pese a las reticencias de muchos, que no le perdonan al pobre hombre vete tú a saber que pecado original, el cineasta neozelandés vuelve a hacer lo que mejor sabe: filmar la aventura como un espectáculo total. Y así, desde ese mundo primigenio en que las razas se unen para luchar contra la maldad y la codicia, hasta las diferentes versiones del nuestro, de un presente —y futuro— asolado por miedos e incertidumbres de toda índole, diez directores con nombre y apellidos —Joss Whedon, Marc Webb, Christopher Nolan, David Fincher, Sam Mendes, Tony Gilroy, Ridley Scott, Rian Johnson, Pete Travis y Peter Jackson— han testimoniado con sus obras que el cine de calidad no deriva exclusivamente de cuotas, prestigios o cenáculos críticos; antes bien, es producto de una mirada relevante sobre la realidad, talento cinematográfico, espíritu de trabajo en equipo. Esperemos que de cara al 2013, en Hollywood y aledaños, continúe la fiesta.