Hace unos días, el 21 del 12 del 12, esperábamos el Fin del Mundo. Era una interpretación errónea de un calendario equivocado. Había quien se preparó para el desplome de la bóveda celestial en forma de lluvia de meteoritos o impacto con otro asteroide. Algunos se entrenaron para luchar contra la invasión zombie o extraterrestre y los menos huyeron a las montañas tratando de evitar la inundación masiva causada por un súbito deshielo de los casquetes polares. Como podemos ver nada de esto sucedió. No porque no terminase el mundo, sino porque no terminó del modo, de los modos, en que esperábamos, a imitación de lo que hasta ahora veíamos en las pantallas. De hecho el mundo, el mundo que conocíamos y en el que nos movíamos con cierta seguridad, ya había terminado tiempo atrás y los zombies somos nosotros. La realidad nos mata; pero más prosaicamente, sin fuegos de artificio, mediante recortes del estado del bienestar, con aumento de la precariedad, impuestos asfixiantes y tasas bancarias que benefician a unos pocos. Y, entretanto, los políticos se dedican a la vanagloria y a complots diversos por el poder. Ese es el auténtico final del mundo. La realidad es una enfermedad crónica que mata lenta, suavemente.
La realidad supera a la ficción. Tal vez por ello la ficción ha decidido imitar a la realidad, compararla, mimetizarla. No es nuevo; pero este 2012, si cabe, ha aportado más ficciones que en años anteriores que han bebido directamente de los noticieros y las primeras páginas de la prensa internacional. No me refiero, sin embargo, a las obras de luchadores sociales y cinematográficos como Loach y Laverty, como Bollaín o Trapero. Películas tan diversas como Declaración de guerra (La guerre est déclarée, V. Donzelli, 2011), Take Shelter (J. Nichols, 2011), Bestias del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild, B. Zeitliln, 2012) Life Without a Principle (Dyut men gang, J. To, 2011), Cosmopolis (D. Cronenberg, 2012), El capital (Le capital, Costa-Gavras, 2012), Mátalos suavemente (Killing Them Softly, A. Dominik, 2012) , Los idus de marzo (The Ides of March, G. Clooney, 2011) o la televisiva Homeland se refieren muy directamente a temas de actualidad, sociales, económicos o políticos.
La precariedad
Valerie Donzelli a un lado del Atlántico, Jeff Nichols y B. Zeitlin al otro, recurren a la fábula para contemplar el drama de diversos personajes abandonados por la suerte y por el sistema. En el primer caso, una joven pareja recurre a la sanidad pública para conseguir cura para un hijo enfermo de cáncer. Aunque la primera orientación que reciben es errónea, aunque deben asumir papeleo y distanciamiento, la directora opta claramente por la defensa del sistema público. Muchos rehusaron el estilo de comedia francesa, canción incluida, para presentar un drama familiar. Pero el mérito de Donzelli era precisamente traspasar a la pantalla su historia real sin caer en reduccionismo ni en sensiblería y, simultáneamente, en elevar la anécdota personal al nivel de reivindicación social del estado del bienestar. Nichols también presenta la historia de otra pareja en precariedad laboral con una hija afectada de sordera crónica. Su opción recurre a la ciencia-ficción para vincular las pesadillas de una mente enferma con las pesadillas reales de los blue collar americanos, desprovistos de la cobertura sanitaria (que sí disfrutan en Francia y aquí, hasta ahora) y que tantos disgustos ha causado a Barack Obama en su intento por implantarla, aunque sólo sea parcialmente. Nichols integra con habilidad las secuencias domésticas, el sufrimiento por llegar a final de mes, con las secuencias más alucinatorias. Y si ambas propuestas eran claramente orientadas a un estilo fabulado, aunque actualizado en su forma, la obra de Zeitlin recupera el ambiente de Donde viven los monstruos de Maurice Sendak para narrar las peripecias de Hushpuppy, huérfana de madre e hija de alcohólico, que convive en una zona asilvestrada con una banda de desarrapados. La tierra inundada y el muro que separa dos mundos, claramente referenciada con la Nueva Orleans post Katrina, es descrita en un tono tan feísta como edulcorado, Zeitlin sólo encuentra en la fantasía la salida para una sociedad que cada vez está más cerca de ser white trash.
Los valores
Ni la solidaridad ni la compasión ni nada parecido. Los valores que rigen ahora son los de la Bolsa, de las acciones, los de un cash flow virtual que encumbra o hunde personajillos, personajes y sociedades enteras. Si los protagonistas de las cintas antes referenciadas eran miembros de la clase trabajadora, atribulados por su integridad física, vinculados a un entorno familiar o social, los protagonistas de las cintas que comentamos ahora no tienen otro interés que el bancario, otro futuro que el de sus inversiones. Ni escrúpulos ni consideraciones para un prójimo, para una sociedad, que parecen ignorar.
Diferentes autores se han enfrentado a este tema y no nos sorprende por supuesto encontrar a Costa-Gavras en este grupo, aunque lo sorprendente es que al abandonar su habitual severidad consigue una de sus obras más efectivas. El ascenso de Marc Tourneil, un tiburón en un mar de escualos, el triunfo de la falta de escrúpulos, no son nada nuevos en el cine. Sin embargo la capacidad didáctica del griego va de la mano de un sarcasmo que ilustra al espectador mediante una narrativa tan eficaz cinematográficamente como útil para comprender porque nos acercamos a la miseria y porque los bancos son rescatados. Algo así como si los cómic de Aleix Saló, Españistán o Simiocracia, se hubiera editado en versión largometraje.
Tal vez demasiado duro para Estados Unidos para enfocarlo desde el punto de la tragedia, Andrew Dominik (neozelandés), por un lado, y David Cronenberg (canadiense), por otro, se inclinan por la ironía para contemplar diferentes aspectos del proceloso mar de los negocios. Dominik lleva el código de los negocios al mundo del hampa, con personajes que planifican, evalúan riesgos y pérdidas de valores o inversiones cuando la consecuencia inmediata serán disparos y asesinatos. Dominik sigue la teoría y práctica de Jackie, un asesino profesional a quien sólo le parece importar su sueldo y que sus víctimas no le recuerden que las está asesinando, mientras puntúa la acción con noticias de las elecciones americanas y de declaraciones de Obama. La muerte es un negocio para algunos, un proceso con ciertas pérdidas colaterales para otros y no hay tanta diferencia con los juegos que tienen lugar en torno a la Bolsa.
Cronenberg (De Lillo mediante) hace un análisis social impresionista al sumergirnos en esta Cosmopolis llena de detalles absurdos y retazos de historias. Un mundo repleto de vanidad, un personaje henchido de orgullo y, sobre todo, mucha frialdad. La epopeya del multimillonario veinteañero que atrapado en un tráfico cenagoso recibe visitas en su limusina es la perfecta metáfora de aquellos individuos que ignoran por completo las consecuencias de sus acciones en el resto de la sociedad, básicamente porque se esfuerza en ignorar al resto de la humanidad, salvo en aquellos casos que le permiten un placer inmediato o una inversión. A la exquisita puesta en escena que utiliza todos los ángulos posibles del reducido espacio para retratar al personaje, hay que añadir una banda sonora que anula todo sonido procedente del exterior y acentúa así su aislamiento absoluto de la realidad del otro lado del cristal. Eric Packer trata de digerir la traición del yen que ha causado su ruina, algo más desconcertante que angustioso por lo improbable de lo sucedido frente a sus cálculos y previsiones. Mientras el automóvil se desplaza y la narración es puntuada con sucesivas visitas a su cubículo, como si de los pasos de un vía crucis se tratase, el millonario inversor es completamente indiferente a los conflictos que se desarrollan en el mundo exterior. Recibe las visitas de colaboradores y putas (¿son lo mismo?) que justifican, analizan y le exoneran de su ascenso y caída. Costa-Gavras plantea que las maquinaciones de sus personajes, ansiosos por incrementar su fortuna, son producto de una actitud infantil, de un juego en el que el resto de la sociedad no es sino un conjunto de peones a sacrificar. Cronenberg mantiene, con un punto irónico, tesis semejantes. Su precoz millonario escucha embelesado a sus gurús particulares como los ejecutivos que tratan de asimilar las normas del Libro de la Guerra o las master classes de las escuelas de negocios. Cronenberg nos permite saber, sin embargo, que sólo la consciencia de la diferencia, la próstata asimétrica, le revela, levemente, una fragilidad que no comprende. En una pirueta final le enfrentará a una némesis que no quiere destruirle por odio sino por envidia, incluso por frustración ante su propia derrota. El prolongado, complejo, asfixiante discurso, sorprende en una cinta de Cronenberg, incluso con el antecedente de su obra anterior, Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011); no obstante la paranoia del protagonista y su inclusión en una sociedad tan dolida como abstracta tienen mucha relación con los mundos desintegrados y pesadillescos de Crash (1996) o Spider (2002).
Life Without Principle, por su parte, carece de la brillantez formal de otras obras de Johnnie To o de la elaborada puesta en escena de Cosmopolis. Pero es tan contundente y lúcida como las anteriores, aportando ahora el punto de vista desde Asia. Mezcla de hasta cuatro historias, el eje de la cinta radica en la estructura financiera de la nueva China, absolutamente capitalista pese a su definición oficial, y en cómo esta estructura devora a sus habitantes: jóvenes funcionarios con dificultades para pagar una nueva vivienda en una megalópolis como Hong Kong dónde los grandes edificios crecen en las laderas recortando los parques naturales; agentes bancarios que venden productos tóxicos para no ser despedidos por bajo rendimiento laboral a ancianas incautas, victimas de la crisis inmobiliaria y financiera; ancianos que matan por un cuartucho en una pensión patera; prestamistas que triunfan especulando y asfixiando económicamente a jefecillos mafiosos; bandas de gánsters cuyas dinámicas y planos de poder son dinamitados ante los nuevos mecanismos de enriquecimiento… Más compleja y tan irónica como la obra de Costa-Gavras, Life Without Principle es una de las injusticias de la exhibición insuficiente puesto que, como El capital, merecería ser proyectada para información de toda la población. El brillante argumento que lleva del abuso de los bancos al inesperado auge de un sicario con pocas luces, del drama a la comedia, del thriller al cine político, honran a un director como Johnnie To que supera el discurso de las cintas previamente comentadas.
El horror, según Occidente
A la espera de La noche más oscura (Zero Dark Thirty, K. Bigelow, 2011) Homeland es la mejor prueba de la capacidad de la realidad por poseer la narración audiovisual (y podríamos decir que cinematográfica). O, también, la descripción fidedigna en versión thriller que la Fox nos presenta de la política americana, de sus temores, sus pesadillas y sus contubernios. Iniciada como una obra de espías, con referencias muy claras a las dos versiones de El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, J. Frankenheimer, 1962; J. Demme, 2004). La producción de Michael Cuesta no tarda en revelar una gran ambición al integrar en su argumento, en sus imágenes, el 11 de setiembre USA, los discursos de Obama, los reportajes de Al Jazeera y la caza de Osama Bin Laden por parte del Pentágono y los Marines. Aparentemente adornada con conflictos familiares y sentimentales, que en realidad son herramientas para hacer avanzar la trama, Homeland pone sobre el tapete la falta de ética de la CIA y determinados agentes de Pentágono y Gobierno. Por supuesto (la serie es de la Fox), los terroristas son tan crueles como ellos y el traidor a la patria se arrepiente de su acción y reivindica sus acciones no como un acto contra Estados Unidos sino como una venganza contra los culpables de ciertas matanzas de civiles en Irak. Pero Homeland consigue alejarse del maniqueísmo no sólo con la tensión dramática sino también con el mimetismo de determinadas escenas. Hace poco veíamos en prensa la fotografía del gabinete de crisis observando ante una pantalla la captura en directo de Bin Laden. Homeland utiliza esta iconografía e incluso la subvierte, alterando la resolución por implicación directa del protagonista. En el último capítulo de la segunda temporada va más allá al permitirnos ver aquello de lo que la CIA nos privó en su momento. Los ritos fúnebres y sepelio en el mar de los restos mortales del terrorista. El cine mimetiza la realidad. Tal vez en diez años recordemos ésta como la imagen real de lo que sucedió.
Sin embargo en los movimientos estratégicos de los analistas de la CIA y el Pentágono, en las decisiones políticas, no se transparentan decisiones reales que afecten al dia al dia de la población, americana o mundial, más allá de las acciones bélicas. Si valoramos Los idus de marzo podremos comprenderlo. El idealismo de su protagonista tiene un límite y pronto acepta su auténtico rol en el juego electoral. Como asesor de imagen, como portavoz, debe vender un producto y lo hará en función de resultados, dejando de lado consideraciones éticas. A imagen del producto que vende, un candidato a la presidencia de Estados Unidos, el desencantado joven optará por enterrar sus ideales. La carrera política se reduce a una estrategia de imagen, a la venta de un producto muy bien presentado, con lemas grandilocuentes, pero vacío en su interior. No hay pues crítica alguna en Los idus de marzo hacia la política yanqui como tal. Tal vez por que se centra en los métodos de campaña. Pero, muy posiblemente, por que, más allá de las estrategias de Senado y Congreso, más allá de los juegos de guerra, la política americana se escribe con minúsculas, quedando supeditada a una auténtica política dictada por los lobbies y los bancos que determinan el auténtico curso de la humanidad.
Hablamos de cintas muy diversas, por supuesto, pero cuyo denominador común es la aproximación rigurosa a situaciones propias de la realidad. Si el documental ha dejado de ser completamente real para transmitir mejor la realidad, la ficción sigue ahora el camino inverso En nuestro entorno, por supuesto, precisaríamos historias en las que los protagonistas aparecieran en canales estatales o privados y citaran, sin tapujos, a Bankia, la CAM, Rato, Rajoy o Mas. Y en cuyo centro los personajes hablasen de paro, precariedad, falta de valores y del horror ante una palabra abstracta, economía, que encarna todas sus pesadillas.