Lo imposible

Éxito, fracaso

Como no me encuentro entre los puristas que entienden que solo merece ser visto —algunos dirían que solo merece ser hecho— el cine con ambiciones intelectuales o capacidad de trascendencia, no me siento especialmente incómodo hablando de uno de los grandes éxitos del cine español de este año, que además ha trascendido fronteras. Quien crea que la industria cinematográfica —porque un arte donde la obra cuesta del orden de millones de euros, es una industria además de un arte— puede mantenerse con películas minoritarias es que ama poco el cine o no comprende debidamente el funcionamiento de nuestra sociedad. Así pues, películas como Lo imposible, no solo son necesarias, sino que su existencia, y más en nuestros días, debería ser saludada con entusiasmo. Otra cosa es que deban ser colocadas en el lugar que les corresponde, evidentemente.

Juan Antonio Bayona y Alejandro Amenábar son los dos Spielberg españoles. Ya lamento que para los fan de Spielberg esto pueda ser algo parecido a un sacrilegio, pero como tampoco me encuentro entre ellos, no puedo compartir ese desasosiego. Del mismo modo que el cineasta estadounidense, uno y otro hacen cine para agradar al público mayoritario y recaudar dinero, sin que ello sea óbice para que, con mayor o menor fortuna, introduzcan reflexiones sobre diversos temas de su interés; temas en los que ambos coinciden con Spielberg, en algunos casos, como ocurre con la familia y la infancia en Bayona o con la tolerancia moral en Amenábar. Las semejanzas podrían seguir desarrollándose en el terreno del detalle, pero no es el asunto de este artículo; solo destacar finalmente que los tres cineastas —y eso teniendo en cuenta la todavía corta carrera de los dos españoles— también comparten el tener en su haber, en mi opinión, buenas (La lista de Schindler, Mar adentro, El orfanato) y mediocres películas (Always, Tesis, Lo imposible), aunque en el caso del estadounidense, que ha firmado 51 filmes, entre cortos y largos, abundan más las unas y las otras.

Hecho este preámbulo y constatado el éxito con pocos precedentes de Lo imposible (según datos del Ministerio de Cultura a 6 de enero de 2013, 5.550.046 espectadores y 38.631.695,82€), es imprescindible situarla cinematográficamente. Cine «de catástrofes», «basado en hechos reales» y a medio camino entre el drama y la aventura, logra una mixtura genérica que conecta perfectamente con muchas de las preocupaciones de la sociedad contemporánea, al menos preocupaciones a flor de piel. Todo ello sin necesidad de buscar imágenes eufemísticas sobre la catástrofe (el tsunami que asoló Tailandia en diciembre de 2004), que no molesten al espectador medio —algo que sí hace, y abundantemente, el cine estadounidense—, hasta el punto de que en una de las escenas más duras se han sucedido episodios de desmayos en los cines españoles. Por supuesto que, para lograr el éxito, Bayona no centra su atención en la parte escabrosa de un desastre de esas dimensiones, sino en lo que tiene de aventura épica —sin esconder su final: el tráiler lo anuncia ya, no sabemos si en un alarde de honestidad o más bien de torpeza publicitaria, aunque viendo el resultado no parece que lo segundo—, es decir, en la capacidad del ser humano para salir adelante de las peores circunstancias, sumadas, además, en este caso, al azar benefactor. Un mensaje nada desdeñable en tiempos de crisis y de ahí, también, parte de su triunfo.

La película no es ni, creo, pretende ser, nada más ni nada menos que eso. La necesidad de reiterarse en lo emocional y en lo terrible hace que el relato apenas tenga tiempo para que conozcamos de verdad a los personajes, ni nos sintamos profundamente identificados con ellos, aunque sí con su periplo y sus circunstancias. Se trata de perfiles carentes de aristas o conflictos, donde casi cualquier característica personal previa o posterior a la catástrofe apenas si existe, de manera que el relato se circunscribe demasiado esquemáticamente a los contornos del episodio vital que se nos cuenta. Para los espectadores más experimentados, la lágrima anunciada desde el tráiler y enunciada casi desde el principio hace difícil que se produzca la emoción verdadera, pero no cabe duda que poner en imágenes eficazmente lo extraordinario de una historia como la que cuenta Bayona casi obliga al espectador a sentirse concernido por ella.

Parece que a estas alturas debe darse por supuesta una cierta competencia técnica, sobre todo a partir de un presupuesto determinado, como los 30.000.000€ estimados que costó este filme; sin embargo, Jan de Bont se gastó en el ya lejano 1996 más del triple (92.000.000$) en rodar otro filme «de catástrofes» (Twister), con resultados ni más ni menos brillantes que en Lo imposible. Quiero decir con esto que la capacidad financiera de una producción no se corresponde necesariamente con su pericia técnica y, por tanto, que debemos valorar en su justa medida la habilidad de Bayona —de calculada espectacularidad en la secuencia del tsunami y de la consabida transparencia hollywoodiense en el resto del metraje, no sin tener en cuenta la dificultad añadida del rodaje en exteriores—, ya demostrada sobradamente, por cierto, en El orfanato.

Uno de los problemas fundamentales de Lo imposible, para poder ser considerada algo más que un correcto filme comercial bien rodado, es que apenas si deja poso en el espectador, más allá de los diversos impactos emocionales y —sí, también— sentimentales que disemina con astucia a lo largo de su relato. La carencia de densidad dramática, el carácter meramente enunciativo a ratos del esfuerzo sobrehumano de los personajes por sobrevivir y, en fin, su final previsible y escasamente sugerente, nos deja con una indiferencia frustrante, quizá solo matizada por el insoslayable reconocimiento de la capacidad del ser humano para resistir en los contextos más adversos, única idea de mérito, nada original por otra parte, que Bayona logra fijar esforzadamente entre los fotogramas de su película.

Lo imposible, pareciendo querer ser un gran éxito comercial, lo está siendo; pareciendo pretender impresionar al «espectador mayoritario», lo ha conseguido; conformando un relato eminentemente «de sentimientos», ha logrado emocionar a un buen número de quienes la han visto; pretendiendo, seguro, superar fronteras, este es y será con certeza otro de sus éxitos; si lo que Bayona deseaba, además, era colocarse él y colocar al cine español en el escaparate preferente del cine mundial, sin duda también lo ha conseguido. Más allá de los pobres matices apuntados, sin embargo, apenas pueden anotarse grandes logros en lo referente a su capacidad de poética cinematográfica, pues su estilo queda perfectamente encorsetado entre los cánones empobrecedores del cine comercial estadounidense contemporáneo. Si una película, como creo evidente, es una obra en la que todo esto ha de ser considerado, si bien no en pie de igualdad pero sí al menos bajo unos mínimos de sentido común, parece difícil, si se quiere ser razonable, afirmar que el último filme de Bayona es un fracaso; pero tampoco se puede —a no ser que él quiera ser un cineasta comercial más, capaz de recaudar unos cuantos millones de euros cada ciertos años—, bajo ningún concepto, considerarlo un éxito.