Más allá del Río Grande (The Wonderful Country, Robert Parrish, 1959)

Río Grande, al final de la escapada

Western. John Ford, Eastwood… Si hacemos memoria: Hathaway, Hawks, Mann y Sturges. Vía Tarantino, los más jóvenes alcanzan a identificar a Leone y Peckinpah. Si somos muy cinéfilos, pensaremos en Boetticher, Fuller, Hellman y Ray, sin duda. Pero a todos ellos, a sus obras, cabe la posibilidad de añadir una obra tan grande y fronteriza, de un director menor: Más allá de Río Grande (The Wonderful Country, Robert Parrish, 1959).

No es Parrish un director excesivamente reconocible ni reconocido, pero su carrera tiene miga. Empezó como actor infantil y apareció en Amanecer (Sunrise, F.W. Murnau, 1927) y Luces de la ciudad (City Lights, Charles Chaplin, 1931), entre otras; siguió como montador (con Rossen, Cukor y Ophüls); y se pasó a la dirección de cintas de acción para televisión y cine, entre las que destaca otro western, Más rápido que el viento (Saddle the Wind, 1958), y las cintas en las que dirigió a Peter Sellers como 007 (Casino Royale, 1967) o en un papel de torero en Barcelona (El magnífico bobo, The Bobo, 1967). Asumió un inicialmente simpático proyecto de Gerry y Silvya Anderson (creadores de la serie Los Guardianes del Espacio (Thunderbirds, 1965-1966)) llamado Más allá del sol (Doppelgänger, 1969), trabajó en un thriller seco con Caine, Quinn y Mason —Contrato en Marsella (The Marseille Contract, 1974)— y cerró su filmografía con un documental a cuatro manos con Bertrand Tavernier (Mississipi Blues, 1983).

Pero Tavernier no es su única conexión con los chicos de Cahiers de Cinéma. En una filmografía que es como un cajón de sastre, Parrish llevó a cabo la que tal vez sea su mejor obra; a caballo de dos países, entre dos géneros, entre dos concepciones del cine. Mientras Jean-Luc Godard deja a espectadores y críticos sin aliento, Parrish lleva con discreción el western del clasicismo a la modernidad en una sola película que puede servir de referente a, por ejemplo, Monte Hellman, incluso más que la línea trazada por los franceses en sus experimentos visuales. Más allá de Rio Grande narra la historia de Martin Brady, extranjero en su propio país, apátrida a la fuerza, mejicano para los gringos y gringo para los mejicanos. Un personaje triste en el corpachón y la cara de palo de Robert Mitchum, fugitivo de la justicia por un crimen cometido en defensa propia, que no ha gozado regresar a su país y que trafica con armas de uno a otro lado de la frontera. Al inicio de la película, arrastrado por la saudade, Brady decide arriesgarse y atravesar el Río Grande, no tanto para cumplir con su profesionalidad y completar el encargo entregando personalmente un carro de rifles, como para pisar la tierra que echa en falta. Y, como está predestinado en esta historia con un punto de tragedia, Brady topa de bruces con la tierra deseada pero se fractura la pierna y queda varado entre dos mundos. A partir de aquí, Parrish desarrolla una historia repleta de elipsis y anticlímax.

El argumento (un fugitivo que pierde su oportunidad de redención y debe huir de nuevo, cruzar la frontera en sentido inverso y acaba siendo perseguido por todos) no es nada nuevo, y la historia, originada en una novela de Tom Lea de 1952, tiene varios puntos en común con la historia de Michel Poiccard, un ladrón de poca monta que tratando de recuperar su dinero mata a un policía y empieza a ser perseguido por toda la Sûretè francesa y por una banda de asesinos, con lo que acaba siendo acorralado cuando trata de huir con la mujer a la que cree amar… ¿Les suena? Truffaut ideó la historia y se rodó prácticamente a la vez que Más allá del Río Grande. Es, por supuesto, Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960) y es considerada por algunos como el inicio del cine moderno.

Parrish no tiene la (forzada) voluntad rompedora de Godard. No hay saltos de raccord ni de eje, luce un ritmo más tranquilo y, desde luego, no goza de la fama de su contemporánea. Sin embargo, hay en ella una fluidez basada en el ritmo interno de cada escena y en el uso del paisaje, como en las numerosas elipsis que serían propias de la modernidad: sabremos de los antecedentes de Brady a un lado y al otro de la frontera, pero no veremos ninguna escena que los refleje; el carro de armas desaparece sin que lleguemos a saber quién, cómo o dónde lo ha robado; los indios son una amenaza constante, pero no se materializan en pantalla hasta el final, después de haber diezmado un rancho y un destacamento de la caballería en secuencias que tampoco vemos; el gobernador mejicano amigo de Brady también es asesinado fuera de campo (de hecho su muerte se cita de pasada); y el duelo final se basa en una cabalgada hacia el horizonte y un par de disparos. Sin renunciar completamente a su clasicismo, Más allá de Río Grande es en ocasiones tan escueta como el cine de Budd Boetticher o de Monte Hellman. Como este último, Parrish basa la historia más en los anticlímax que en la acción.

Sus personajes, tanto Martin Brady como Helen Colton (la mujer de la que enamora Martin), también tienen algo de la modernidad; son personajes a la deriva, arrastrados por sus circunstancias, que se buscan y se repelen en sus encuentros, que no se atreven a cruzar las fronteras personales, morales, que les encierran. Lo que determina las elipsis no es un tema de censura, sino que se trata de una opción estética de Parrish. El primer encuentro entre la pareja es fulgurante y Brady marca, ásperamente, sus límites para evitarse problemas en un segundo encuentro. Pero los problemas acuden directamente en su busca y el tercer encuentro no tendrá lugar hasta unos meses más tarde, en una ciudad mejicana bellamente retratada en la que se consumará la relación… naturalmente en off.

Pese a los tópicos de la historia (que sin embargo presenta una veraz y respetuosa descripción de las costumbres mejicanas), Parrish consigue hacer creíbles a estos amantes desorientados, personajes desubicados que podrían sufrir su deriva tanto en la Texas fronteriza de inicios del siglo XX como en el París de los sesenta. Su opción, alejada aparentemente del espíritu rupturista, y menos resultona que la cinta de Godard, tiene no obstante un atractivo que se basa también en la vigencia de la relación pasional, narrada mediante las citadas elipsis sin bajar por ello la temperatura sensual. En una cita que podría pertenecer a Deseando amar (In the Mood for Love, Wong Kar-wai, 2000) Helen Colton comenta: «Lástima que la vida es más lo que vivimos que lo que sentimos». Lástima para Parrish que no toda su filmografía estuviera a este nivel, aunque aún estemos a tiempo de recuperar esta película como algo más relevante de lo que aparenta. O, si queremos decir una boutade, podemos plantear que Parrish inició aquí el cine moderno, antes que Jean-Luc Godard.

Hay que matar a B. (José Luis Borau, 1974)