La mejor ciencia-ficción es la que mejor interpreta el presente a partir de premisas imaginarias. Es especulativa en sentido literal, pues intenta descubrir adónde nos lleva la dirección hacia la que estamos caminando como grupo. Situarse en un universo paralelo o futuro le da al género una gran libertad de exploración, de análisis de argumentos hipotéticos que, en buenas manos, son capaces de iluminarnos porque nos permiten contemplarnos a nosotros mismos desde la distancia. Más que de ciencia-ficción, en los mejores ejemplos se podría hablar de una ciencia ficticia, cuyos objetos de estudio son el hombre y las sociedades humanas contemporáneas a la obra. Esto tiene un potencial de responsabilidad equiparable a veces al de la filosofía, ya que cada buena idea que sostiene una historia es una oportunidad para profundizar en nosotros mismos de una manera que difícilmente podríamos conseguir por otros medios. Así que en un resumen como éste la primera pregunta obligada es: ¿ha estado la ciencia-ficción del 2012 a la altura? Es fácil ver que, al menos desde una perspectiva occidental, la exigencia ante nuestras convulsiones actuales no puede ser la misma que la de los 90. No deberíamos conformarnos con un cine de género sólo agradable, inocentón cuando no decididamente infantiloide. Deberíamos pedir películas que de verdad nos ayuden a entender mejor lo que está pasando en esta época de transición, que desarrollen posibles futuros —no todos los que nos aguardan son distópicos— al final de este camino que estamos recorriendo. Sin embargo, no sucede así. Es probable que sea porque Estados Unidos, donde se hacen las películas de ciencia-ficción, se ha escapado de momento de la «rebelión de las élites» (Lasch), o porque ya estaban inmersos en ella y lo que nosotros estamos llamando «crisis» no les ha supuesto un cambio radical ni un trauma. Y si en Estados Unidos no hay conmoción, difícilmente puede reflejarse en las producciones de un género que sale mayoritariamente de allí. En Europa todavía tenemos cierto complejo highbrow y nos cuesta hacer cine de ciencia-ficción, por lo que poco podemos esperar de nuestros creadores, todavía presos de absurdos prejuicios y de géneros, esos sí, menores, como el thriller. En todo caso, Estados Unidos parece tener muy próximo un verdadero apocalipsis financiero, del que podemos anticipar una nota de esperanza: cuando Hollywood (si sobrevive) no pueda mirar hacia otro lado, tendrá que retratar lo que realmente hay, y para ello probablemente seguirá contando con el mismo apego al género y alguien habrá que lo hará inteligente o, como mínimo, consciente. De momento, en 2012 prácticamente no ha habido ecos cienciaficcioneros de la revolución neoliberal en las pantallas, más allá de un par de ejemplos —como Cosmópolis (Cosmopolis, David Cronenberg, 2012) o El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012)— que, sin pertenecer estrictamente al género, sí comparten código estético e intenciones con él.
Entonces, ¿qué es lo que sí nos ha dado la ciencia-ficción este año? Pues un abanico de títulos que nos ofrecen un recorrido casi completo por los distintos acercamientos posibles a la forma de hacerlo. Ningún clásico a la vista, aunque sin duda Prometheus (Ridley Scott, 2012) se colocará en una digna posición cuando se contemple con perspectiva, una vez pasado el contexto hostil en el que ha sido recibida; más aún si las siguiente entregas están a la altura. Hemos tenido una serie de distopías tradicionales, cada una con su personalidad pero sin elementos rompedores y, sobre todo, pese a sus aciertos, con incapacidad o falta de voluntad manifiesta de desarrollar argumentos que tienen potencial en la casilla de salida: Dredd (Pete Travis, 2012), Los juegos del hambre (The Hunger Games, Gary Ross, 2012) y Desafío total (Total Recall, Len Wiseman, 2012). Looper (Rian Johnson, 2012) es una buena aproximación a los viajes en el tiempo, con espíritu casi de novela de Bester, mientras que Chronicle (Josh Trank, 2012) es un apasionante y apasionado hijo de nuestra época ético-tecnológica. Por último, hemos tenido una estupenda serie B de las de toda la vida en La hora más oscura (The Darkest Hour, Chris Gorak, 2011), así como un curioso acercamiento local(ista) a las invasiones alienígenas en Extraterrestre (Nacho Vigalondo, 2011).
Puede que hasta cierto punto fallida, pero la más interesante ha sido Prometheus. Scott vuelve al universo de Alien, el octavo pasajero (Alien, Ridley Scott, 1979) para hacer lo que ha querido evitando lo derivativo, sin miedo a alienar (con perdón) a los seguidores de su universo, convertidos a menudo en defensores implacables y talibanescos de la «mitología original». Manteniendo un mismo trasfondo de gran belleza estética y de oscuridad general, lo que propone Scott en 2012 no es ya un virtuoso ejercicio de terror, sino un intento de buceo hasta lo que hay tras el vacío contemporáneo: la orfandad de Dios. Prometheus asume que no nos gusta estar solos en el universo, pero también que ya vivimos en el mundo material y que hoy por hoy no podemos volver a una religión metafísica. Por eso, nos regala una nueva cosmología, en la que no hay lugar para nada que escape a la posibilidad de ser explicado en esta realidad. Es una mitología de la creación del hombre en la que, como difícilmente podría ser de otra manera en la modernidad, todo es potencialmente comprensible. Quizá no para nosotros, no a nuestra escala y con nuestras capacidades, pero nos basta con saber que sí se puede hacer. Al mismo tiempo, esto enlaza con el gran problema ético de nuestro tiempo: la responsabilidad. Los Ingenieros de la película cumplen una función que nos tranquiliza, la de eximirnos de culpa por nuestra tontuna. Ellos, nuestros nuevos dioses, también son en el fondo más bien tontos y están presos de sus pasiones y cometen errores fatales, así que podemos achacarles todos nuestros males. Como dicen ahora todos los acusados de corrupción y similares para justificar sus desmanes, no somos más que unos mandaos o unos ignorantes. El único insatisfecho con esto es precisamente el androide que, como en la mejor tradición del género —la de Data, la de la propia saga de Alien—, es más humano que los humanos y nos sonroja al desnudar nuestra incapacidad y bajeza. Sí, el guión es vulgarote, pero Scott se sobrepone a él como mejor sabe, creando un mundo. El maravilloso prólogo tiene más que sombras de lo sublime, confrontándonos con unas épicas notas trágicas a las que la pobre humanidad nunca podrá aspirar por su pequeñez cósmica. Y el planeta en el que todo sucede está vivo, respira, amenaza y hace minúsculos a los personajes, es indómito y, sobre todo, transmite la sensación de ser un lugar indiferente a los hombres, que ni se molesta en rechazarlos porque no son más que unas hormigas paseando unos segundos sobre un milímetro de la infinita piel de los eones.
Prometheus no es que sea una cima de la sutileza, pero no tiene la vocación directa de las distopías que este año nos han tocado en suerte. Todas ellas tienen dos cosas en común: parecen fuera de tiempo con argumentos más propios de los últimos veinte años que de nuestras preocupaciones actuales; y desaprovechan por completo un mundo prometedor, abandonando toda exploración de sus implicaciones en cuanto se les presenta la ocasión de entregarse a la acción pura. El caso más sangrante es el de Desafío total, con un arranque intrigante que hace esperar una potente parábola sociopolítica de lucha de clases. Pero bien pronto se convierte en una persecución tras otra, filmadas de forma rutinaria aunque, eso sí, en un entorno infográfico realmente espectacular, más que deudor de Blade Runner. Nada queda de espíritu crítico a la media hora, como nada hubo de la demencia del original de Verhoeven, ni de Dick, desde el minuto cero. Por su parte, Dredd es una pequeña sorpresa, relativamente elegante en su brutalidad, aunque ni rastro de las complejas preguntas que suscita la existencia de policías-jueces; la buena noticia es que, al menos, no los defiende tan abiertamente como la sosísima versión que protagonizó Stallone. Es disfrutable en una tarde perdida por su adecuación a su falta de pretensiones, si bien por momentos parece una adaptación poco disimulada de la mucho más cazurra The Raid (Serbuan maut, Gareth Evans, 2011). La más lograda del grupo resulta ser Los juegos del hambre, pese al empeño de su director en hacerlo todo mal. Un comienzo desastroso deja paso, en cuanto se entra en materia, y con la impagable colaboración de la adorable Jennifer Lawrence y de una sana carencia de sentido del ridículo, al principal logro de la película: consigue hacernos disfrutar del aberrante concurso-ritual que pone como ejemplo monstruoso de una sociedad enferma, no tanto desde un segundo nivel observacional distante y metarreferencial, sino más bien desde el placer directo de vivirlo como si realmente estuviéramos viéndolo por la tele y con ganas de comentarlo en el bar. Así, su mayor mérito es más bien demérito nuestro, puesto que nos hace sentir culpables demostrándonos que es totalmente plausible que pudiéramos vivir en una comunidad así y caer atrapados en sus mismos mecanismos de opresión… si es que no lo estamos ya.
Looper es una especie de distopía indirecta, puesto que el futuro terrible apenas es entrevisto y, de serlo, se parece demasiado a nuestro presente como para extrañarnos —no hace falta retocar mucho el skyline de Shanghai para viajar unas décadas hacia el ecuador del siglo XXI—, lo que es por supuesto un logro. Su ingenioso punto de partida es el más literario de todos los que estamos repasando aquí y, ante todo, obliga a empezar a tener en consideración a Rian Johnson, director y guionista; sólo a partir de ahora, no desde la aburrida y sobrevalorada Brick (2005). Looper es un ejercicio de precisión, en parte siguiendo la estela de perfección de Christopher Nolan pero, como éste, cayendo en una cierta frialdad y artificialidad. No es que la película se quede corta, es que su límite se agota pronto. Es cierto que es un divertimento que funciona por completo, que de paso nos recuerda que el dinero es muy malo y el poder peor. Sin embargo, parece haberse autoimpuesto un control total que no le permite escarbar un poco en la vieja pregunta de «¿Irías al pasado a matar Hitler si pudieras viajar en el tiempo?». La necesidad de que todo encaje impone a Johnson el dejar a un lado los dilemas éticos y sociales que están ahí, esperando ser planteados cuando les llegue un turno que, lamentablemente, saben que no se les va a conceder. Sea como sea, es difícil olvidar momentos visuales como los de la súbita aparición y muerte de los enviados desde el futuro, o las intensas explosiones de mutantismo deudoras de La furia (The Fury, Brian De Palma, 1978).
La que fue una de las mejores películas de ciencia-ficción —o de las mejores películas a secas— de la pasada década, Monstruoso (Cloverfield, Matt Reeves, 2008), sigue dejando un reguero de vástagos bastardos como testimonio de su grandeza. La absurdamente denostada La hora más oscura no deja de ser una degeneración del original pero, de puro simplona, es un encantador entretenimiento de primera, de esos que recuerdas con una sonrisa durante mucho tiempo; a condición, eso sí, de que te hayas lanzado a verla sin expectativas, con la guardia baja y tras firmar la innegociable prohibición de un segundo visionado. Vigalondo hace algo bien diferente a Monstruoso pero, no obstante, su Extraterrestre podría pasar por un spin-off. Como se repite en cada crítica, las naves espaciales no son más que el desencadenante de todo lo que ocurre. Sin embargo, hay que recordar que sí es una película de ciencia-ficción, que las naves están efectivamente ahí y que sin ellas, de verdad, nada habría pasado. Así que, mientras esperamos a Chema García Ibarra, Vigalondo sigue siendo la apuesta segura de la ciencia-ficción española militante. Y es que aquí los alienígenas no son una mera excusa sustituible por cualquier otra más terrenal, sino algo que late constantemente tras la acción y que le da un toque especial. Pero es cierto que Extraterrestre es, por encima de todo, una buena muestra de lo bien que se nos da por aquí hacer comedia de lo cotidiano, con momentos genuinamente divertidos y sin complejos. El tercer hijo que le ha salido este año a Cloverfield es Chronicle. Y es su hijo más guapo. Chronicle se sitúa in medias res de nuestro vida diaria, como una historia con la que nos encontramos entre mensaje y mensaje del WhatsApp. No sólo comprende intuitivamente las grandes virtudes de nuestro momento histórico, la mayoría derivadas de la tecnología y unas cuantas de la libertad nihilista, sino que las pone en práctica con admirable virtuosismo —hay algunas piruetas visuales que son para levantarse y aplaudir— y sentido de la maravilla y, como la mejor ciencia-ficción, las lleva hasta sus últimas consecuencias. Que son desastrosas, por supuesto, pero más por la parte de la falta de moral y de las debilidades humanas que por un miedo a lo desconocido tecnológico (el muy frecuente «tecnorromanticismo» de Molinuevo). Pero tampoco hay aquí moralismo, porque no se habla de la condición humana sino que se establece una gran empatía con un momento concreto de ella, la adolescencia, quizá el único en el que podemos permitirnos un relativismo moral. Como los responsables de Project X (Nima Nourizadeh, 2012), Trank sabe bien que estar en esa etapa de la existencia no se puede analizar, solamente vivir. Por eso ambas películas se empapan de sus personajes y toman la máxima intensidad posible como principio estético, culminando en la realidad con la que sueña todo adolescente: la destrucción de todo. Algo que es un gustazo ver en una pantalla en unos momentos en los que tanto necesitamos catarsis y que la ciencia-ficción, género cerebral e intrínsecamente optimista —habla de un futuro porque cree en un futuro—, no se suele permitir.